Es Sólo Metal

Antes

—Rajesh es un tremendo idiota —explica Ed Hatt.

—Eso suena… —empieza Martin Garrett, pero al levantarse la barrera del peaje Hatt acelera a fondo, y por los siguientes dos o tres segundos Garrett es incapaz de proferir toda respuesta, aplastado contra el asiento debido a la aceleración. Al otro lado de la cabina de Dartford hay una rampa en la que el tránsito saliente se condensa desde veinticuatro carriles a sólo tres y continúa su curso hacia el sur circundando el Gran Londres. En lo álgido de las horas punta hay cerca de cien vehículos abriéndose paso aquí, pero no es una hora punta. Más bien es una hora rasa: está totalmente oscuro, son las tres y cuarto en una fría y nada extraordinaria mañana de entre semana primaveral de 1986.

—Suena algo severo —concluye Garrett, cuando recupera la capacidad del habla.

—«Suena algo severo» —se mofa Ed Hatt—. Él no lo entiende. Si tengo que llamarlo una vez más para dejar en claro cuáles son sus prioridades, bien debería pasarlo a retiro.

—Qué manera brutal de ver las cosas.

—Ya casi no le queda mucho, de todas formas. A sus contribuciones no les quedan mucho. Solamente lo mantengo en plantilla porque lleva las riendas de los diez u once hombres que de hecho tienen cerebros en ese laboratorio. Lo veneran, lo usan como si fuera, digamos, una veleta. Un barómetro. Siguen su ejemplo con más ganas que el mío porque él es un científico y él puede articular lo que él necesita (es decir, lo que yo necesito) usando los términos correctos. No aceptan las órdenes directamente de la misma manera. Pero él (Raj) ya no es tan productivo. Perdió riqueza. Sin buenos resultados. Estos sujetos nuevos, Devi y Mitra, lo dejan plantado. Está perdiendo el filo.

—¿Cuántos años tiene? —pregunta Garrett.

—Setenta y tres —dice Hatt, sin que se note la breve pausa que le lleva procesar el cálculo de aritmética de fechas—. Esa es la otra cuestión. ¡Ya está viejo! Como para retirarse. Digo, esto es al estilo de Wile E. Coyote, corriendo sin tierra bajo los pies. La edad de jubilación es el borde del acantilado y él ya lo ha dejado atrás. No creo que se haya dado cuenta.

—Seguramente no se irá a quedar mucho tiempo más —sugiere Garrett.

—Se va a quedar tanto como pueda. Quiere dejar mella en el universo. Tiene sentido, yo creo que todo el mundo quiere dejar mella en el universo de alguna manera…

Garrett alza una ceja cargada de escepticismo. Tal es así que Hatt se percata de ello, pese a la increíble velocidad a la que pilotea el coche. A su vez Garrett nota que Hatt le echa una mirada momentánea, lo que asusta un poco a Garrett. En su opinión, una velocidad que alcanza los tres dígitos exige una concentración de láser, maníaca, sobre la carretera y no sobre el pasajero:

—Mirada al frente.

Hatt prosigue:

—… pero aún no acepta que él ya ha tenido su alunizaje. Digo, su hito a lo Neil Armstrong, todo lo que pueda decirse que alguna vez haya tenido. La ecuación de campo Vidyasagar es eso. Ya ha dejado su huella, imborrable, en la historia científica. A partir de ahora todo vendrá pendiente abajo y él nada más tendría que disfrutarlo. Se piensa que hay una joya aún más grande suelta en alguna parte para él, por decirlo así. Pero no la hay. Tendría que de hecho ponerse jodidamente a disfrutarlo durante los años que le queden hasta que llegue el día en que se derrumbe y no vuelva a levantarse.

—Me encontré una vez con Vidyasagar, brevemente —dice Garrett.

—Sí, lo recuerdo. Yo estaba allí. —Fue en la asamblea general del Grupo Hatt, hace casi un año. Garrett prosigue:

—Me dio la impresión que la ciencia es lo que hace porque la disfruta.

—Pues, ese es su problema, porque la ciencia no es algo que yo haga por disfrute —dice Ed Hatt—. Hay una tercera cosa que intercalo entre la ciencia y el disfrute, a la que llamo rentabilidad.

Martin Garrett tiene cuarenta y ocho, es uno de los principales inversionistas independientes del Grupo Hatt, sin lugar a dudas al nivel de Hatt en lo que respecta a arrebatos de adrenalina, y, que Hatt pueda afirmar, alguien de confianza. Ed Hatt no es el único hombre joven/estúpido/exitoso que saca así su supercoche favorito a la ilegal pista de carreras en la M25. Es una comunidad pequeña y por demás anónima y en realidad ligeramente desagradable, todo testosterona y ah–pero–el–mío–es–más–grande, nada de conciencia colectiva de seguridad, sin conceder nada a la responsabilidad personal. Algún día todo acabará en lágrimas, ya sea en cámaras de tránsito o en una muerte sin sentido e irresponsable, pero hasta que llegue ese día, se jugará la suerte.

El innecesariamente potente Porsche 911 de Hatt engulle el asfalto como por derecho básico. Hatt está convencido de que el vehículo suena irritado hasta que cruza los ciento treinta. Es casi inconcebible que la máquina fuese construida para otra cosa que para esto. Es casi inconcebible que la recién terminada carretera London Orbital, en impecables condiciones, fuese construida para hacer en ella cualquier otra cosa. Hatt y Garrett están totalmente sobrios y de un humor fantástico: el Grupo Hatt ha tenido un año financiero exitoso en extremo, y esta es la idea de Hatt de agasajar a un confiable y valorado socio de la empresa.

—¿Cuál fue la marca en la cabina de peaje? —pregunta Hatt.

Garrett saca su cronómetro. El cronómetro es una novedad, e idea de Garrett. Casi todos los participantes conducen por sí solos, y simplemente usan su reloj de pulsera:

—¿Dijiste que marcara en el instante que la moneda golpea el tarro? Veinticinco minutos, quince coma cero tres segundos.

Hatt tose con fastidio, como si hubiera tragado algo desagradable:

—Para nada bueno. Mi RP es veinticuatro cero ocho. El RM está a un milisegundo por abajo de veinte. Y eso en un coche construido especialmente para romper el récord de velocidad de producción y nada más. Qué condenada mierda de tiempo.

—¿«RP» es Récord Personal, y «RM» es Récord Mundial? —adivina Garrett.

—Sí. —Hatt cambia de carril a medida que vuelan por la M20.

—¿Por qué lo llaman el Récord Mundial cuando solamente puede batirse en esta carretera en particular en este país en particular?

Hatt grazna:

—No… mira, no empieces, ¿de acuerdo? Es tu culpa en cualquier caso, Martin. Estás sirviendo de lastre.

—Fue idea tuya —dice Garrett.

—Pues, espero que estés pasándola bomba, porque la única forma de meterme en el tablero de clasificación será si te largo del coche en Sevenoaks.

—Bien por mí —dice Garrett—. Es la ruta equivocada para conseguir el récord, de todos modos.

—¿Qué quieres decir?

—Estamos yendo por fuera, en el sentido de las agujas del reloj. Si fuéramos por la vía interior la ruta sería más corta.

—Por apenas 140 metros —dice Hatt—. La proporción de perímetros es la misma que la proporción de los radios, y estás considerando apenas una diferencia de 23 metros sobre 30 kilómetros, lo que significa básicamente nada. Y si te lo piensas bien, pierdes más tiempo en la rotonda, porque la estación de servicio está del lado de afuera.

Garrett frunce el ceño, maquinando el asunto:

—Mmm.

—No le puedes dar la vuelta a toda la capital en menos de setenta minutos si no te fijas en los detalles.

Setenta, Dios mío.

—Algo así como setenta minutos —dice Hatt. Su récord personal está por debajo de ochenta—. Si eres bueno. Calculo que el año que viene o el siguiente alguien va a quebrar la marca de una hora.

Recorren varios kilómetros en silencio —en otras palabras, durante un minuto—. Amplias señales viales azules y blancas destellan a su paso, indicando salidas hacia el sureste de Londres y el sureste de Inglaterra. En el Reino Unido el tamaño de las señales de carretera va de acuerdo a la velocidad del tránsito que las pasa: al ser más veloz el tránsito, más grandes serán las señales para que los conductores puedan leerlas. Garrett no consigue leer estas. A pesar de su eminente tamaño están yendo demasiado rápido.

La mayor consideración al circular por una autopista pública a altas velocidades es la curvatura del camino. No así la habilidad de conducir en curvas (el coche de Hatt es deportivo, y hay muy pocas autopistas en el mundo que tengan sorpresivos giros en herradura). El riesgo mayor es el de salir de una curva —y no hace falta que sea una curva cerrada, sólo lo suficiente como para esconder el camino por delante— y dar de lleno en la parte trasera de otro coche tan velozmente como para que el impacto mate a todas las personas involucradas. En términos de curvatura, las autopistas del Reino Unido se han diseñado para que sean totalmente seguras hasta el 110% del límite de velocidad. Pasando este límite, por los rincones en gran medida inexplorados del espacio de fases de velocidad, el nivel de habilidad del conductor y la fabricación del coche no tienen importancia: el peligro que hay es absoluto.

Así que se trata de un juego de extrema pericia, de reflejos, de sopesar la necesidad de tener precaución al promediar una curva contra la necesidad de conseguir un mejor tiempo, de prestar atención a cada parte de la ruta al frente y de la íntima familiaridad del comportamiento del propio vehículo bajo condiciones que lo someten a prueba. A esta altura de la noche la carretera está prácticamente vacía, o dicho de otra manera, no está vacía en absoluto. Hatt pisa el acelerador permanentemente con su pie derecho mientras el izquierdo descansa permanentemente sobre el freno, y se mantiene en el carril derecho más lejano en el cual la presencia de otro vehículo es estadísticamente menos probable. Su visión es buena, sus neumáticos son nuevos, el camino está seco. Todo esto amplifica su soltura. Nada de esto lo hace más seguro.

—La tragedia es que él es endiabladamente bueno —dice Hatt, retomando este hilo de la conversación—. Cada tanto él y yo alineamos, y él ve las cosas tal como yo las veo. Pero la mayor parte del tiempo es como si él viera los dos rostros mientras que yo sólo veo la copa. Lo que yo dije, hace mucho, muchísimo tiempo atrás al comienzo de todo, es que para que la magia tenga posibilidades comerciales nos hace falta inventar el estante. Cada compañía que hay ahí fuera está fabricando un anillo distinto cada puerca vez. Casi que forjan un nuevo molde cada vez, es absurdo. Porque salió esa publicación importante que escribió Mukhopadhyay, seguramente sabrás cuál…

—Sí —dice Garrett.

—… que básicamente dijo «por cada problema en este conjunto, puedes crear un anillo o sistema de anillos concéntricos que lo resolverán por ti. Aquí tienes el algoritmo que lo consigue, uno dos tres cuatro fin». ¡Brillante pedazo de trabajo! Los anillos fueron la gran innovación, son el transistor de la magia. Pero todo el mundo se ha tomado la publicación al pie de la letra. Todo el mundo va y usa hasta miles de horas de computadora central resolviendo numéricamente las más espantosas ecuaciones diferenciales parciales y luego crean un anillo nuevo para cada cliente. Y a Raj nada de esto le parecía mal. Lo que él quería es continuar adelante y tratar de arrancar una capa más del universo para ver qué hay debajo, y yo casi tengo que maniatarlo y decirle: «No. Esto no alcanza. Es una solución, pero no es la solución». No me opongo en principio a arrancar capas. Puedo entender su valor. Tú sabes cuánto invertimos en investigación. Pero eso es solamente la I en IyD. El desarrollo es igual de importante. Siempre podemos hacer algo mejor.

—Helo ahí el concepto de componentización.

—Exacto. Imagina que eres una compañía sin experiencia con la magia, sin magos en tu plantilla. Percibes la magia como un riesgo, te importa más lo que la magia puede hacer por ti que lo que la magia puede hacer para la ciencia o el mundo. Quieres construir una solución mágica a bajo costo. «Bajo costo» es en jerga: significa que quieres aprovechar partes listas para su uso, tomadas de un estante. Prefieres usar componentes resistentes con buenos antecedentes en lugar de pamplinas hechas por encargo que por sí solas se convertirán en un universo pesadillesco de mantenimiento el mismísimo instante en que se renueva la última generación. Quieres anillos estándar, amuletos estándar, conjuros estándar. Y quieres que sea fácil contratar magos que estén familiarizados con esos estándares.

—Le estás predicando a los conversos —dice Garrett. De hecho, Hatt está practicando un discurso familiar para potenciales inversionistas del Grupo Hatt. Lo que está describiendo es exactamente lo que el Grupo Hatt hizo, y hace, y continuará haciendo en el porvenir.

—Y no es que el desafío no fuera interesante si consiguiera que Raj lo transmitiese —dice Hatt—. Yo sabía que existía algo de ciencia divertida ahí junto a todo el asunto práctico y redituable. Pero Raj no consiguió entender por qué quedarse pensando en un problema resuelto. Típico matemático. Prueba sobre el papel que un balde de agua apagará el fuego, y no tiene ningún deseo de levantar el maldito balde y apagar el maldito fuego. Pero cuando sus muchachos comprendieron la idea se la comieron como… como alpiste.

—No creo que ese modismo sea el indicado —dice Garrett.

—Yo tampoco —dice Hatt—, pero ves a dónde quiero llegar.

—Veo.

—Fuimos la primer compañía del mundo en hacer un anillo en dos piezas semicirculares que puedes fundir alrededor de una pieza de equipamiento existente. Porque no hay nadie que quiera detener su operación y partirla por completo en piezas necesarias para meterle un condón mágico al final del tubo. La mayor parte de la industria opinó que era literalmente imposible, por culpa de la precisión. ¡Precisión! Mientras tanto, estoy viendo a Rajesh Vidyasagar y sus muchachos pronunciar conjuros de efectos de campo de reducción térmica con palos metidos en el lodo. Yo digo, le aplicas una espesa capa de los matemáticos más inteligentes del mundo a un problema como ese, y granito a granito… —Fastidiado, Hatt chasquea los dedos sin dar con el resto del dicho.

—¿Se forma la montaña? —adivina Garrett.

—Sí. Sólo tienes que venderles el asunto.

—¿Tienes que vender el problema a los matemáticos?

—Sí. Si quieres que piquen la carnada.

Conducen un rato en silencio. Señales para Sevenoaks, Crawley y Croydon suben y bajan. Hatt se relaja un poco, cambiando de posición, y luego se saca a sí mismo de ese estado cuando sobre el horizonte aparecen unos pocos coches moviéndose más lento que ellos. Los dejan atrás como un zumbido dejando un carril vacío entre medio. Tan rápido que ninguna de las partes consigue ver el número de la matrícula, ni siquiera pueden atisbar el fabricante del coche.

—Hablando de anillos mágicos —dice Hatt.

—Sí.

—¿Eres devoto?

—No mucho. Pues… no en el sentido usual.

—Porque suelo pasar mucho tiempo en la India y veo a muchos sijíes que llevan brazaletes como ese. —Hatt señala la muñeca de Garrett.

—¡Ah, este trasto! —Garrett lo alza. Es una delgada banda sólida, sin decoraciones.

—Lo llaman un kara —dice Hatt—. Pero no pensaba que fueras religioso. Para empezar, no te cubres la cabeza.

—No. ¡Ah! Ya veo por qué lo observas —dice Garrett.

—¡Porque si se trata de un anillo mágico eso significa que lo conseguiste de uno de nuestros competidores! ¡Ja ja! —Ed Hatt está bromeando pero a medias.

—Ja. No, es un aro magnético curativo. Es para mejorar la circulación.

—¿Cómo es eso? —Hatt rebuzna la pregunta a pesar de sí mismo.

—Mira, ¿sabes que el componente principal de la sangre es la hemoglobina? El campo magnético actúa sobre el átomo de hierro en la molécula de hemoglobina la cual se mueve con mayor libertad. Así reduce la inflamación y mejora mi sistema inmune. Algunos amigos tienen una fe ciega en ellos. Uno de ellos, lo lleva puesto desde hace, eh… ¿Puede que ya sean dieciséis años? Y nunca ha tenido alguna enfermedad seria. Cada tanto pesca un resfriado pero nunca le dura más que un día. Además acelera la migración de los iones de calcio, lo que ayuda a sanar con mayor rapidez los tejidos nerviosos y de los huesos. Tú sabes que me gusta surfear, sabes cuán grandes son los magullones por surfear. Mis magullones se me van así de fácil. Tendría que pasarte algo de la literatura. Es realmente sorprendente.

«… es ciencia de accidente automovilístico». Ed Hatt lucha contra su instinto para no decirle a Garrett que: 1) una molécula de hemoglobina contiene cuatro átomos de hierro, no uno, y que; 2) todo lo demás que acaba de decir también son puras patrañas. Hatt no puede tolerarlo. Se siente como si alguna clase de perniciosa espina clavada en el cuello lo obligara a responder con toda clase de sucia invectiva. Pero en una relación de negocios son contados los momentos en los que insultar directamente a un principal inversionista resulta ser la mejor idea.

En cambio, Hatt cambia de marcha e intenta responderle en sus mismos términos. Es difícil: las patrañas son para él un lenguaje oscuro, uno que no puede hablar con facilidad.

—¿Así que es algo como un amuleto de la buena suerte?

—Es un amuleto de la buena suerte —dice Garrett, asintiendo con afán.

—El próximo cruce es con la M3 —dice Hatt.

—¿Como dentro de media hora? —dice Garrett.

—No, más bien un cuarto. La vamos a pasar por encima, la marca se tiene que realizar en el medio de la autovía.

—Estaré preparado —dice Garrett, mostrando el cronómetro.

Hatt aguanta la respiración algunos segundos. Fortuna mediante, habrá conseguido cambiar de tema.

Garrett le pregunta:

—¿Eres devoto?

«Maldición». Ed Hatt frena un poco, una acción por reflejo. Helo aquí, al doble del límite permitido de velocidad y por completo fuera de su zona de confort. Mide sus palabras:

—La religión y yo no nos vemos cara a cara —dice—. Así que me mantengo tan lejos como puedo. Toda la industria está inundada de parásitos que intentan meter a la magia por la fuerza en la religión que sea que les guste más. Y nunca encaja adecuadamente. Darle el gusto a esas personas es siempre una pérdida de tiempo, así que los ignoro. No tenemos más remedio que usar la terminología, pero eso es así solamente porque la terminología quedó tallada en piedra antes de que yo pudiera tener voz y voto para acuñarla. Es sólo una mala marca de identidad. Y… pues, ¿sabes que hay constantes matemáticas fundamentales?

—Como pi.

—Y constantes físicas fundamentales.

—Como la constante de estructura fina.

—Y en la magia, hay constantes mágicas fundamentales. Que adquieren forma de sílabas pronunciadas.

—Como ra.

—Todo el mundo acepta que el universo está construido a partir de ciertas verdades —resume Hatt—. Yo simplemente no rindo pleitesía a esas verdades. Porque ¿qué sentido tiene? ¿Qué voy a ganar de ello? El universo está construido para ser desenmarañado. Al universo no lo construyó nadie. No se construyó para que algo se le haga. Pero mi sentido, el que he escogido para mí mismo, es: junta dinero, desenmaraña el universo. No en ese orden.

Garrett observa fijamente sobre su hombro un instante. Puede ver a más de un kilómetro hacia atrás.

—¿La policía? —pregunta Hatt, verificando los espejos.

—Mencionaste algo de arrancar las capas de porquería del universo —dice Garrett.

—En efecto.

—Hay un concepto en termodinámica —dice Garrett— que se llama la temperatura absoluta negativa. Pensarías que el cero absoluto en kelvins es la menor temperatura que un cuerpo puede tener, pero no es así. Es como si la escala de temperatura del universo se diera vuelta sobre sí misma en el infinito. Un cuerpo por debajo del cero absoluto se comporta como si estuviera más caliente que cualquier cuerpo de temperatura positiva. Es uno de los muchos ilógicos productos artificiales de la mecánica cuántica. Sólo puede ocurrir en muy inusuales casos extremos. Pero puede ocurrir.

»Desde luego, las leyes de la física no son así de estúpidas. No puedes robar una ilimitada energía térmica de esa manera. No es más que una rareza de la matemática.

Hatt no dice nada.

—Pero se puede robar la magia —continúa Garrett. Hay algo extraño en su tono de voz. No como una imitación. Más bien como si hubiera pasado toda la vida imitando a otra persona. Ahora está finalmente regresando a su normalidad. Y está hablando más deprisa de lo que suele hacer—: si sustraes todo el maná de un cuerpo en menos de una décima de un picosegundo, la densidad de energía de maná dentro del cuerpo se zambulle con tanta fuerza que durante un breve instante pasa a ser negativa. Lo que además es en principio imposible. Pero funciona. Requiere un conjuro como jamás hayas visto. Hasta ahora has estado usando magia como punto de apoyo, mediando entre distintas formas de energía. El calor desciende, la cinética asciende. Esto es diferente. Hay más energía allí que la que carga un ser humano vivo, más de la que puedan usar todos los humanos con vida que hay. Esto es lo que los tuyos han hallado.

—¿Cómo sabes todo eso? —resopla Hatt.

—Devi y Mitra han hallado una cosa muy importante. Ra es centralmente importante para eso. Tienes que continuar mirando en esa dirección. Aún no has visto a la magia verdadera.

—¿De qué estás hablando? Se suponía que ese experimento se estaba llevando a cabo en secreto. Hay unas seis personas en la compañía que están enteradas. No fue más que IyD, palos al aire…

—«El ensamblado se conectó a un anillo estándar de transducción eléctrica. El rayo atravesó dos paredes camino a tierra. Anil Devi sufrió quemaduras a lo largo de la cintura y antebrazos, Dinesh Mitra perdió temporalmente la vista. El principio de incendio no fue tan grande y pudo ser controlado. Ninguno de nosotros sabe con certeza cuánta fue la energía producida, porque todos los instrumentos quedaron fritos por el pulso electromagnético». No me mires a mí, Ed. No bajes la velocidad.

El autor de casi todas esas palabras fue el propio Hatt. Todo lo que consigue soltar es:

—¿Qué?

—He dicho, no bajes la velocidad. —Garrett sujeta el volante con una mano, dejando a Hatt en el carril exterior. Este movimiento y la última instrucción de Garrett son suficiente motivo para alarmarse profundamente, pero de momento Hatt obedece. En su espejo retrovisor, avista un par de destellantes faros delanteros. En el mismo carril. A menos de un kilómetro.

—¿Qué está pasando? —pregunta—. ¿Quién filtró la información? ¿Cómo lo averiguaste? ¿Quién nos está siguiendo?

—Nadie me filtró el experimento a mí —dice Garrett—. Yo te filtré el conjuro a ti. No va a funcionar por siempre. De hecho, dudo que vuelva a funcionar. Pero hay otros caminos que conducen hacia ese problema. Ra no es solamente una constante fundamental, es la constante fundamental más importante que existe. Hay energía ilimitada ahí abajo y para hallarla, tienes que hallar a Ra. Y te hará falta… ser… sutil.

—¿Qué carajos significa todo eso?

—Magia espacial, Ed. Kardashev uno.

Su seguidor está acercándose más rápido de lo que debería ser posible. Sin luces rojas y azules. Civil. A Hatt le encantaría saber qué es lo que está conduciendo.

Garrett sigue sin soltar el volante:

—Sácale ventaja —dice.

Hatt mira a Garrett a los ojos:

¿Por qué?

Transcurren tres cuartas parte de segundo. Ello es suficiente tiempo para que Hatt entienda que Martin Garrett no tiene una buena respuesta que darle. Garrett, se da cuenta Hatt, está loco. A la mente de Garrett la ocupa el enemigo de Hatt: la pseudociencia esquizofrénica paranoide.

Hatt decide que ya no quiere que este sujeto siga controlando su vehículo.

Garrett advierte cómo brota la decisión en los ojos de Hatt. Garrett reacciona más rápido. Tira de su lado del volante hacia abajo, con fuerza.

El 911 da un cimbronazo a la izquierda, pero sin chances de que cambie su dirección. El neumático delantero derecho derrapa por un instante y luego muerde el concreto al mismo tiempo que su homólogo trasero, y la mitad izquierda del coche se despega del suelo. El coche rueda en el aire, en una caída libre centrífuga de grandes fuerzas G.

—Dios mío… —Son las últimas palabras que pronuncia Edward Hatt.

Aterriza sobre su neumático izquierdo delantero y su faro delantero izquierdo, partiendo la puerta de Garrett por la mitad y enviando piezas de guardabarros y freno de disco al interior del compartimiento de pasajeros. Garrett queda aplastado en su asiento bajo un bollo de chapa y pintura. Fragmentos de parabrisas laceran garganta y ojos de Ed Hatt, pero el golpe del primer impacto ya le ha partido el cuello. Aún rodando, el Porsche arroja un rastro de vidrios rotos, paneles de chapa y órganos vitales de automóvil. Apenas le lleva unos segundos detenerse por completo, pero pareciera mucho más. El coche queda sobre sus ruedas, de cara a la isla de la carretera, babeando el último de sus fluidos vitales sobre las marcas de carril.

Hay unos instantes de silencio.

Ed Hatt está muerto. La tela de su asiento se tiñe de un saturado escarlata. Martin Garrett puede verlo con claridad. No puede quitar la mirada. La puerta del pasajero está casi doblada sobre él, aplastando su cabeza hacia atrás.

Garrett escupe unas pocas palabras. Se enciende un angosto y potente láser, debajo a la derecha, cerca de su cadera. Con cuidado, corta su cinturón de seguridad y continúa a través de uniones estratégicas de la chapa que lo tiene inmóvil, dejando un rastro de bordes incandescentes que se enfrían con rapidez. Sin que le importe el calor, empuja con una fuerza sobrehumana, obligando al remolino de metal a doblarse hacia arriba y adelante, esparciendo más vidrio de ventanilla sobre su falda y el capó.

Se escurre hacia el frío asfalto exterior, iluminado por faroles de sodio, y asume una postura defensiva por detrás del ex–coche, resoplando. A esta altura ya le han rescindido sus privilegios, algo que no hubiera ocurrido hasta que comenzara formalmente el enfrentamiento, por temor a que se diera cuenta. Sólo le queda la magia básica, las mismas reglas que el resto de las personas no tienen más remedio que seguir.

«¿A dónde se fue?».

Por encima de los restos del capó del Porsche atisba el coche perseguidor, un Testarossa negro medianoche, estacionado un buen trecho más allá sobre el carril del medio, luces parpadeantes de auxilio advirtiendo al tráfico inminente. Garrett entrecierra los ojos y apunta con el dedo al asiento del conductor, iluminándolo como con un reflector. El coche está vacío.

No hay tiempo suficiente para la reacción en la mente de Garrett y que se forme una palabra entera. Él ya sabe lo que sigue. Instantáneamente gira ciento ochenta grados, volviendo a activar el láser, concentrándolo en un punto tan diminuto e intenso como pueda salir.

¿Oh, te parece?

Exa bloquea el brazo de Garrett con el suyo. El láser no pudo haberle hecho ni cosquillas, pero no quiere darle a Garrett siquiera la simbólica victoria de acertar un ataque. En cambio, una larga quemadura marca el asfalto a su lado, emitiendo humo carcinogénico. Exa sujeta el brazo láser de Garrett y lo usa como palanca para lanzarlo por encima del hombro hacia la carretera, boca abajo. Hay un crac: los dedos de Garrett.

—Te agradecemos por tus servicios, Martin —dice Exa—: estás despedido.

—¿Por qué motivo?

—¿Oh, quieres todo el tedio de la cuestión? ¿Así queda bajo constancia? No hay problema. —Exa es el borde filoso de su organización, y se espera de él que mantenga la mente fría al movilizarse. Pero, por esta vez, deja entrever cierta ira personal—: Renegarse. Revelar profundos y oscuros secretos del universo a personas fuera del Grupo de la Rueda. Aprovecharse de una falla en el tejido de la magia. No informar esa falla por medio de los canales adecuados. ¡Tratar de despertar a Ra!

Garrett voltea su cuerpo. En su otra mano no hay nada: el encantamiento es invisible, no requiere de ningún hardware accesorio. Aun así, Exa puede ver con claridad el aura de maná de Garrett suministrando potencia, y los metadatos que se desprenden del encantamiento mismo. Si consigue liberarlo, podría efectivamente hacerle daño a Exa. Pero poco importa. La conversación se acabó.

Valiéndose de reflejos muy superiores a los de Garrett así como los de Garrett fueron muy superiores a los de Hatt, Exa lo aniquila. Garrett deja de existir, sus átomos componentes han transmutado a una espesa y húmeda nube de ozono, la que se disipa de inmediato. La escena del crimen queda totalmente estéril.

Exa suelta la contenida respiración. Da media vuelta y avanza con elegancia de regreso a su coche, aplastando esquirlas de vidrio bajo las suelas:

—Creo que ya terminamos —dice en voz alta.

—¿Qué hay de los científicos? —pregunta su controlador.

—El cabo ya está atado —responde Exa—. Se darán por vencidos y seguirán adelante. La muerte de Hatt es desafortunada. Pero creo que ya terminamos.

—¿Deseas resucitar a Hatt?

La duda lo detiene frente a la puerta del coche y echa un vistazo hacia atrás. El cuerpo encorvado de Hatt apenas puede verse en medio de la destrucción del automóvil. No demuestra expresión alguna. En su opinión profesional, el que Hatt viva o muera no tiene diferencia. Contempla arrojar una moneda. Y lo reconsidera.

—No quiero gastar ningún maná que no haga falta —dice—. De esta manera es más verosímil.

A medida que los primeros rezagados arriban a la escena del accidente, Exa arranca el motor. Conduce con facilidad esquivando la destrucción y se esfuma en la anónima distancia.

*

Hatt inhala y exhala. Inspirar es lo peor. El acto de inhalación le produce agudos y crujientes dolores en el pecho, cuello y pelvis. La exhalación es áspera pero más apagada a medida que los huesos y órganos regresan a su lugar, su efecto es más amplio pero no tan intenso. Se concentra en tomar cortas bocanadas de aire, para reducir el dolor al mínimo. Además se concentra en no mover cualquier otra parte de su cuerpo, ni siquiera para someterlo a prueba. Se da cuenta de que una gran parte de él se ha roto. Tiene la sospecha de conllevar daño cervical, y no se anima siquiera a abrir los ojos por miedo a quitar la cabeza de su posición y empeorar el asunto. No va a pronunciar palabra, pero tampoco ahorra esfuerzos en pensar «socorro» tan alto como puede. Presta atención a la aparición del sonido de sirenas, pero apenas si oye el pasar ocasional de un vehículo por la vía opuesta. Alguien viene, lo sabe. Lo espera. No va a soportar este nivel de dolor mucho tiempo más. «Aguanta un minuto por vez. Aguanta cinco segundos por vez. Adentro. Afuera.

»Me muero».

Hatt siente algo metálico en contacto con su muñeca izquierda, al igual que siente algo metálico en contacto con sus tobillos (ambos se han roto) y sus costillas (algunas fracturadas) y su antebrazo derecho (con severos cortes). Su muñeca se siente bien, pero no desea comprobarlo. Mantiene los ojos cerrados con fuerza porque ahora mismo no hay nada en el mundo que él quiera ver.

No se está muriendo. Más bien lo contrario. El objeto de metal en su muñeca es el aro medicinal de Garrett, que Garrett mismo puso allí a modo de último acto previo a abandonar el vehículo. El anillo está configurado a potencia mínima, perfil bajo, priorizando las condiciones médicas más severas, por ejemplo —para empezar—: la muerte. Su primer acto como doctor personal de Hatt fue restablecer la articulación de su cuello, un prerrequisito necesario para devolver la vida a su paciente. Ahora, muy lentamente, ha comenzado a trabajar sobre sus ojos. No hay doctor humano en el mundo capaz de sanar los ojos de Hatt, pero para cuando llega la ambulancia ya no hay evidencia de laceraciones, ni recientes ni duraderas.

La recuperación general de Hatt no será milagrosa, pero sin duda impresionantemente veloz. No va a poder dejar de pensar en las cosas que Garrett le dijo. «Amuleto de la buena suerte». «Sanar con mayor rapidez».

«Energía ilimitada».

Hatt es impaciente. Lo motivan los resultados, sin capacidad para tolerar las patrañas.

¿Homicidio culposo vehicular? No hace falta una tropa de abogados para probar que en ausencia del cadáver de Martin Garrett, este tuvo que: 1) salir caminando con vida del lugar del accidente o bien, 2) nunca haber estado en el vehículo en primer lugar. Con apropiado énfasis en las circunstancias atenuantes (licencia sin antecedentes, negativo en narcóticos o alcohol, serias lesiones personales), Hatt evita el trámite judicial a cambio de una pena por conducción peligrosa: una pesada multa y prohibición por varios años. Contrata a un chofer.

En cuanto a los profundos, oscuros secretos del universo: a un año del día del accidente, Hatt cercena toda relación con él. Resuelve que la idea número dos bien podría ser la verdad del asunto, en vista de todos los resultados concretos que salieron de los oníricos comentarios de Garrett. No puede duplicarse el accidente del rayo eléctrico. La sílaba Ra tiene, si es que algo tiene, menor significado que cualquier otra. El kara que Hatt heredó no es más que un brazalete sólido de renio que, bien vale admitirlo, tiene un valor extremadamente alto pero sin propiedades mágicas que puedan detectarse. Hatt no se lo quita, de todos modos. Efecto placebo o no, pareciera brindarle energía.

Se da cuenta de que hay cosas más importantes compitiendo por estar presentes en esta parte de su vida, y deja que capturen su atención. Renuncia a la idea de averiguar alguna vez qué diablos le sucedió a Martin Garrett. Avanza a su siguiente capítulo.

 

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