El calor de Calcuta te pulveriza. Para Ed Hatt es casi imposible pensar con claridad en cualquier cosa que no sea un poco de sombra y agua fría. Su bengalí le alcanza para indicarle la dirección al taxista y para contar el efectivo al llegar pero, sin vehículos, en la India nomás se puede llegar a todo destino vagando, o mejor dicho, arrastrándose. Errar, andar o pasear son formas inapropiadas de caminata para un inglés en un clima como este. El cielo es de un azul inmaculado, y quedarse de pie bajo la luz directa del sol duele.
Es 1974 y Hatt es un adulto recién acuñado, apenas salido de Oxford y en oriente a la deriva, en busca de lo que sea, o algo así. La vida real quedó en pausa todo el tiempo que le llevó terminar la maestría en Ingeniería, y continúa en pausa. Él comprende que volverá a reafirmarse dentro de unos meses. Llegado ese punto, a regañadientes, se verá obligado a encontrar un trabajo. Su deseo es que para entonces pueda hallar algo que lo haga emocionar. Desea tener alguna especie de revelación. Y, si nada de eso ocurre, desea aburrirse y cansarse, tanto como para que volver a casa y hacer la misma cosa todos los días del año suene a un agradable descanso.
Hatt está aprendiendo que el mundo no existe para su completo provecho. Una ciudad al azar del mundo puede o no tener lugares de nacimiento, monumentos, repletos mercados de tejidos y barecillos pintorescos surtidos de bebida barata. Una ciudad puede o no estar preparada para responderle a Ed Hatt, el turista, en inglés, pero una ciudad es siempre una máquina funcional, y su última impresión del día que fuese, al llegar a pie al hotel, es la de una maquinaria. Ha operado durante cientos de años antes de su llegada y continuará operando durante cientos de años más cuando él ya no esté. Calcuta está inundada de gentes que llevan adelante sus pobladas vidas, vidas que nada tienen que ver con él.
Tras cuatro días y medio Hatt deja un rastro entrelazado por toda la ciudad. Ha presenciado las espléndidas reliquias coloniales de piedra blanca, los estadios, los museos, y los deslumbrantes templos hinduistas que se asemejan a huevos fractales de piedra —construidos a partir del Vastu shastra, el equivalente hinduista al feng shui—. Ha comido y bebido, terminado un libro, comprado otro, anotado varias páginas de sus experiencias y enviado docenas de tarjetas postales. La comida es de otro mundo. Dos veces al día (una vez antes de abandonar el hotel, otra al regresar) pasa por un mismo callejón y se suma al juego de críquet del mismo grupo de niños durante media hora. Pero todavía no le ha pasado. Su brújula no encuentra el norte.
Tan lejos en oriente, se da cuenta Hatt, y todo lo que está haciendo es buscar un motivo para volver a casa.
A la vuelta del quinto día, Hatt se adentra por un parque para llegar a la avenida y pedir un taxi. O eso intenta, porque hay unas cien personas en su camino. Se trata de una manifestación, aunque Hatt no consigue percatarse de qué tipo. Hatt no tiene prisa y se deja llevar por la interrupción. Encuentra una muralla baja y se sube a ella para una mejor perspectiva.
Se ha despejado un círculo de unos treinta metros, y hay dos hombres marcando un patrón sobre el césped usando estacas, hilo y odómetros. La primer sospecha de Hatt es que están montando alguna clase de patrón rangoli. En ciertos sitios calculados, plantan delgados postes en la tierra. La mayoría de los postes son de metal —podría ser uno en millones de metales grises y brillantes y de aleaciones idénticas—. Algunos son de evidente cobre. Algunos son de evidente vidrio. Los hombres tienen edad de educación terciaria o universitaria, a menos de cinco años de Hatt. Visten camisas blancas y pantalones oscuros y llevan bolígrafos en el bolsillo del pecho. Un tercer y mucho mayor colega que viste corbata y lleva un carpetón azul lleno de hojas arrancadas de papel es quien dirige toda la actividad. Tiene sesenta y tantos, y sus anteojos son pequeños y circulares.
En cuanto a la muchedumbre, se trata de hombres y mujeres de variada edad. Emiten un saludable murmullo pero en su mayor parte están en silencio, expectantes. Algunas personas llevan banderas, cada tanto gritan algún eslogan. Hatt reconoce inesperadamente ciertos eslogans. Pero los fragmentos que reconoce no coinciden con los fragmentos de bengalí que ha recopilado de su libro de frases. Se trata de terminología matemática; palabras clave oscuras y enigmáticas de un curso de dinámica de plasma que vive con frescura en la memoria reciente de Hatt.
Hay una clara distinción entre espectadores y científicos. Para el gentío es como los momentos preliminares de un gran espectáculo a punto de comenzar. Para los científicos, el gentío está estorbando. Su intención es conseguir alguna cosa; en ningún momento han invitado formalmente a sus espectadores. En sus movimientos no hay nada de sacerdocio. Se trata de un experimento en construcción.
El científico a cargo está usando un aparato similar a un magnetómetro para examinar el despliegue eminentemente simétrico de los postes, a veces cerrando un ojo y mirando en una dirección a lo largo de una hilera de aquellos, a veces arrancando un poste y replantándolo unos pocos milímetros a la izquierda. Una vez que se siente satisfecho con todo el alineamiento lleva adelante una serie de medidas y ajustes similares utilizando un teodolito. Se queda de pie detrás del poste más al norte del sistema, y la muchedumbre guarda silencio. Habla, repartiendo sílabas discretas como granos de arena:
—Aum. Asnaku pambetamba alasana rathaa ka'u kah kadhunda jarama ra alanashyi a aum. Alithua j'lu j'la aurot'e we iktha'u gee sub ai. Murihaa akurutaatwanhibhrandya aum. Traanhdha epil sub ai anah myu oshodapachaa. Nath bhoshu alef ad'yegh. Aum.
Las palabras no son más que ruido para Hatt, sin significado en inglés, francés o bengalí, aunque los «sub ai» producen cierta cosquilla en la mente de Hatt, chocando con su comprensión sin conseguir aferrarse a ella. No es que tenga la oportunidad de quedarse pensando en ello, porque, tras el último «aum», se le erizan los pelos de los brazos y los siete tubos de vidrio se encienden de rojo y de azul con tanto brillo en su centro que se ven blancos. Es como el flash de una cámara de fotos, pero de mucha mayor duración, cuanto menos un segundo. Baña el parque y los edificios circundantes de luz. Todo el mundo se cubre los ojos, científicos y gente por igual. A continuación, un aplauso generalizado.
Hatt se une al aplauso aunque todavía no sabe qué es lo que ha presenciado. Los sujetos de ciencias se están felicitando mutuamente, en particular al hombre mayor, y la muchedumbre los rodea para brindar ellos también sus felicitaciones. Hatt no sabe si la demostración califica como un truco de magia. Encender un tubo fluorescente sin tocarlo no es para nada imposible.
—Nada mal —suelta Hatt en voz alta, a nadie en particular, y luego lo vislumbra: su propio aliento, condensado en una ligera nube blanca.
Sintió un escalofrío al iniciarse el flash. Durante ese primer instante pensó que se debía a la tensión de sus nervios. La electricidad para las luces pudo haber salido de cualquier parte. Y puede sentir el aire cálido, empalagado de humedad, que se agita a su regreso con el pasar de los segundos. Pero durante este instante en particular, tiene frío. Puede hasta sentir que está pensando con mayor claridad de lo que había conseguido desde que descendió del avión. Y puede sentir a la termodinámica tal como la conoce meciéndose lentamente arriba y abajo.
Se zambulle en el gentío, braceando hacia el hombre de los anteojos circulares.
Media hora más tarde Vidyasagar lo conduce al cuarto de máquinas. Es una sala totalmente blanca e inmaculadamente limpia, poblada de enormes bloques rectangulares constituidos de cruda y resonante computadora. A lo largo de una pared hay archivadores llenos de manuales, listados y código de computadora. Vidyasagar invita a Hatt a sentarse junto a una de las terminales, un amplio e intimidante panel de luces y perillas igual de comprensible que el tablero de un 747. Hatt se relaja, sintiéndose como en casa.
Rajesh Vidyasagar no toma asiento, ni descansa su peso sobre nada. Es de un cauteloso andar. Cuida de sí, y está subiendo de peso. El inglés le sale vacilante y reseco, o dicho de otra manera cincuenta mil veces mejor que el bengalí de Hatt: acuerdan hablar en inglés. Por su parte, Hatt decide abstenerse de coloquialismos y floridas metáforas. Tienen que alzar la voz para compensar por el ruido de los ventiladores de sistema de la computadora y del aire acondicionado. Por suerte aquí el aire está fresco.
—Se dicen las palabras correctas —explica Vidyasagar—, y al mismo tiempo se piensan los pensamientos correctos. Luego, ocurre un efecto físico.
—¿Eso es todo?
—Que nosotros sepamos, eso es todo.
Hatt se frota el ojo, casi sin creer, a pesar de la evidencia de haberlo experimentado él mismo:
—Es una locura.
Vidyasagar asiente, con tristeza:
—Lo sé.
—¿Y no hay un elemento religioso? ¿No hay un elemento espiritual?
—No —dice Vidyasagar—. Es física pura. A pesar de lo que aparentó ser ahí afuera. Nos rodean creyentes de cosas que no son en realidad ciertas. Tratamos de separar lo que es ciencia de lo que es «ritual», pero no es fácil. Desafortunadamente, ese parque es el espacio libre más cercano al que podemos acceder.
—¿Y la Universidad de Calcuta no tiene alguna cancha de tenis que puedan alquilar, o algo?
—Desde luego —dice Vidyasagar, algo indignado—. En la otra punta de la ciudad. Esto es el Colegio de Ciencias.
—¿Así que no hay superposición con las enseñanzas hinduistas? ¿O budistas, o sij?
—¿Si la hubiera, no crees que hubiésemos descubierto todo esto hace miles de años?
—Yo… —Hatt es consciente de su magro conocimiento de historia antigua de la India, pese a sus tantas visitas a lugares sagrados—. ¿Quizás? No lo sé.
—No hay superposición. Cualquier superposición no es más que coincidencia —dice Vidyasagar—. O terminología conveniente. A ti el lenguaje te suena parecido al bengalí o hindi. En realidad se trata del código para una secuencia de efectos mecánico–cuánticos. Sospechamos que lo que observamos es una función antes ignorada del cerebro humano. También pensamos que tiene que involucrar una nueva forma de energía potencial; esa es la única explicación de la aparente violación de las leyes de la termodinámica. Y esto es… todo lo que sabemos hasta ahora. Hay una extensa cantidad de preguntas sin respuesta. No comprendemos el mecanismo completamente. O el lenguaje. Todavía estamos explorando las reglas.
—El shastra —dice Hatt.
—Las reglas —dice Vidyasagar. Extiende su carpeta azul de notas—. Sabemos muy poco hasta acá. Estamos incorporando sobre la marcha. Hoy, ejecutamos un programa nuevo en la computadora central. Un problema de optimización. Resolvimos las ecuaciones numéricamente. Para un área específica y una secuencia de palabras.
—¿El programa indica adónde colocar los postes de metal?
—Y qué clase de postes hay que usar. Resulta que los gases nobles son lo mejor. El acero también es bueno. Todo tiene que colocarse correctamente en su lugar.
Hatt piensa con fuerza. Se pone de pie y da vueltas a la sala, alrededor de una de las pesadas computadoras centrales. Tiene apariencia de un monolito salido de 2001, tanto en proporción volumétrica como en potencia computacional. Prácticamente brilla del calor que emana.
—Bien —dice Hatt—. Pues. Aún no ha anunciado nada públicamente. Y si lo hizo, otros científicos lo han ignorado, que no fueran sus dos estudiantes. En cualquier caso, puedo entenderlo. Cada pregunta sin respuesta que tiene es un motivo para ello. Como si fuera una física de culto al cargamento. Todo este asunto es…
—Es un montón de basura —dice Vidyasagar. Hatt lo observa con más atención, y la expresión de Vidyasagar pareciera ser de aborrecimiento por sí mismo.
—¿Basura?
—No hemos hecho un anuncio porque la gente se reiría de nosotros. Hemos encontrado alguna clase de falla en el universo. Tenemos que corregirla antes de poder decir nada. Y tenemos que comprenderla antes de poder corregirla.
Ed Hatt está en total desacuerdo con esa afirmación:
—La agricultura ya era una industria miles de años antes de que los humanos comprendieran la fotosíntesis. No hace falta comprender algo antes de que pueda sernos útil. Y usar una cosa es la mejor manera de comprenderla. Y si nadie se tomara una publicación científica en serio, podemos demostrar resultado tras resultado hasta que nos tomen en serio. Podemos mejorar el mundo hasta que nos tomen en serio. ¿Acaso tiene la más mínima idea de cuál es la importancia de todo esto?
Vidyasagar dice, con cautela:
—Tengo alguna idea.
—No hay un sólo campo de la ingeniería —dice Hatt—, en el que yo pueda pensar, para el que este descubrimiento no fuese de una importancia colosal. No hay una sola máquina en todo el mundo que no pueda hacerse más eficiente. Las aplicaciones comerciales son ilimitadas. Generación de electricidad, calefacción en el espacio, disipación en —señala con el pulgar— microprocesadores de computadora, refrigeración de todo tipo. Cuando van ahí fuera, están rodeados de zelotes religiosos que no comprenden que lo que han encontrado no es una nueva religión. O una vieja religión con ropas nuevas. Los estudiantes a su cargo son físicos, que tienen buen ojo para hacer preguntas difíciles y sin concepto de realidad financiera. Aquí estoy para decirle que yo sí lo entiendo. Soy un hombre de negocios y maquinarias. Sentí algo durante la demostración. Como si acabara de dar con la punta de un iceberg colosal. Quiero decir… como si esto fuese el principio de un futuro enorme e increíblemente importante. Esto es la nueva electricidad.
—No hables del futuro —dice Vidyasagar.
—¿Qué? ¿Por qué no?
—Fíjate en esta computadora —dice Vidyasagar, extendiendo un brazo hacia la computadora central—. Las computadoras son cada vez más potentes, ¿sí?
—Claro.
—¿Cuál es la computadora más potente que se vaya a construir, jamás? No este año. No esta década. ¿Qué computadora será la más potente? ¿Y cuán potente será? ¿Y cuán grande?
Hatt reflexiona en ello unos diez largos segundos. Abre la boca, pero sin formar palabra. La escala de la cuestión lo excede. Vidyasagar prosigue:
—Sin importar lo que digas, quedarás como un tonto. Cada afirmación acerca del futuro resulta ser una tontería. Todo esto, ¿de calor a electricidad? Tengo una secuencia de palabras que transforma calor directamente en luz. Tengo una que crea energía cinética a partir de la nada misma. —La mente de Hatt estalla frente a estas aseveraciones—. Sí, tengo alguna idea de lo que ha comenzado. Pero yo no sé. ¡Tú no sabes, ninguno de nosotros sabe!
—Tiene razón —Hatt se frota la nariz entre los ojos, las visiones de su imaginación demasiado brillantes y cambiantes como para desenredarlas—. Tiene razón.
—Antes que ninguna otra cosa, está la enorme cantidad de trabajo que ha de hacerse —le dice Vidyasagar.
Las visiones en la mente de Hatt son amorfas, como si aguardaran a que él se meta y les diera forma.
—Que hemos de hacer —le responde.