Laura y Natalie Ferno están sumergidas en una infernal luz roja por debajo de lo que bien podría ser un millón de toneladas de magma. Su mundo apenas abarca más espacio que un par de ataúdes. El sonido que el magma produce es extraño, más un crujir que un retumbar. Es un sonido penetrante y desagradable.
Su campo compartido de fuerza multiplicado produce una efervescencia al soportar la carga, agotando las reservas de maná de Laura para mantener su integridad estructural. El escudo solamente permite pasar la luz visible —el único motivo por el que la irradiación de calor no las ha incinerado vivas—. Se les está acabando el aire.
Unas ocho inhalaciones para cada una.
—Laura —susurra Nat. Su voz hace un raro eco dentro del pequeño espacio cerrado—. Tienes que hacer algo. Ya no me queda maná y a ti se te está acabando. Tienes que hacer algo ahora.
—No puedo… no me sé ningún conjuro que nos pueda sacar de aquí. —Laura se pregunta por qué Natalie habla tan despacio. Se da cuenta de que es para conservar el oxígeno. Ya tienen que haber usado la mitad por lo menos. La luz rojo–anaranjada satura la conciencia de Laura: no la puede ignorar, ni con los ojos cerrados. No puede pensar.
—Entonces escribamos uno —dice Natalie con suavidad.
—No tenemos tiempo —dice Laura. Ella sabe que nadie puede improvisar magia. No en pocos segundos, ni siquiera con pocos minutos.
—Entonces construye una máquina de rayos —dice Natalie. No dice nada más. Ya exhaló hasta el final y está tratando de no respirar.
El mundo se sacude. El magma las cubre, empujándolas en otra dirección. ¿El conjuro de Benj continúa actuando en cascada? Laura se quita el mediador de Veblen de la muñeca y mueve su gargantilla en rededor hasta encontrar el par indicado de puntos conductores. Desde luego, ese sueño compartido entre magos es muy peligroso. Podrían morirse allí. O morirse aquí mientras estén allí. Pero la velocidad del tiempo en el sueño es diferente. No así más lenta sino… transcurriendo en otra dirección. Ella inhala, cierra los ojos, y templa su mente. Tarda un largo momento en llegar allí. Dentro del anillo de plata que aprieta su puño, el símbolo del triple diamante de Dehlavi se ilumina.
En su sueño Laura está amarrada al asiento de la Especialista de Misión Elaine L. Barry, el asiento trasero izquierdo de la cabina de control del Transbordador Espacial Atlantis, faltando cuatro minutos y un segundo en el cronómetro de lanzamiento. Por lo tanto son obviamente las 10:02 hora del este del 17 de diciembre de 1993, diez minutos antes del Desastre. Desde luego que aquí es donde se encuentra, y desde luego que ahora es cuando. Incluso sin haber tenido uno así antes, no podía haber otro lugar en el que pudiera estar.
Hay seis asientos más, cada uno lo ocupa un hombre en traje espacial y casco burbuja idéntico al que lleva puesto Laura:
—Hay hielo en el TE —les grita. Ella no tiene suficiente control de la misión como para anularla directamente, pero por lo menos puede dar el alerta al Comandante de la Misión, el Coronel Michael Wilcott de la USAF, fila del frente a la derecha. Forcejea con el arnés de su asiento, pero está atascado. Su casco es a prueba de sonido. Cada tanto, el Especialista de Misión Kevin Hope, en el asiento contiguo, se inclina y le dice unas palabras. Ella lo mira con ojos desbocados—. Hay hielo en el TE. Todavía no se encienden los CIS. Estamos a tiempo de cancelar el lanzamiento. Se van a morir. —Nadie presta atención a sus advertencias. No hay un solo instrumento que ofrezca la más mínima impresión de que algo vaya mal.
La misión comienza con una aceleración fuerte, constante, como siendo aplastados bajo el talón de un gigante. A los 45 segundos, se produce un petrificante bandazo hacia un lado al momento en que estallan el primer y el segundo MPTS, con diferencia de milisegundos uno del otro. No se profiere insulto alguno cuando ello sucede; de hecho, casi que no hay reacción involuntaria. A los astronautas se los entrena para que les sea muy, muy difícil quedar en desconcierto. El Control de la Misión envía el comando «Abortar RSLS» casi de inmediato. El piloto, Soichi Noguchi, confirma y sin sobresalto cambia el curso del plan de vuelo. Transcurre un minuto entero de cuidadosa preparación antes de que los CIS se desconecten y comience la secuencia de interrupción, y ese minuto es demasiado largo. En la cabina reina una gélida calma, casi sobrenatural. Para cuando el último motor expira (otro pum, otro bandazo) Laura ha tenido tiempo suficiente para atravesar la negación y la ira hasta la aceptación.
Noguchi está forcejeando con los controles de actitud, por entero sin tener éxito. Laura se pregunta por qué. No hay nada que pueda hacer para salvar la misión, y lo sabe mejor que nadie. PDCV: Pérdida De Control y Vehículo. La nave se sacude como calcetín en secarropas, habiendo ya perdido su envolvente de vuelo. Kevin Hope, en el asiento de al lado, extiende su mano. Laura la toma.
Y luego suena un clonc más apagado, tan suave que no lo hubiera notado si no estuviese esperándolo. Y a través de la ventana centroderecha, Laura ve a una mujer. Como un lagarto, se extiende a lo ancho de la nariz cónica: una mano sobre el cristal de la ventana centroizquierda y la otra extendida hacia atrás, sosteniendo una vara mágica por un extremo. Está purgando maná como un volcán, tanto como para que a Laura le duelan los ojos al mirarla. Todo el mundo la observa. Hay una fracción de segundo durante el cual ella tiene la atención de toda la tripulación.
Y la fracción se prolonga y se congela. Laura enfoca la mirada. No es quien pensaba.
—¿Nat?
Nat la saluda:
—Des–pier–ta —articula con la boca.
La perspectiva de Laura cambia. Está totalmente recostada contra la piedra fría, en un cuarto tan amplio como la entrada de una estación de servicio pero tan alto como el hueco de un ascensor. En suspensión, sobre su cabeza, orientado hacia abajo como una exhibición del Museo Smithsoniano, se encuentra el sueño que estaba teniendo: Atlantis en el instante previo a su destrucción. Su nariz apunta hacia abajo a treinta o cuarenta grados y el grueso tanque externo color óxido está conectado a su vientre cual capullo de seda que porta una araña materna. Puede ver un rastro estático de combustible líquido brotando de los motores arruinados de la máquina hacia el techo. Puede ver directamente el interior de la ventana de la cabina. Puede ver a Noguchi y a Wilcott en sus asientos.
Nat está arrodillada a su lado, ayudándola a levantarse:
—¿Tú construiste esto?
Laura recobra la compostura. El cuarto está bien iluminado, hecho de arenisca, refinado y moderno, como un castillo medieval que se hubiera terminado de construir ayer mismo. Tal y como se lo imaginó.
—Me cuesta dormir bien —recuerda—. Estamos en el mundo de Tanako. He venido tan seguido que me acostumbré a este lugar. Y luego empecé a… poner cosas aquí. A buen recaudo. Y luego construí una cosa para guardar todo dentro, para que esté todo bien cuidado. Para poder encontrarlo otra vez al regresar. Ideas, quiero decir. Estamos dormidas, así que las ideas y los recuerdos y las cosas son la misma cosa. Así que esto encima nuestro es lo que representa este evento. En mi cabeza.
—Memoria externa. —Natalie mira hacia arriba—. Un palacio de la memoria. No es insólito. —Y luego frunce el ceño. Debajo del Atlantis, pero aún por encima del nivel de sus cabezas, está su madre, volando. Atrapada en un instante de movimiento extremo, las rodillas bien metidas hacia dentro, los brazos arrojados hacia atrás, su cabellera arrojada hacia atrás, la vara mágica orientada horizontalmente a través de sus omóplatos. Ella también esta cabeza abajo y sin moverse, pero está claro que se encuentra a punto de igualar velocidades y aterrizar sobre la nariz cónica del Atlantis… a menos que yerre en la estimación y termine hecha polvo.
—Yo… yo pienso mucho en eso —dice Laura.
Nat no dice nada.
Laura la toma por el brazo. La escolta hacia fuera del cuarto Atlantis y a lo largo de un espagueti enredado de sinuosos pasillos, que eventualmente las expulsa hacia fuera, a un muro defensivo. Visto por fuera, el palacio de memoria de Laura es un castillo a medio construir, intrincado, confuso en parte por el andamiaje transparente, rematado en punta en su centro por una aguja infinitamente alta y delgada. La muralla a su alrededor forma una estrella de cinco puntas con bastiones puntiagudos. En el exterior el mundo es tan oscuro como suele serlo: llanuras de vidrio agrietado esparciéndose en todas las direcciones cardinales. No hay Sol; el castillo está iluminado con antorchas. Por encima, en el cielo cuelga una Vía Láctea de tres puntas. El viento silba en sus oídos, sin nada que pueda frenarlo.
En simultáneo se les ocurre la idea y de ambas brotan ropas más abrigadas. El diseño de Laura es grueso, apagado y negro, con caperuza y bufanda. El de Natalie es azul y verde y peludo, con guantes pesados. Al notar la idea de su hermana, Nat también le añade capucha. Laura, a posteriori, añade un conjunto de brazaletes mágicos en un brazo y una ornada vara mágica tan larga como una lanza.
El mundo de Tanako es técnicamente una pesadilla. Pero el sonido todavía no es audible.
Muy allá a la distancia, quizás a unos cinco kilómetros si es que eso resultara en alguna medida relevante, Laura puede ver la grieta del Krallafjöll. Sobresale del terreno como si las crestas espinales de un monstruo serpentino trataran de surgir desde abajo. Ella puede ver que el surco se ha abierto, y un remolino de material naranja y negro ha brotado violentamente de él. Puede verlo por completo, como un inmóvil y pequeño diorama puesto en una caja visto a través de un orificio. «Tiene que ser la imagen mental compartida de ambas de lo que acaba de suceder —ella decide—. O sea, de lo que está sucediendo ahora mismo».
—¿Qué está haciendo? —pregunta Laura.
El silencio extremadamente largo y pensativo de Nat dice más que cualquier respuesta oral. Finalmente, ella conjetura:
—Él ha logrado conjurar un quine, un conjuro que se enuncia a sí mismo. Que ahora está conjurándose sin su ayuda. Suele usar el Nombre de ennee: es lo que usó para la primera conjuración. Pero a partir de la segunda conjuración se usó otro Nombre: ra. No creo que ese sea uno de sus Alternativos. —Dos cachos de pintura verdosa caen de su boca. Se los limpia, confundida por un instante—. Ennee. Ra. Hay distinción de uso/mención. Ya veo.
—La magia no funciona aquí —explica Laura—. Nada más sale en forma de colores.
—Su conjuro está usando las reservas de maná natural del Krallafjöll —dice Natalie—. El consumo de energía está ascendiendo en progresión geométrica. Una vez que desangre el surco hasta vaciarlo, quizás pueda extraer maná desde otros puntos de amplificación en alguna parte de la dorsal mesoatlántica. Con tamaña energía podría llegar a producir una erupción a gran escala.
—… estás diciendo que aún no ha llegado a hacer eso —se da cuenta Laura—. Estamos a tiempo de suspenderlo.
Ambas han sido educadas acerca de las consecuencias de una erupción de volcán fisural. De mayor preocupación que el peligro inmediato físico para Blönflói —flujo de lava, cenizas, emanaciones nocivas y así sucesivamente— es el peligro ambiental, que en potencia sería de alcance global. La mortandad resultante, en palabras de Tómas Einarsson, estaría «en algún punto entre cero y toda la población del mundo».
Lo que está diciendo Natalie es que sobrevivir los próximos diez minutos es su segunda prioridad.
—Me sé exactamente un conjuro —continúa Nat—. Y eso es todo. Así que, ¿qué tienes tú?
—¿Qué hay de eset?
—De acuerdo, me sé dos conjuros.
—¿Y uum?
Natalie no dice nada.
—… ¿no te sabes uum?
—Lo que yo hago es teoría, Laura. Cálculo de vectores y teoría de anillos.
Laura pone los ojos en blanco. Prueba algunas sílabas mágicas de su autoría:
—A al anh a'u ay. —Atrapa cada bola de pintura de colores primarios que brota de su boca, y las suelta al aire. Forman una fila ordenada por color, apenas por encima de sus cabezas—. Esto es lo que tengo. Puedes decirme cómo rellenar los huecos a partir de la teoría. No puedes conjurar, así que…
—Sí puedo conjurar.
—De acuerdo. ¿Puedes pintar?
Podría ser por la lógica de los sueños y la velocidad del sueño que se entrometen con su percepción, pero a Laura le parece que culminan sus pinturas muy rápido. Natalie aprende deprisa. Comenzando por lo que es evidentemente un conocimiento esquelético de la sintaxis y estructura de los conjuros, al cabo de pocas horas (¿?) ya está mezclando colores nuevos de su autoría, pero ofreciendo un arsenal de resultados densamente teoréticos de los que Laura obtiene nuevas ideas. Sus exactas soluciones de campo son fundamentales, a menudo muy arcanas y complejas como para que Laura las termine de entender. La comprensión total es condición necesaria para conseguir una buena conjuración, de modo que se ven obligadas a dejar esos resultados de lado y buscar otros más simples.
Transcurrida una cantidad X de tiempo, acaso tras algunos latidos del corazón, finalizan su montaje. Han resuelto cuatro conjuros, lo que les brinda ciertas opciones. Diagraman algunos planes de acción. Luego se acercan al borde de la muralla de defensa, de cara al surco a la distancia. Nat se sienta en el muro en posición de loto, doblando sus manos sobre su falda y tornándose un grueso manojo de túnicas. Laura se pasea inquieta, jugueteando con sus alhajas y su vara. No puede obligarse a estar sentada.
Ya no queda preparación útil que puedan realizar. Ya no hay nada más que hacer salvo angustiarse.
—Para dejarlo en claro —le dice Laura a su hermana—: probablemente vayamos a morir a pesar de todo. Nadie nos va a despertar de esto, lo que significa que estaremos aquí hasta que el sueño finalice por naturaleza. Mi escudo aún está ahí fuera —señala al surco— quedándose sin maná y cuando de hecho se acabe va a implosionar y un millón de toneladas de roca al rojo vivo se nos caerá encima y vamos a morir instantáneamente. No va a quedar nada que enterrar, nadie nos encontrará ni los dientes. Y si a pesar de ello consigue durar tiempo suficiente, lo que nos va a despertar será el reflejo de asfixia, porque nos vamos a quedar sin oxígeno. Así que me voy a despertar sofocándome hasta la muerte, y mientras me sofoco hasta la muerte tendré que salvarnos a ambas, y/o al poblado, y/o al mundo entero.
—No habrá problemas —dice Natalie.
—¡Y me gustaría saber cómo justificas esa afirmación! Lo estás diciendo para calmarme y… y darme ánimos pero yo… ¡De hecho, me gustaría saber en qué se basa ese comportamiento sereno que me estás mostrando! ¿Soy acaso la única persona que conozco que es lo suficientemente humana como para perder el control frente a un peligro que amenaza con terminar la vida? ¿De amenazar a la vida entera? ¿Soy la única persona que tiene el buen sentido de entrar en pánico?
—¿Si entro en pánico te servirá de algo? —pregunta Natalie.
Laura hace girar su vara de mala gana:
—Podría.
—No estás asustada —le informa Natalie, sin darse la vuelta—. Nada más te molesta que yo tampoco esté asustada.
—Me molesta porque no quiero morirme.
—¿Por qué no?
Esa pregunta deja pasmada a Laura. Hay siete reacciones completamente distintas que hacen colisión en su cabeza, y es incapaz de formular ninguna de ellas.
Hay un murmullo distante, como de hojas caídas, pero que no se detiene. Suena una especie de ruido mecánico, como un crujir de piedras. Kkkhhhhhhh.
Laura busca en su mente, intentando detectar procesos mentales atrofiados que se manifiesten por falta de oxígeno. Inhala una vez y luego exhala. No puede sentir nada:
—Me preocupa Benj —dice—. ¿Te acuerdas de aquel accidente que tuvimos en clase? No estabas pero supiste de ello, ¿no? Cuanto menos te cansaste de oír mis quejas por todo el papeleo interminable que tuve que completar, ¿no? La última vez, cuando estuvimos en el sueño… quisimos encontrarlo. Pero no podíamos. Se estaba escapando. No quería que lo encontráramos. Así que… así que hicimos otro Benj y lo trajimos. Era la lógica del sueño. Así que ¿quién…?
—¿Ese es tuyo? —le pregunta Natalie, de golpe. Laura la mira y luego observa en la dirección que está señalando. Hay algo más en el mundo de vidrio. Si el surco del Krallafjöll se encuentra al norte, entonces hacia el este se ve otro castillo, a kilómetros de allí, en un horizonte distinto. Tiene aspecto de ciudadela, considerablemente mejor fortificado que el de Laura. Es aún más oscuro que el cielo que hay por detrás. Tiene la apariencia de un Ministerio de Mil Novecientos Ochenta y Cuatro.
Laura sabe que muchos magos tienen este sueño. ¿Significa que están compartiendo el espacio?
—No, no es mío.
Natalie se desenrosca y da un pequeño salto hacia el vacío… una caída tan elevada sobre vidrio sólido que en la vida real mataría a cualquiera:
—Creo que nos queda tiempo. Voy a echar un vistazo.
—Espera. ¿Qué hacemos si despertamos? —le grita Laura.
—Entonces despertaremos.
En la cabeza de Laura hay algo diciéndole que no deberían separarse, pero algo más en otra parte de su cabeza le está diciendo que no sabe por qué creer que fuera así. No quiere decir nada de lo que no está segura y así observa a Natalie centellear a lo largo del camino hacia el castillo ajeno, omitiendo espacio de la misma regular manera con la que han estado franqueando al tiempo. Reordena sus prendas, ajustándolas para sentirse más cómoda. Luego experimenta con su nueva vara de tres metros de largo. Es una pieza de hardware de vanguardia: más que una herramienta es una excedida pieza de joyería, algo sacado de la última página de un catálogo demasiado exclusivo como para además incluir los precios. Dos veces más ornamental de lo que su función requiere. De una sola pieza, para conseguir una mejor cohesión estructural y una portabilidad drásticamente reducida, su longitud —√3 veces de lo usual— le otorga propiedades de rendimiento harmónico que la hacen valer su peso en oro. Es un deseo cumplido, igual de práctico para su uso diario como lo sería un coche Fórmula Uno. Y como es Laura quien desea, lo ha hecho de mercurio. Si no fuera porque es un líquido venenoso a temperatura ambiente, el mercurio sería por lejos el metal mágico más útil de todos.
«Despertar. Ponerse a resguardo. Detener la erupción. En ningún orden en particular». Laura mira su reloj pulsera; desde luego, está en blanco.
—Me hace falta más información —se dice a sí misma. Fuera, en el horizonte, observa la brillante chispa blanca que indica su imagen mental de Benj.
El ruido es cada vez más fuerte. La pesadilla está por comenzar.