De La Ignorancia, Llévame A La Verdad

Antes

Al primer conjuro mágico lo pronuncia un físico jubilado de 90 años procedente de la India llamado Suravaram Vidyasagar, el primero de junio de 1972. Su longitud es de ciento setenta y nueve sílabas, compuesto en partes iguales de mantras Upanishads y de ecuaciones diferenciales parciales.

El conjuro de Vidyasagar no tiene efecto alguno. Acaba de descubrir lo que más adelante se llamará «uum», el conjuro nulo, el cual no consume maná ni consigue reorganizar el universo de ninguna manera que pueda detectarse externamente, pero que inmediatamente (de un modo crucial) regresa a la mente emisora y se lo hace saber. De inmediato Vidyasagar percibe la extraña reacción de su nuevo «mantra diferencial». Lo repite varias veces seguidas. En cada ocasión recibe, en algún lugar casi inexistente de su cerebro, un ínfimo casi–pensamiento: una idea tan tenue y de difícil asidero como para considerarla otra cosa que una mera ensoñación: «¡Éxito!».

Vidyasagar queda aturdido. De ninguna manera podía esperarse tal resultado. Tiempo después habrá quienes lo adjudiquen a la «pura suerte». Y sin duda que la «suerte» encaja en la descripción: posteriores investigaciones demostrarán que su elección de palabras fue a la vez sumamente improbable y sumamente ideal para conseguir los efectos producidos, del mismo modo que resultará evidente que Vidyasagar nunca tuvo la intención de arribar a esos hechos. Pero, ¿«pura»? Vidyasagar es en el mejor de los casos un físico cuántico mediocre, cuestión que apenas lo deja a dos desvíos estándar por encima de la media global en lo que respecta a capacidades matemáticas. Es justo y honesto, concienzudo, dedicado, calificado, atento y metódico.

Tras su jubilación y la muerte de su esposa, Vidyasagar ha recurrido a la meditación para ejercitar la mente y mantener firmes y en orden a sus contenidos. Los mantras que ha concebido son extensos poemas nemotécnicos que representan sucesos de su propia vida, enseñanzas éticas y espirituales a las que se somete, historias que ha aprendido, ecuaciones, interacciones entre partículas y teorías de recalibración, ensayos y chistes, y hasta las personalidades de gente que ha conocido. ¿Le ha ayudado? Llegado este punto, ni el mismo Vidyasagar podría asegurarlo. Pero se ha vuelto un uso a la vez estimulante y relajante de su copioso tiempo, y eso le ha bastado.

—¡Pues! —dice.

Una observación inexplicable. Sin idea alguna sobre qué cosa ha descubierto, o de si en efecto ha hecho un descubrimiento, Vidyasagar inicia un curso de acción. Intenta hacer combinaciones. Cuando pronuncia las palabras o muy veloz o muy lentamente o con la inadecuada disposición mental, o si omite más de unas pocas palabras o reordena las frases o pierde el hilo de su pensamiento, no recibe ningún acuse de recibo. Algunas de sus reformulaciones son legítimas. Alguna forma de pronunciación resulta en una exitosa nada todavía más cristalina y potente. Toma notas. Diagrama patrones. Extrapola predicciones.

Sus resultados alcanzan un grado de satisfactoria certeza. Luego, va en busca de confirmación independiente.

*

Rajesh, el hijo de Suravaram Vidyasagar, tiene 59 años y también es físico. Ha sido colaborador de su padre durante décadas hasta su retiro, y ha proseguido en su propia y muy cercana línea de trabajo. Tras que Suravaram le explicase sus observaciones, a lo largo de un fin de semana de borrasca, Rajesh las considera por un momento y luego le dice que son un montón de basura.

Suravaram es por naturaleza un individuo de voz suave, imperturbable. Sentado al otro lado de la mesa, abre bien los ojos y se pone tenso; para cualquier otro sujeto, ello sería el equivalente a lanzar su vaso por la ventana en un rapto de furia. Le pregunta:

—¿Estás seguro que lo has comprendido por completo?

Todo el papeleo cuidadosamente mecanografiado está sobre la mesa frente a Rajesh. Lo junta por completo y lo aparta, decididamente fuera de su vista:

—Papá, escúchame. Me acuerdo de una época… hace treinta o cuarenta años, es increíble que fuera hace tanto… estábamos en el laboratorio y había unos visitantes que llegaron sabiendo que éramos físicos padre e hijo. Uno de ellos era un joven muy impresionable. Tenía una maraña de ideas estúpidas y no podía dejar de contarlas todas y cada una. Se creía que había dado con el maridaje entre ciencia y religión. No tenía el más mínimo entendimiento de la física y su desatino era tal que ni tú ni yo supimos por dónde comenzar a explicarle por qué o de qué manera estaba equivocado. Se pensaba que la materia no era más que una forma endurecida de energía. Creía que ello significaba algo. Que era algo útil.

—Fue en una fiesta —recuerda Suravaram—. La fiesta de jubilación del Dr. Mishra. O quizás del Dr. Khurana. Nuestras familias estaban invitadas.

—Pero recuerdo claramente que, luego de que nos lo quitáramos de encima, me miraste y dijiste: «Ese ha sido tu primer idiota». Mi primer idiota cuántico. De tanto en tanto ya te habías cruzado a varios de ellos, pero una vez que la teoría cuántica comenzó a ganar terreno y publicidad y ya nadie la comprendía, comenzó a sucedernos cada vez más, a mí y a ti. Cartas y llamadas por teléfono y que gente chiflada nos visite, amigos de amigos y hasta desconocidos. Y al cabo de un tiempo sucedió que ya podía darme cuenta de quiénes eran tras oír las primeras palabras. Con una sola oración. Y ahora que leo estas cosas… —Rajesh deja que resuene el silencio.

Suravaram lo contempla con sólo una leve muestra de irritación en su rostro.

—¿Cómo pensaste que iba a reaccionar? —le pregunta Rajesh—. Un hombre llega afirmando que la pronunciación de mantras acarrea un poder literal. Tú mismo rechazarías esa aseveración de inmediato, ¿no es así?

—Lo haría —dice Suravaram, suavemente—, salvo que ese hombre fuese un físico competente con un sólido historial de rigor. Y que fuese mi propio padre.

—¿Un sólido historial de qué? ¿Acaso existe la partícula de Vidyasagar? ¿La ecuación de Vidyasagar? Si en la calle me acerco a un sujeto, o si me acerco a cualquier físico cuántico, y le pregunto qué es lo que representa para él el nombre Suravaram Vidyasagar, ¿qué crees que me responderían? ¿Qué cosa es la que has conseguido?

—Sería justo afirmar —dice Suravaram—, que tengo pocos resultados de relevancia a mi nombre.

—Te has pasado la vida entera investigando fenómenos que nadie más ha investigado porque a nadie más le han parecido importantes, ¿y qué es lo que hallaste? ¡Que no tenían importancia! Juntaste las sobras de la tierra, has puesto un poco de orden donde otros ya habían estado, porque nunca tuviste la habilidad o el intelecto que hace falta para construir algo realmente importante comenzando de cero. Y ahora estás sobre el mismísimo fondo de toda tu vida y haces un recuento de tus logros, y ves en ellos que no hay algo suficiente, y sabes que ya no vas a vivir el tiempo suficiente como para ver los avances en el hardware de computación y de la tecnología de aceleración de partículas. Te preocupa el hecho de que cuando ocurran los grandes eventos te lo vas a perder. Estamos en ese umbral. A partir de ahora, de a de veras, todo va a comenzar a suceder, y tú no serás parte de ello. Así que lo que yo creo que ha ocurrido es que en medio de la desesperación, te has inventado una nueva ciencia alternativa de la cual puedes considerarte el rey.

—No es una ciencia —dice Suravaram—. No es una teoría y ni siquiera una hipótesis. Ni una afirmación. Hasta ahora no es nada. No es más que una observación de la que no puedo aseverar que sea repetible.

—Estás sugiriendo con total seriedad que el recitar mantras puede producir un efecto físico o mensurable. Lo que estás sugiriendo da por tierra…

—No es así —dice Suravaram—. No estoy sosteniendo nada. Y mucho menos en el campo de la física. Puede que sea un efecto psicológico o un efecto biológico. Aún no lo sé. Estás dando por hechas unas cosas que yo no he puesto por escrito. Estás teniendo una discusión, pero la tienes con alguien que no soy yo.

—Lo que estás haciendo es mezclar el límite entre la ciencia y, y la magia…

—No es así. Solamente quiero que repitas mi experimento.

Rajesh mira con furia a su padre y luego al montón de papeles:

—… no.

Durante unos instantes no se oye nada más que el rugir de la lluvia. Suravaram se pone de pie y camina por el cuarto con paso majestuoso, inspeccionando las chucherías de los estantes. Podría estar usando su bastón, pero detesta usarlo frente a las personas que lo conocieron antes de necesitar uno. Se acerca a la ventana y mira hacia afuera, hacia el agua vertical.

—Soy un científico —dice—. Desde antes que nacieras y no he sido otra cosa. No siento decepción alguna por mi vida. Mis logros, si bien limitados, me enorgullecen, porque los obtuve rigurosamente y con sumo cuidado. Es verdad que no existe la partícula Vidyasagar. Pero tú también eres un científico. Y tu nombre también es Vidyasagar. ¿Y qué?

Suravaram se da la vuelta, se toma una pausa larga como para que su hijo sienta la necesidad de dar una respuesta, pero entonces lo interrumpe:

—Y tú también estás mucho más cerca del final de tu carrera científica que de su inicio. Y también estás a punto, muy pronto, de perderte de un gran trozo de futuro. ¿Y qué? Me parece que es contigo. Estás discutiendo contigo mismo.

—No le temo a mi falta de logros —dice Rajesh.

—No —dice Suravaram.

—No le temo a poner la física de pies para arriba —dice Rajesh.

—No —dice Suravaram—. Te asusta hacer el tonto de ti mismo. Al igual que a mí.

Rajesh se mueve, inquieto. Tantea en busca del trozo de papel que tiene anotado el primer mantra de su padre:

—Yo… creo que podría intentar de leer las palabras en voz alta…

—No —dice Suravaram—. Tiene que ser algo sincero. Tienes que hacer un esfuerzo sincero. Tienes que creer en las palabras que estás diciendo, y proseguir con el mantra en tu mente sin perder el hilo de pensamiento, de lo contrario no funcionará.

Rajesh mira a su padre a los ojos y dice:

—Pero es que no creo en nada de esto. Ni una palabra.

Y la lluvia cae sin parar.

*

Suravaram Vidyasagar se muere menos de un año más tarde, creyendo que el «uum» y todo lo demás que ello significó también se muere con él, si acaso alguna vez fue algo real. Poco después, a regañadientes, Rajesh Vidyasagar repasa el trabajo de su padre, más que nada para tratar de hallar paz en la pérdida. Le sale al primer intento.

Antes del final de 1973 ya ha descubierto un segundo conjuro: «eset», el cual emite pequeñas cantidades de maná hacia el mundo y registra los ecos resonantes de ciertas arquitecturas y materiales táumicamente alineados. Antes del final del año siguiente, ha diseñado un tercer conjuro, «kafanu», más una configuración de ciertos materiales estáticos (mayormente casi una tonelada de wolframio) que le permiten mover un objeto físico con tan sólo pronunciar ciertas palabras. Rajesh Vidyasagar se convierte así en el primer mago del mundo.

Mucho tiempo más tarde, tras el devenir de la importancia histórica reconocida en Suravaram, se difunde un mito popular: que sus últimas palabras fueron «no sé qué es lo que conmigo ha empezado».

 

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