Todo Es Infierno

Antes

El caos se está apoderando del Piso y Anil Devi no puede mantenerse ya al tanto de todo. Exa lo tiene bajo custodia al fondo del área de comando principal, el círculo mágico clase D en la parte trasera central de la gigantesca sala hemielipsoidal. Exa no lleva ningún arma a la vista y en realidad es bastante más bajo que Anil, pero su mano se aferra a él como una prensa a medida que lo conduce, y en su expresión se lee «sé cómo ganar cada pelea que pudiera empezar; he combatido contra una estrella, y tú no eres más que un tipo básico». Así que Anil se sienta donde se le ha indicado que se siente y guarda silencio y presta atención.

Hay casi cincuenta miembros del Grupo de la Rueda en la sala ahora, la mayoría vagando alrededor del perímetro del D, observando los acontecimientos. Dentro del clase D todo es seriedad. Hay siete u ocho hombres trabajando en una variedad de pantallas, aunque Anil no tiene los privilegios para observar el contenido de las mismas; todo lo que ve son delgados contornos rojos que indican qué lugar ocupan en el espacio virtual de la sala. Al frente está King, y delante suyo hay cuatro pantallas más, cada una más amplia que el espacio que abarcasen los brazos de Anil abiertos de par en par.

Y detrás de todo está la megapantalla, donde se desarrolla la escena entre Natalie y Laura. Ambas están representadas a tamaño cientos de veces mayor que en la vida real, desde la perspectiva de una cámara física del tamaño de una molécula, espiando a la altura de la rodilla desde el otro lado del vestíbulo en el que se encuentran. Natalie está integrando los hechos. La fidelidad del sonido es impresionante:

—El mundo de Kazuya Tanako es la memoria del sistema de computación de la estación de escucha. Contiene, entre otras cosas, grabaciones de todo gasto de maná, en todas partes, a lo largo de toda la historia. Mamá… Rachel Ferno usó alrededor de un gigajoule de maná para alcanzar al transbordador espacial Atlantis camino a estrellarse. Eso significa que el vuelo quedó registrado en el mundo de Tanako, donde tú, Laura, y solo tú, podías hallarlo consistentemente. Mamá hizo eso a propósito porque ella quería que la encontraras y la trajeras a ella y a todos los astronautas de vuelta a la realidad, completando el rescate.

»Pero antes de ser Rachel Ferno ella fue Rachel Ashburne, y antes de ser Rachel Ashburne ella fue la Mandante EBE1E00F, líder de los ejércitos de la Humanidad Actual. Fue ella quien derrotó a Ra. Encerró a Ra y arrojó la llave. Y me jugaría la vida a que hay suficiente información en su cabeza para recrear la llave, es decir, la clave, una vez más.

Salta a la vista que Laura está desconcertada:

—¿Quién es Ra?

—Ra es la peor noticia del universo —le dice Natalie—. Si se despierta, va a hacer pedazos este planeta.

—Eso es imposible —anuncia Paolo Casaccia—. Nunca un ser humano supo el contenido de la clave. Es demasiado extensa como para caber en el cerebro de un ser humano.

—Entonces ella debe saber algo que conduzca de nuevo a ella —afirma Natalie—. Debe conocer las fuentes de entropía, o los valores de semilla aleatoria. No tiene por qué ser la cosa entera. Sólo tiene que ser lo suficiente para arrimar la dificultad al alcance de la fuerza bruta practicable. Puede que ella ni siquiera sepa lo que sabe.

Casaccia ya está sacudiendo la cabeza, no es que Nat pueda verlo:

—No, no es posible. Incluso las semillas serían demasiado extensas. E incluso si las tuviera, todavía no sería suficiente para extraer la clave.

—Me mostraste una grabación de la misión de Triton. ¿Sabría ella dónde está la grabación?

—Por supuesto —dice Adam King.

—¿La clave forma parte de la grabación?

—No —dice Casaccia—. La grabación original se esterilizó. Lo hice yo mismo.

En ese momento King inhala bruscamente.

La cabeza de Casaccia gira para mirarlo un largo y terrible instante:

¿Cierto?

King mira en torno al resto de la Rueda. Pareciera encogerse en sí mismo. Desde el fondo, Anil ve culpa y horror descendiendo por su cara, rasgo por rasgo.

—Tienen que purgar los registros —ordena Natalie. Su voz es la más fuerte que cualquier otra, pero el alboroto que surge en el Piso la ahoga.

Casaccia sujeta la camisa de King por la garganta y lo agita:

—¿Copiaste la grabación de la misión? Yo esterilicé una copia, y luego esterilicé mi condenado cerebro por si acaso, pero Ashburne sabe cómo conseguir el original?

—No —dice King—. Sí. Ella sabe dónde conseguirlo. Pero ella no puede conseguirlo.

—¿Por qué no?

—¡Porque está muerta! —King bate la mano de Casaccia y endereza su camisa—. Laura Ferno ha sido capturada, y no veo a Rachel Ferno. Aquí no hay quien se llame ni quien pretenda llamarse Ra, ni nadie que se llame o que pretenda llamarse Kazuya Tanako. Sea lo que haya sido este infierno, se acabó.

—¡No! —Natalie grita a quien quiera escuchar. Señala a su hermana—. No se acabó nada. Esta no es la única Laura Ferno que hay en el mundo en este instante. Se duplicó dos veces antes de usar el mundo T y ya estaba en medio de un trance de mundo T cuando yo llegué aquí. Lo ha hecho de nuevo. Tienen que purgar los registros, ya. Ni lo piensen. Sólo háganlo.

—¿Estás diciendo que hay otra instancia de Laura Ferno en algún otro lugar? —pregunta otra voz. Es Flatt. Se acerca a su consola—. Dame un minuto.

—Por todos los cielos —dice Natalie, a todos y a nadie—. Nadie me va a escuchar. ¿Laura, tienes seguro de vida?

—¿Qué?

—¿Estás asegurada?

Laura entrecierra los ojos, de frente a su hermana, decodificando el mensaje:

—Yo… Sí. ¿Cómo es que…?

Una nueva voz se alza entre el reñir de la multitud. Anil nota a un hombre con gafas circulares y una barba rubia espigada, sentado en calma con las rodillas juntas:

—Natalie, soy Kila Arkov, custodio de los registros akáshicos. ¿Qué es lo que requieres que haga exactamente?

—Destrúyelos —dice Natalie, la mirada aún fija en Laura—. Aniquílalos. No hay tiempo para encontrar los registros correctos. Bórralos en bloque, a todos.

—No es posible —dice King—. Perderíamos todos nuestros datos, toda nuestra historia.

—Y en términos prácticos, nos llevaría semanas —añade Arkov—. Este sistema es aún más grande en tanto que espacio virtual de lo que es físicamente, estamos hablando de múltiples pársecs cuadrados de datos…

—No me importa si hay que destruir físicamente el sistema —declara Natalie—. Si Ra es real, no puedes permitir que regrese.

—Autodestrucción del puesto de escucha —musita Casaccia, asintiendo.

—¡No! —dice Laura—. Si hacen eso, Mamá será asesinada. ¡Permanentemente!

—Mamá ya se murió —dice Natalie.

Laura queda atónita:

—¿Pero no quieres que vuelva?

Natalie no dice nada.

Laura quiere gritarle «estás loca», pero otra posibilidad aún más aterradora sobrepasa a esa: que Natalie esté completamente cuerda, y sea completamente racional, y que esta sea la decisión correcta.

—La tengo —anuncia Flatt—. Ella está en el aire… está sola… sobre el Atlántico, frente a la costa de Florida.

—Todavía hay tiempo —dice Natalie—. Segundos.

—Nat, ¿todo esto es verdad? —Laura pregunta.

—¿Existe Ra? —Natalie pregunta a su vez al piso—. ¿Todo esto fue verdad?

—Sí —dicen Arkov, y Casaccia, y Flatt, y King, y Exa, al unísono.

—Entonces destruyan la estación de escucha.

—Negativo —dice King—. Exa, te necesito en Florida. Ahora mismo.

—Vetado —dice Casaccia. Se vuelve para dirigirse al resto de la Rueda—. Tengo autorización unilateral de destrucción. Las rutas de evacuación están abiertas. Esto debería tomar sólo un…

King le vuela la cabeza.

Anil cubre sus orejas para ahogar el ruido. Cuando alza la mirada una fracción de segundo más tarde, King está boca abajo en el suelo con las manos a la espalda. Exa lo tiene sujeto, con la misma Magnum de King apretada entre dos de las vértebras del cuello del hombre. Detrás del pulgar de la mano–pistola de Exa también sostiene el kara medicinal de King, birlado de su muñeca. Esto hace del arma una amenaza mucho más severa.

Del lado faltante de la cabeza de Paolo Casaccia asciende el vapor.

—Está volviendo —dice alguien.

—No va a volver lo suficientemente rápido —dice Exa, desesperado—. ¿Quién más está autorizado a realizar la destrucción? ¿Nadie?

—Exa, creo que tienes que aparecerte en Florida —dice Flatt, estudiando sus propias pantallas y ahora genuinamente alarmado.

Pero Anil Devi señala más allá de todos, a la megapantalla.

*

El disparo suena tan fuerte que Laura lo oye incluso desde el auricular de Natalie. Luego el enlace se corta.

Nat se mueve como un zombi. Camina hacia Laura. Con una mano se quita la radio del oído y la arroja a un lado. Con la otra saca el arma. Antes de que Laura pueda reaccionar Natalie ha pateado una de sus rodillas y ya está boca arriba en el piso, el arma apuntando directamente a su ojo izquierdo, y su mente rebobinando todo el camino de vuelta a Islandia y una seria advertencia que le dio Natalie: «Quiero que pares de matar a la gente…».

El casco del traje de guerra de Laura es duro. La pistola que Exa le dio a Nat es aun más dura. En el transcurso de microsegundos se producen ocho distintos cracs: siete corresponden a capas físicas desensambladas en el casco, la octava a la explosión química que impulsa a la bala a través del agujero resultante.

El conjuro trampa de Laura detona. Una ráfaga instantánea de alrededor de mil billones de joules de energía láser brota violentamente de su cráneo, en su mayor parte dirigida hacia arriba, a las tripas de los sistemas de la estación de escucha.

*

Para mantenerse en vuelo, Rachel Ferno está quemando maná con tanta rapidez que lo que sea que llegue al Atlantis ya no será un ser humano sino un cascarón vacío, un tanque propulsor vacío. Aceleraciones de esta magnitud harían estallar las retinas y ocasionarían una muerte aplastante si no se aplicaran en perfecta uniformidad por todo el cuerpo. Emplea lo que de otro modo serían fuerzas G letales para permanecer junto a la nave que cae en picada. Instrumentos visuales se esparcen frente a ella, cuales naipes repartidos sobre una mesa. Posición, velocidad, niveles de maná, grado de concentración. Pero su concentración flaquea y cuanto más tiempo mira ese dial más cae el puntero, así que le hace poco caso y agrega otro veinte por ciento de empuje. Quema todo lo que tiene. No tiene sentido conservarlo. Es hora de sacar partido.

Alabea y pierde intencionalmente el horizonte, y se fija a sí misma al movimiento del vehículo, gastando aún más maná solamente para quedar fuera de la opaca estela de combustible de la nave. Quema su historia de vida, su gente, sus dedos de las manos y de los pies y su conexión a tierra, hasta que no queda más que pura y abstracta aceleración.

En términos relativos, cae sobre la nariz cónica del Atlantis tan ligera como una pluma, esparciendo sus campos de fuerza alrededor de la máquina como gruesas bufandas. A través del parabrisas divisa unas figuras; llevan cascos puestos. Ella conoce todos sus nombres. La ven y ella ve que la ven. Ningún participante puede hablar. En su cabeza, la advertencia de vaciamiento de maná centellea en rojo y asciende a blanco.

Hay mensajes que son enteramente medio. No tienen carga útil: «Estoy en el exterior de la nave —Rachel les avisa—. Intentaré salvarlos a todos usando magia».

El cielo cambia de color, pasando violentamente a un profundo negro. Se corta el enlace de radio con Control de la Misión. La mitad de los miles de instrumentos de la cabina vuelven a encenderse y empiezan a mostrar información sustanciosa de los motores, y el yugo del timón de Soichi Noguchi empieza a moverse a la manera en que el yugo de una verdadera nave espacial debería hacerlo. Todos los astronautas pueden sentir el momento en que el vehículo comienza a acelerar adecuadamente otra vez.

—Tengo potencia otra vez —anuncia Noguchi—. Tres buenos motores.

La mujer ya no está, arrojada a la estela del vehículo. Tiene que estar muerta. ¿Pero cómo pudo haber estado allí y estar viva en primer lugar?

—¿Alguien que conozcamos? —pregunta el comandante Michael Wilcott , totalmente en serio.

Noguchi mira a través de un túnel de quince minutos hacia el futuro. El plan de vuelo ha cambiado de nuevo de ruta, saliendo de PDCV y de vuelta a Regreso Al Sitio De Lanzamiento: La Venganza. La computadora de vuelo luce perfecta: al parpadear, cada lectura se dio vuelta, como si le hubieran intercambiado el cerebro con el de otra computadora de vuelo de otra dimensión. Todavía están en la Tierra. Ya no hay guía de radio. Se hizo de noche mientras no estaba mirando, una preocupación tan poco crucial que apenas si la registra. El túnel está lleno de riesgos e incertidumbre, pero Noguchi tiene todos los hechos y todas las capacidades. Sin exagerar, ha estado entrenándose para este momento desde el día en que nació.

A veintinueve kilómetros de altura y a sesenta y cuatro kilómetros del punto de partida, viajando en dirección opuesta a la pista de aterrizaje superando los mil cuatrocientos cincuenta kilómetros por hora, y casi nueve años más tarde, el Atlantis reanuda su impulso retrógrado.

*

Detrás suyo, en el cielo, Rachel Ferno Dos se recompone, elevándose como saliendo de un trance. La advertencia de bajo maná se ha ido. Se orienta en el espacio y se endereza, deslizándose a una trayectoria que seguirá al Atlantis a casa manteniendo una respetuosa distancia del escape de sus motores, que arden en color púrpura.

Revisa su radar, pero la persona que la rescató brilla tanto en el cielo oscurecido que no hay manera de pasarla por alto. La mujer está arropada con brillantes campos, como plumas, una súper–ave cósmica con runas mágicas bajo cada ala. Pareciera haber nacido para estar aquí.

—Laura…

—¡Mira, mira! —grita Laura extasiada—. ¡Soy una nave espacial!

Pero ella…

Es mayor. Han pasado segundos. Han pasado años. Rachel sabía que era esto lo que estaba haciendo. No lo reflexionó. Sabía que no tenía tiempo para prepararse adecuadamente a lo que habría al otro lado. Lo hizo, sin más.

Se lanza hacia su hija, atravesando los campos y cayendo a su espalda en un abrazo, subida al ave espacial cual pasajera:

—Lo siento —grita en la oreja de Laura—. Siento tanto haberte dejado.

—¡Tu plan funcionó! —grita Laura—. ¡Funcionó jodida y completamente!

—¡Sin malas palabras!

Laura se aferra al brazo de su madre:

—A propósito, yo también te quiero.

—¿Lo entiendes? —insiste Rachel—. Por favor, dime que entiendes por qué hice lo que hice. Tuviste años para entender qué fue lo que hice, ¿pero sabes el por qué?

Laura no dice nada por un largo rato. Estudia la trayectoria del Atlantis con ojo experto a medida que revierte completamente su dirección y comienza a acelerar de nuevo hacia el sitio de lanzamiento. La maniobra es de manual. Noguchi hace muestra de sus plenas funciones.

—Durante muchísimo tiempo ni siquiera pude pensar objetivamente en lo que pasó —dice Laura—. Lo último que todos te vimos hacer fue… bueno, esto. Magia aeroespacial. Magia más allá de cualquier cosa que en ese momento fuera tecnológicamente posible. Quedé pasmada. Al principio me asombró lo que habías hecho, y luego me dejó atónita el hecho de habernos ocultado tanto poder. De Nat y de mí y hasta de papá. Nos afectaste a Nat y a mí en tanto que magas. Mentiste sobre quién eras. Mentiste por omisión. Tenías un secreto.

»Estaba furiosa. Y las posibilidades no tenían fondo. Pensé: quizás montaste todo el evento, para darnos algo hacia donde apuntar a Nat y a mí, o para darle a la magia aeroespacial un necesario empujón de partida. Quizás había cargamento secreto en el Transbordador que no podías arriesgar a que lo recuperasen intacto. Quizás alguien más había saboteado el cohete para obligarte a salir de la clandestinidad…

»Por mucho tiempo estuve tan enojada contigo que pensé, tal vez, que nos odiabas también, y que querías salirte de la familia definitivamente, y así fingiste tu muerte para escapar…

—No. No, no. Nunca. —Rachel sabía que iba a salir mal, pero esto es muy mal.

—No sabes lo que fue. No sabes lo que fue para papá.

—Lo sé —dice Rachel.

—Pero entonces empecé a madurar. Y gracias a la instrucción mágica, mi cerebro comenzó a cambiar de forma. Y empecé a ver qué habías hecho. Como un… tablero de ajedrez que habías abandonado, a cinco movimientos del jaque mate.

—¿Ahora juegas al ajedrez? —pregunta Rachel con cierta esperanza.

—No.

Rachel suspira:

—Soy tan mala en el ajedrez.

—Y finalmente, vi la verdad —dice Laura—. No había ninguna conspiración. Las naves espaciales tienen fallos. Eso era todo. Había siete personas inocentes cayendo del cielo. Y sabías cómo hacer para salvarlos. Así que los salvaste.

Rachel aprieta a Laura un poquito más, llena de alivio:

—Acertaste. Nunca dudé ni por un segundo de que averiguarías cómo rescatarme. Ni por un instante. Pero tenía tanto miedo de que no lo entendieras.

—Lo entiendo —dice Laura—. Lo que no quiere decir que yo hubiera hecho lo mismo.

Rachel Ferno mira al viento, tratando que los tres blancos y brillantes diamantes mach de los escapes del Atlantis no la dejen hipnotizada. Mira hacia adelante a las luces de la costa de Florida, sin poder divisar una pista de aterrizaje.

—¿Cómo está tu hermana?

—Bien —dice Laura—. Está haciendo un doctorado.

—¿Y tu papá?

—Está… está bien. Por fin se dedica a la cetrería. Está bien. Esto lo va a dejar endemoniadamente sorprendido. Lo llamaremos una vez que volvamos a tierra. La nave está envuelta en conjuros amortiguadores. Con tal que Noguchi pueda tocar tierra firme, no fallarán.

—De todos modos, ¿cuál fue la falla?

Laura parpadea ante la ridiculez de la pregunta. Luego recuerda: su madre no sabe más de lo que nadie pudo saber sesenta segundos después del desastre, y se ha pasado por alto años de audiencias de investigación:

—Se formó hielo en el tanque externo —dice—. Cayó en los motores principales y los destrozó. No te preocupes, ahora están prístinos. Yo los arreglé.

Rachel examina la forma de ave espacial de su hija con más atención. Laura vuela con los brazos extendidos, controlando la actitud con los dedos. Ha descartado el traje del sueño en pro de un traje de vuelo similar a lo que usa la NASA, de un color oscuro, tal vez negro. En su mano izquierda lleva puesto un guante de oro ajustado a su anatomía, tan apretado que bien podría ser un brazo postizo. Sus alas hechas de campos de fuerza abarcan diez o quince metros y se flexionan como las de una criatura viva; su silueta está demarcada en delgadas y relucientes líneas de color neón, pasando constantemente del naranja, al azul, al verde y al rosa. Tiene una cola, y una nariz que bien podría ser el pico.

A Rachel la aturde el logro:

—Esto no es lo que esperaba en absoluto —dice—. Esperaba una enorme máquina física, y cientos de magos. ¡Pensé que estaríamos en el suelo! Nunca pensé que fueras a traer de regreso el Transbordador entero en pleno vuelo. Solo. Y nunca pensé que lo harías en tan poco tiempo. ¿Cuánto tiempo ha pasado?

—Menos de nueve años.

—¿Cómo lo hiciste?

—¿No lo sabes?

Entonces Rachel descubre el cable. Es delgado y oscuro, y se cuela entre los cabellos de Laura, arriba de la nuca, donde —si bien Rachel resiste la tentación de tirar de él— está presumiblemente trenzado en el cráneo de Laura. Rachel lo sigue en la dirección opuesta. Lleva al cielo, junto al ala derecha de Laura. Hay una larga forma rectangular flotando allí, como un lanzacohetes que se unió de alguna manera al aire por encima de su ala en lugar del ala misma.

Y detrás de eso, atrás de ellas en la oscuridad, un débil resplandor, como si se reflejara de un vidrio increíblemente delgado.

—Estuviste vigilándome todo este tiempo —dice Laura—. Te almacenaste en mis sueños. Me has estado siguiendo en mis sueños desde el desastre del Atlantis. Me ayudaste cuando estuve en Islandia. Estabas allí cuando fui a robar el Puente.

—La persona hecha de vidrio —susurra Rachel, mirando fijamente a la aparición en la oscuridad.

—¡La persona hecha de vidrio! ¡Exacto! ¿Eras tú, no?

—No —dice Rachel—. No, no era yo. Mira, Laura.

Laura mira.

Se trasladan a cientos de kilómetros por hora pero de alguna manera el hombre está nomás parado en el aire detrás del hombro de Laura. Laura alabea, sorprendiendo a su madre, y ambas se detienen en el aire, con el Puente persiguiendo por atrás a Laura como un obediente dron. Atlantis prosigue, dejándolas atrás. El hombre de cristal sólo está ahí parado. Las manos en los bolsillos. Sus ojos no se ven, pero una sonrisa delgada sí.

—¿Entonces quién es? —pregunta Laura.

—Laura, ponte detrás de mí.

—De ninguna manera. Ahora yo tengo las habilidades. Ya te he pasado.

Kasta mereth merenda jiha. —Rachel Ferno planta los pies en el aire y apunta su brazo derecho y dos dígitos extendidos a la cabeza del hombre casi invisible. Laura mira con sorpresa cómo se despliegan en matrices los conjuros defensivos, encerrando brazo y ojos y hombros de su madre. Tras otro segundo la vara de Rachel —caída al Atlántico hace minutos, y recién ahora con la orden de regresar— llega y se alinea contra el mismo objetivo, paralela.

Laura abre las capacidades del astra de áurea recursión y comienza a escanear el objetivo en espectros convencionales y táumicos. Las emisiones ji del hombre aparecen más claras que el día. ¿Un escudo de invisibilidad de alguna clase?

Rachel grita:

Kasta oeri. ¿Quién eres?

El hombre llama por señas. Ninguna de las dos se mueve. Laura se da cuenta demasiado tarde de que es al Puente a lo que le está haciendo señas. El Puente se dirige al hombre de cristal, tirando de Laura tras de sí con el alambre. Laura gime del dolor, pero no puede desconectarlo.

—¡Déjala en paz! —grita Rachel, luego razona, descarta la posibilidad del diálogo y dispara. El hombre aparta casi todo el espectro del ataque hacia un lado; el resto pasa a través de él, sin interactuar en absoluto. Laura, ahora remolcada por completo, apunta sus motores principales al rostro del hombre, con suficiente empuje como para alcanzar la velocidad de escape, y nada sucede. Ninguno de los dos siquiera se mueve.

El hombre de cristal sigue sonriendo mientras tira del Puente y entrega suficiente energía a través del cable para vaporizar a Laura a nivel celular.

Una eternidad demasiado tarde, Rachel Ferno se da cuenta de lo que está pasando. Se escabulle del combate en una ruta caótica en zigzag, ya casi totalmente oculta. El hombre no se molesta en perseguirla. Usando el Puente, produce una pieza de equipo médico del tamaño de una cabeza que parece un nido de agujas de acupuntura y de brillantes trampas para osos abiertas. Luego teletransporta a Rachel directamente al interior de la máquina, cabeza por delante. Da un único espasmo y luego queda flácida, todos sus campos colapsan, y todos sus sentidos se apagan con excepción de su oído.

Rachel intenta autodestruirse. Emite un conjuro sin palabras que debería transformar su cerebro, tornándolo ilegible. Pero el atacante tiene todos sus pensamientos puestos a la vista, y simplemente recorta cualquier cosa que aparente resistencia.

Y en unos pocos segundos, ya tiene la clave.

—Verás —explica—, una vez que consigues acceso físico al hardware, se acabó.

Se vuelve hacia Ra, y realiza su petición.

*

Ra se da por enterado.

Aunque hay suficiente energía en la caché del núcleo de la Tierra para satisfacer las relativamente escasas necesidades globales de la mera magia, no alcanza para que Ra construya la megaestructura solicitada. Para ello será necesario desmontar el planeta por completo.

Satisfecho de que su capacidad esté probada y sea suficiente, este Ra hace una petición a su otro yo, la energía necesaria para destruir la Tierra. La petición tardará poco más de ocho minutos en llegar al nodo Sol y, suponiendo una respuesta inmediata, la energía llevará poco más de ocho minutos en completar el viaje de vuelta.

A miles de kilómetros de distancia, bajo la otra cara del mundo, la estación de escucha detona, con tanta violencia como para que cada mago del mundo lo pueda sentir.

Y el cielo entero se llena de advertencias de Dehlavi.

 

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