La policía local suele decir que «Nottingham ya tiene suficientes clubs y pubs». Si quisieras darte la vuelta por todos y cada uno de ellos pasarías un año al trote antes de poner el pie en algún establecimiento a kilómetro y medio del centro de la ciudad. Elige un viernes o un sábado, cualquier viernes o sábado del año: los locales estarán repletos y las calles rebosando de gente en sus atavíos de noche bien ajustados y elaborados con esmero. Ya casi es Navidad pero la temporada invernal no ha incrementado el número promedio de capas de ropa. Extensas luminarias multicolores decoran los callejones y las calles más estrechas: adornos amarillos y estrellas carmesí y blancos copos de nieve de —inexplicablemente— cuatro puntas. La luz naranja se derrama sobre las calles desde el interior de los pubs. El tranvía, iluminado por faroles, corre a lo largo sonando las campanas para alertar a los gentíos, que dan tropiezos al salirse de su camino. Oficiales en auto y camioneta y vistiendo chalecos fluorescentes de alta visibilidad montan una gran presencia, de manera preventiva, en las calles habituales. A decir verdad, reina la calma.
Laura Ferno y sus tres compatriotas —y tal es como ella las considera, ella más tres, en su mente no cabe duda alguna de quién es la primera entre sus pares— deambulan por la plaza Square hacia el Iris, embriagadas de vodka–con–vodka, aisladas del frío en gran medida gracias a los efectos invisibles del alcohol. Tienen un dicho: «Bebérselo hasta el final». El final de qué exactamente queda sujeto a la interpretación, pero en este caso pareciera ser «de la vida».
Laura es la más baja y más sombría y más lista de las cuatro. «¡Eres tan brillante!» le dicen Diane y Sandra, todo el tiempo. Ella lo niega, e intenta no demostrarlo. Sin embargo la delatan sus amplias polisílabas. Diane es sarcástica e insufrible cuando no se la maneja con la mayor de las calmas, y dulce y adorable cuando ella desea algo. Sandra es la mayor, y es práctica y maternal y excedida de peso. Prefiere la cerveza, para la cual posee una gran tolerancia. Natalie es la hermana gemela de Laura. Son prácticamente idénticas. O, dicho de otro modo, no son idénticas. Natalie es un poco más reservada, y eso es todo. Las cuatro son estudiantes en los confines más distantes del país, pero por esta noche y algunos días más están todas de regreso en la ciudad, y la están enviciando.
El fluorescente letrero del Iris baña de luz a una francamente disparatada hilera de personas, a la entrada del local. A cada paso se deja ver aún más gente en la fila:
—¡No termina nunca! —dice Sandra—. Va a ser Navidad y nosotras esperando todavía.
—¿Cuánto cuesta entrar? —pregunta Laura.
—Cinco con cincuenta —dicen otras dos al unísono.
Laura revuelve en su bolso:
—Tengo que ir de nuevo a buscar efectivo.
—¿Cuánto sacaste la última vez? —pregunta Diane—. ¿Uno de cinco? ¿Acaso encontraste (¡permiso, permiso!) el único cajero automático de la ciudad que suelta billetes de a cinco?
—Te lo pago yo —dice Natalie—. Puedes conseguirme un trago una vez que estemos dentro.
—No no no. No puedo, no tengo efectivo.
—¡Pues págalo con tarjeta!
—Yo… después de todo, ¿para qué vamos al Iris? Es un lugar pésimo y no se puede ver nada y es tan caro. Es tan caro.
Sandra explica:
—Porque la música es buena, y hay baile, es el primer día del amigo de Diane tras la barra y puede que nos dé un descuento.
—Pues yo ni lo conozco, y además detesto el Iris.
—¡No ha lugar! —A Laura la arrastran varios brazos hacia el frente.
—¡Si no puedo objetar no voy a hacer la fila! ¡Si… si me arrastran hasta allí ni voy a pagar! Si alguien me cubre el precio de la entrada no voy a beber un trago y si alguien me compra un trago aun así no voy a beber. En serio, estoy tratando de (¡oye!) ponerle un tope a mis gastos en ocio. Una sola visita al cajero por salida, nada de tarjetas…
—¡Vamos!
—Vamos, son sólo… —Natalie voltea a mirar el enorme reloj con vista a la plaza—. Casi la una. Dentro de cinco.
—Hay un autobús a la una. Voy a intentar subirme al autobús de la una. Me voy. ¡Cuídense! —Tras unos abrazos dados a las apuradas, Laura pronto consigue despegarse y salir renqueando de allí.
Tarda un poco en cruzar el Square porque sus zapatos están hechos para verse bien a cambio de confort, conveniencia, durabilidad, movilidad, precio, etcétera. Su pareja nunca quiso saber cuánto costaron y, a pesar de ello, como en un accidente automovilístico o una sangrienta película de suspenso, no puede dejar de mirar cada vez que le revela la espantosa verdad. (¿Y a dónde se ha ido ahora? A otra ciudad, se ha quedado con su familia para la Navidad. Posiblemente esté con sus amigos embriagado hasta los sesos, o, a esta altura, en la cama junto a la mitad de una ruinosa pizza del Exchange —enfriándose— tomando carrera hacia la resaca matutina).
Faltan sesenta segundos para la una y a ella le faltan un largo zig y luego un zag para alcanzar la cima de la colina donde está la parada del autobús, pero por suerte hay un atajo, un callejón estrecho y de empinados escalones —por costumbre bien iluminado y acogedor— que recorta la esquina del triángulo, así que ella va por ahí. Está bien iluminado porque el Slouch queda a la mitad del camino, normalmente repleto de gente. Pero ella se acuerda, demasiado tarde: el Slouch cerró hace un par de semanas porque alguna estúpida anduvo drogándose y casi se muere dentro de las instalaciones. Lo abrirán de nuevo, pero antes hay que cumplir con ciertos requisitos legales. Mientras tanto y por ahora, se trata de un corredor oscuro y vacío.
Un dúo da vuelta a la esquina y desciende los escalones:
—¡Con permiso! —canta ella, moviéndose a un costado para escurrirse. Ellos no se mueven. Qué fastidio. Uno de ellos mete la mano en su chaqueta. El otro ya tiene ambas manos libres.
—Ésa —se oye proferir a un tercer hombre, unos pasos por detrás de ella.
Mierda.
Estaría bueno decir que en este momento todo el alcohol que hay en el sistema de Laura Ferno la abandona y que ella adquiere una claridad cristalina, como un láser, y que todo lo que enseguida sucede lo hace en cámara lenta. Pero, a pesar de ir armada, está más borracha que un barril.
Un breve paréntesis para elaborar lo que ella lleva puesto: la palabra clave aquí es «anillos». Ya se ha hecho un comentario acerca de sus zapatos de alto taco y baja practicidad. Sus calzas negras, pollera negra y blusa negra no tienen importancia. Alrededor de su cuello, sin embargo, descansa cómodamente una gargantilla de plata muy fina hecha de treinta y siete componentes, cada uno de un único y alargado contorno tridimensional de plata entrelazado con el siguiente por medio de un hilo conductor; todo eso es mucho más relevante. Grandes círculos de plata decoran sus orejas por medio de contornos igualmente complejos. Cuelgan de su muñeca izquierda cuatro brazaletes de plata y uno de oro, todos de tamaño distinto, cada uno hecho a medida por un artesano diferente, pero grabados con el mismo diseño repetido y entrelazado, similar a la escritura coreana y sin que por ello tenga sentido en ningún idioma humano. Los cinco brazaletes son independientes, pero se amplifican el uno al otro. En su muñeca derecha hay tres más, siendo éstos objetos comunes que se consiguen «listos para su uso», aunque tal uso sea especializado y extremadamente caro y oculto. Estos tres están entrelazados y (por motivos que resultarán evidentes) interactúan entre sí de útiles maneras. En su dedo índice izquierdo, su pulgar izquierdo y dedo medio izquierdo, hay tres anillos con diseños similares pero más pequeños, que controlan a los brazaletes de su mano derecha. En su dedo anular izquierdo no hay nada (pero —¡ah!— algún día). En su índice derecho no hay anillos, pero se puede ver un intrincado diseño tatuado que rodea la base del dedo en el lugar que se posaría un anillo.
Tal es el recuento completo, salvo lo que está escondido en su bolso. Los tres matones —no, cuatro matones— no son magos. No se han dado cuenta de que Laura Ferno está erizada a simple vista de armamento táumico. Aun si llevara nada más que el tatuaje todo esto hubiera sido ya una mala idea.
Laura da media vuelta lo más rápido que puede esperarse, dadas las circunstancias y dado el contenido alcohólico de las seis horas precedentes. La linterna Maglite del Matón Tres, de las que llevan cuatro pilas «D», le acierta en la frente con un golpe que suena a percusión de cocos, y ella chilla y cae a tierra. Rueda y resopla por el dolor por un instante o dos. Se le cae el bolso y se lo patean escalera abajo. Hasta ahí la escena transcurre como los matones habían anticipado. Luego Laura, teniendo tiempo suficiente como para recordar su frase de emergencia, pronuncia unas pocas sílabas.
—¡Dulaku surutai jiha, veinte u eme!
Arroja su mano derecha hacia sus atacantes, quienes se estremecen de un ardiente dolor a medida que grandes cantidades de radiación —del espectro rojo fuerte y microondas— los bañan como agua salida de una manguera de bomberos. El foco térmico es invisible, pero se siente inmediatamente sobre el rostro y la piel. El primero al que golpea se retuerce por instinto, las manos sobre la cara, su barata chaqueta de plástico burbujeando y empezando a derretirse por partes. Se escabulle bajando los escalones de la galería hacia la plaza. El que tiene el Maglite recibe la energía térmica directamente en la cara y se arroja hacia atrás contra la pared, cubriéndose los ojos. El tercero se agacha con una sorprendente velocidad.
Y el cuarto lo vio venir. Se escuda la cabeza con su gruesa chaqueta de cuero y tambalea hacia el frente, hacia ella, desviándole la mano hacia arriba, a salvo. Los cabellos de Laura comienzan a arder y la pared a chamuscarse. Pero antes que él pueda tomarla por la otra mano (y que se le prenda fuego el pelo) Laura ya ha conseguido pronunciar «¡Kafa'u seis ka dulaku!» y una cantidad de momento lineal ha brotado de esa mano como un puño dirigido a su esternón, lanzándolo hacia arriba y hacia atrás contra la pared y a lo largo de ella, expulsado hacia la calle. Aunque el autobús consiga esquivarlo se va a quebrar una pierna o dos. No regresará.
—¡Sujétenle los brazos! —grita el Tres, pero ya no queda nadie en juego. Se abalanza hacia ella desde abajo y retiene su mano derecha contra la pared, apuntando esta vez hacia abajo. Pero el Tres es demasiado lento como para tomarla de la mano izquierda… ¿Quizás crea que le es necesario enunciar de nuevo el conjuro entero para utilizarlo una segunda vez?
—¡Sedo! —dice ella, y otro pistón invisible golpea al Tres contra la pared más lejana de la galería. Varias partes de su cuerpo hacen CRACK, y también varias partes del cuerpo del Dos, que se encontraba hecho un ovillo en el suelo detrás suyo. El Tres cae desde la pared como un muñeco de trapo y rueda escalones abajo. Laura consigue hacer pie y recostarse contra la pared—. Thono —dice, lo que apaga su lanza termal. Ya se acabó.
El alcohol y la comida rápida que iniciaron la velada se arremolinan en su vientre, y lanza una gran parte de todo eso sobre los escalones. Con lo que se siente mucho mejor, de momento; luego su cerebro se despeja lo suficiente como para procesar todo lo que casi acaba de ocurrir.
No hay latiguillo de película taquillera.
De golpe advierte que el Dos aún se mueve, arrastrándose escalera arriba hacia ella. Pero se mueve despacio. No puede ver… su rostro está visiblemente chamuscado. Laura chilla y sube un escalón, quitando sus pies del alcance del Dos. Hay algo borroso y primitivo que caldea por delante de su cerebro, solicitando que lo patee en la cabeza mientras está indefenso, o que se la vuele con otro impulso cinético. «¡Aplástalo, mata a esa araña!». Pero reprime ese instinto por un instante, lo suficiente como para ponerse de pie. Parada a unos escalones más allá de la patética y quemada criatura, un componente menos impulsivo de su psique empapada de vodka consigue tomar el control. En cambio le dice: «Sal de ahí». Se tambalea hacia atrás y corre escalera arriba, hacia las luminarias y los autobuses.
CCTV, he ahí el por qué.
Con torpeza sube los últimos escalones y sale a la calle. Ya asoman varias cabezas curiosas mirándola desde arriba, indagando el motivo por el cual un hombre fuese arrojado en medio del tránsito. Un par de oficiales de policía se apresuran a interceptarla, uno de ellos comunicando detalles por radio.
—Necesito ayuda —explica Laura, tambaleándose—. Eh…
—¡Calma, calma! —dice un hombre, atajándola antes de que tropiece hacia el pavimento. Es un conductor de autobús, muy alto y mucho más viejo y de aspecto amigable. Consigue ponerla de pie—. Calma. ¿Qué cuernos acaba de ocurrir?
—Creo que unos sujetos me han atacado —dice Laura Ferno. Siente un dolor que le aguijonea el estómago, y tiembla—. Tengo que sentarme. —El hombre la ayuda a ponerse al abrigo de la parada de autobús, pero solamente hay incómodos anti–asientos, poco más que tablas horizontales. Lo mejor que puede hacer Laura es sostenerse de uno.
«Uno de ellos se ha escapado. El de la linterna… aún está allí. Pero no puede ver. No se habrá ido muy lejos. Eso espero. Uno de ellos —mira alrededor a través de la rayada lámina de plástico de la parada y enfoca al otro lado de la calle— es un montón de matón en el desagüe. Puede que esté respirando. No me importa. Y el del cuchillo se ha convertido en empapelado.
»Cierto —piensa Laura Ferno—. Sus manos estaban libres porque había sujetado algo. Y luego ya no sujetaba nada más; pudo haberme tomado por ambos brazos…
»Pero solamente usó… Usó sólo una mano…».
Muy lejos al final de la calle, una sirena empieza a sonar.
—¿Estás bien de la mano? —le pregunta otra voz extraña. No puede ver a su interlocutora. Y luego un grito ahogado—. Déjame mirarte. Cielo, estás cubierta de sangre.
—Mi mano está bien —dice Laura, y luego cae redonda, desangrándose lentamente de un orificio lindante a su riñón.