Rajesh Vidyasagar empieza a desacelerar.
El ascensor lo deja en el piso de Hatt, lo que es algo normal para cualquier visitante del piso de Hatt, dado el piso en el que Hatt se encuentra; una vez que accede a la antesala donde Sally está trabajando, se inclina sobre una silla para sostenerse y desciende sobre el asiento. Rechaza cortésmente el ofrecimiento de té de Sally. Cuando llega la hora de la reunión, se inclina sobre la silla para levantarse. Rechaza cortésmente el ofrecimiento de ayuda de Sally.
Está perdiendo peso. Se sostiene inclinándose contra la manija de la puerta de la oficina de Hatt.
—Hola. Toma asiento.
Ed Hatt lo conoce mucho mejor. Se queda tras su escritorio, y deja que Vidyasagar se siente por sí mismo.
—No vengo por aquí muy seguido. —Vidyasagar sonríe.
—Tendría que haber ido yo a verte —es la disculpa que ensaya Hatt. Sabe lo cada vez más largo que es el camino de la oficina de Vidyasagar a la suya—. ¿Cómo estás? ¿Cómo está la familia?
—¿Es buena la vista? —pregunta Vidyasagar, inclinando la cabeza hacia la ventana detrás de Hatt.
Hatt deja las persianas permanentemente cerradas:
—Una porquería —dice.
Abajo en la recepción y en la mitad del resto del Grupo, allí donde el acceso se permite a los clientes, las paredes están cubiertas con imágenes de aeronaves y naves espaciales históricas, algunas en pleno vuelo, algunas sobre plataformas, toda la clásica fotografía aeroespacial. Haciendo juego con las ilustraciones hay enormes murales de puertos espaciales y jets y naves experimentales: arte conceptual; conceptos de lo que Hatt quiere construir. Pero estamos en el tercer cuatrimestre de 1988 y esa visión aún está por construirse, y por eso es que no abrirá las persianas hasta que haya algo que bien valga la pena ver.
Además, el Sol se refleja sobre la pantalla de su computadora, pero eso ya no es tan poético.
—Rajesh, voy a trasladarte a un nuevo puesto. Es un rol que hemos creado para ti. Director de Proyectos Especiales. Hay mejor paga, y menor responsabilidad. En realidad, sería esencialmente ceremonial.
Vidyasagar no da indicios visibles de reaccionar:
—¿Por qué?
—Porque creemos que ya has hecho todo lo que te hemos pedido que hicieras para la compañía. No —se corrige Hatt—. No «hemos». «Nosotros» seríamos la junta directiva. Déjame decirte esto personalmente… Creo que has hecho todo lo que yo te he pedido que hicieras por mi compañía. Te agradezco personalmente por todos tus años de servicio y tus inconmensurables contribuciones a la ciencia mágica. Te agradezco y quiero que pares.
—¿Por qué no despedirme? Es la misma cosa.
Hatt se ríe:
—Claro. Despedir al padre de la primera era de la magia. Sólo desde el punto de vista de relaciones públicas…
—¿Por qué quieres que me jubile de la ciencia?
—… porque tienes setenta y cinco, Rajesh. Ya es hora.
—Yo sé cuántos años tengo, Edward. Es tan obvio para mí como lo es para cualquiera. Mi cerebro aún está en su lugar. Todavía tengo mi visión. Todavía puedo escribir a máquina.
Hay un largo y profundo intervalo.
Hatt se rinde:
—La línea de investigación que llevas adelante no resulta para nosotros. Para mí.
—Mi línea de investigación actual…
—No me importa.
Vidyasagar trabaja a rienda bien suelta. Tiene un laboratorio, personal reducido, un bloque separado bien equipado, pero sin una gran necesidad de equipamiento. Su trabajo se posiciona sobre la frontera de la magia teorética. La diferencia de enfoques que hay entre su trabajo y el trabajo en general del Grupo Hatt se ha ido incrementado constantemente con el paso de los años. Desde el punto de vista de Hatt, ha quedado atrás el día en que la pequeña unidad de negocios de Vidyasagar bien pudo haberse separado a una organización sin conexión alguna. No hay un enlace armonioso entre el allí y el aquí, no hay sinergia, no hay conexión a la práctica aeroespacial moderna, apenas si hay experimentos concretos pero sin resultados admisibles. Entretanto, hay una pila de un kilómetro de práctico trabajo avanzado que Hatt quiere ver demolida, y Vidyasagar acapara valiosos cerebros y habilidades.
Diferencias creativas.
Hatt dice:
—He sido tolerante. He sido indulgente nada más y nada menos que por una gran cantidad de dinero. He mostrado el debido respeto. Pero el Grupo Hatt no es una institución de investigaciones científicas. Las bases ya están sentadas. La teoría pura no tiene ningún valor para mí. Tengo mucha mierda por cagar.
Y al estudiar la reacción de Vidyasagar, como de costumbre, no saca nada.
Vidyasagar lleva consigo cierta frialdad de iceberg. Siempre la ha tenido. No es que sea un autómata sin emociones; tiene sentimientos y opiniones tan fuertes como el que más. Sucede que sus emociones tienen lugar dentro de cierto núcleo gruesamente blindado, del que los peores efectos nunca alcanzan a brotar a la superficie. Ambos de sus hijos han heredado ese rasgo. Los Vidyasagar, por diseño, nunca llegan a la masa crítica.
Vidyasagar dice esto:
—¿Qué es la magia?
—… no creo entender qué es lo que preguntas.
—¿Qué es la magia? —simplemente pregunta Vidyasagar.
—¿Qué es la gravedad? —pregunta Hatt retóricamente—. ¿Qué es el electromagnetismo? Es la manera en que el mundo funciona.
—¿Por qué?
—¡No me importa! —responde Hatt, exasperado. Es evidente que Vidyasagar se ha tirado de un salto a lo profundo de la metafísica.
—El día que nos conocimos y hablamos por primera vez —dice Vidyasagar—, ¿qué fue lo que te dije?
—Dijiste muchas cosas.
—Me preguntaste qué es la magia —dice Vidyasagar—. ¿Recuerdas lo que yo dije a modo de respuesta?
—Me dijiste… —Hatt desciende a su archivo. De hecho recuerda con extrema claridad la conversación, aunque tarda un minuto en retirar los viejos datos de su almacenamiento—. Dijiste: «Se dicen las palabras correctas, y al mismo tiempo se piensan los pensamientos correctos. Luego, ocurre un efecto físico». Y luego yo te dije: «¿Eso es todo?» Y me dijiste: «Que nosotros sepamos, eso es todo».
—¿Y eso te lo tragaste?
Hatt pestañea:
—¿… tragármelo? Ocurrió justo frente a mí. Es consistente, es reproducible. La he hecho por mí mismo, he hecho magia. Yo… nosotros hemos ganado una montaña de dinero gracias a su reproducibilidad. Me tragó a mí.
—El universo real en el que vivimos es un examen —explica Vidyasagar—. Y luego se acaba el tiempo y te vas de la sala y… ¿qué nota conseguiste? No te enteras nunca. Déjame preguntarte algo más. ¿Cuál es el componente biológico de la magia?
Ahora Hatt puede ver hacia dónde quiere llegar.
Tanto él como Vidyasagar saben bien que hay problemas no resueltos en todas las áreas de la ciencia. En la magia, los problemas no resueltos son tan famosos y obvios e indómitos que tienen nombre y numeración. El Problema Biológico, el Problema de Conservación, el Problema del Escucha. Uno, Dos, Tres.
Hatt dice:
—No lo sé… —pero Vidyasagar está decidido a continuar su oratoria:
—¿Qué proceso del cerebro humano la produce? ¿Qué parte del cerebro humano la canaliza y redistribuye? ¿Por cuál mecanismo los humanos tienen esta capacidad, pero sin que haya otra especie conocida que la tenga? ¿Cómo es que tenemos esta capacidad, totalmente evolucionada, y sin embargo nunca la hemos demostrado antes de 1972?
—No lo sé —dice Hatt—. Nadie lo sabe. Lo admito. Nadie lo sabe en todo el mundo.
—Generamos maná. Maná: energía mágica. Se evapora desde nuestra piel formando nubes. Tenemos auras, visibles con claridad por medio de los oráculos adecuados. Es una forma de energía distinta de la energía química o cinética. Podemos rastrear el movimiento de las cinco clases de partículas de maná. Somos generadores vivientes y la cantidad de maná que generamos es mucho, muchísimo más de lo que ninguno de nosotros ingiere con la comida. ¿De dónde sale la energía?
Hatt rebusca el vocabulario:
—La magia está en la otra cara de la mecánica cuántica. Existe en esa brumosa zona, sin estar sujeta a las leyes de conservación que comprendemos.
—Eso no es una respuesta —dice Vidyasagar—. Eso es la ausencia de una respuesta. Eso es la confesión de una derrota. Tú no eres un científico.
—No lo tomo como un insulto —dice Hatt.
—Y no lo he dicho como tal.
—Quizás sea geológica —dice Hatt—. El intercambio de maná geotérmico no viola ninguna de las leyes de conservación que nosotros sepamos. Quizás exista allí una conexión a la que nadie pueda aún detectar.
—«Quizás», «quizás», «quizás». Respuestas. ¿Quién escucha? Las palabras mágicas tienen que pronunciarse en voz alta. ¿Por qué? —Vidyasagar hace ademanes hacia la oficina—. ¿Por qué? ¿A quién?
—Y otra vez hela ahí la cuestión biológica, básicamente —dice Hatt—. Forma parte del modelo mental de la magia. Es un mantra, activa un proceso en la mente…
—Una conjetura —dice Vidyasagar—. Eso fue siempre una conjetura. No hay evidencia.
Hay una pausa.
Vidyasagar dice esto:
—¿Por qué no podemos responder estas preguntas?
»Las hemos enfrentado y enfrentado. Yo, y tantos otros. Durante décadas. Son preguntas básicas. Ya deberíamos haberlas dejado atrás. Pero no lo hicimos.
Hatt intenta entender a Vidyasagar:
—Y todo esto… ¿te asusta?
—Esto no me asusta —dice Vidyasagar—. No saber cosas no me asusta. Todo el tiempo que he vivido, la cantidad de cosas que yo no sé solamente ha ido creciendo. Y para ti es igual, a tu modo. Lo que me asusta es la noción misma de darse por vencido a seguir conociendo. Porque esto es importante.
—Yo no… yo no me doy por vencido —dice Hatt—. De veras. Yo creo de veras que algún día lo vamos a terminar averiguando.
—Yo también —dice Vidyasagar, irguiéndose en su asiento—. Y tampoco me doy por vencido al conocimiento. Gracias por la oferta del rol de Director de Proyectos Especiales, pero me temo que no puedo aceptarla. En cambio, he de renunciar.
—¿Vas a jubilarte? —Hatt muestra un considerable alivio. Esto le viene incluso mejor… salvará el prestigio en igual medida y le ahorrará una buena tajada de dinero.
—No —dice Vidyasagar—. No me voy a jubilar. Voy a renunciar.
Hatt termina de comprender:
—¿Y… seguirás trabajando? ¿Vas a ir a encontrarte otro trabajo?
—Ciertamente —Vidyasagar sonríe—. No creo que me sea difícil, siendo el «padre de la primera era de la magia». Creo llevar al menos otros diez años de trabajo dentro mío y tengo intenciones de aprovechar todo el tiempo que me queda disponible. ¿Cómo fue eso que dijiste? ¿Luego de que la teoría pura no tenía valor para ti?
Hay quienes la magia los tiene desesperadamente enamorados, se aferran a ella por ser la característica definitoria del universo.
Y luego está Alan Minter. Tiene cuarenta, una barba sin atender y subiendo de peso. No se define a sí mismo como un mago, ni siquiera un ingeniero; de hecho, si alguien le preguntara abiertamente «¿Cómo te defines a ti mismo?» él se burlaría de su interlocutor por hacer una pregunta ridícula. La magia es algo que hace para vivir. Le gusta lo suficiente por ser desafiante y estable y gracias a ella consigue cierta seguridad financiera para su esposa e hijos. Su vida es un bote y si algo prefiere es que no se agiten sus aguas.
Corre el año 1998 y Minter trabaja en el Grupo Hatt desde mediados de los ochenta. Con el tiempo y a pesar suyo ha adquirido responsabilidad administrativa concerniente a varios grupos de personas. Es un buen supervisor de estas gentes, principalmente gracias a su incapacidad de percibir o aguantar estupideces.
Sí, Alan Minter es algo aburrido. (Porque eso es lo que deseas en tus nuevos sistemas de aviación completamente mágicos: impredecibilidad).
—¡Alan! —le grita Edward Hatt en una ocasión—. Quiero que consideremos usar el mundo de Tanako para realizar demos.
Minter frena el paso, apenas un instante antes de empujar la puerta del baño de hombres:
—¿Qué?
Hatt está en la otra punta del pasillo, yendo en la dirección opuesta. Café en una mano y su computadora portátil abierta en la otra; está pasando de reunión en reunión:
—Demos para los clientes —grita, sin siquiera acercarse—. ¿Puedes reunir un grupo e investigarlo? ¿Te parece bien el lunes?
—¿El lunes? Mmm.
Hatt levanta el pulgar incómodamente con la mano que sostiene la taza, y dice «cuento contigo» con los labios más que con la voz, y desaparece.
Minter digiere la cuestión. Hace muchos años, en el lapso de once meses transcurrido entre su graduación y su ingreso a Hatt, Minter trabajó en una nueva empresa cómicamente mal manejada. El modelo de negocios de la compañía en el mejor de los casos era indescifrable; quizás pensaban que bastaría con reunir un número suficiente de talentosos magos en un mismo cuarto para alcanzar cierta masa crítica y luego el dinero empezaría a condensarse desde la nada misma. En ausencia de ninguna dirección administrativa coherente, Minter pasó la mayor parte del tiempo estudiando las posibilidades comerciales del mundo T. Se convirtió en un experto muy especializado. Pero luego entró en razón, abandonó la compañía, se encontró con un verdadero trabajo y dejó todo el asunto atrás.
«Nunca seas el experto», se dice Minter a sí mismo. Se lo tuvo que mencionar a Hatt sin querer. O a alguien más que luego se lo mencionó a Hatt.
Es jueves por la tarde, pero Minter tiene que supervisar la mayor de todas las pruebas de enclavamiento el viernes y él sabe que en su plantilla están todos ocupados. Así que será un trabajo de fin de semana en solitario. Durante un rato se zambulle en su viejo correo electrónico privado, buscando retazos de su antiguo trabajo. Encuentra hilachas.
Edward Hatt está uno o dos niveles por encima de Minter en la pirámide del Grupo Hatt, depende de como lo mires. No le cae demasiado bien a Alan Minter. Pocas personas le caen bien.
Ahora hay una reunión en una insípida sala de reuniones con pizarras y un proyector y diapositivas de Powerpoint. El Grupo Hatt tiene dos tipos de salas de reuniones. Las del primer tipo han recibido cierta asignación de presupuesto. Son espaciosas, agradables, con ventanas y aire acondicionado. Hay grandes y costosas sillas con apoyacabezas y soporte lumbar. Estas son salas para los visitantes.
Minter desearía estar en una de esas salas, porque esta se usa solamente para reuniones internas y es lo opuesto a todo lo mencionado.
Hatt llega atrasado quince minutos, con la misma computadora portátil a cuestas y lo que bien podría ser el mismo café. Abre la puerta por medio de una maniobra impresionante —por lo ágil— la cual incluye enganchar un pie bajo la manija.
—Bien —dice Hatt, antes de tomar asiento. Eso es todo: así da lugar a Minter para que comience.
Minter observa la presentación que ha pasado el fin de semana entero preparando e inmediatamente pierde toda la fe en ella. Demasiadas palabras. ¿Tres páginas para elaborar lo que es el mundo de Tanako? ¿Clip art? No hay nadie en la sala que no sea un mago cualificado. «Siguiente. Siguiente. Siguiente. Al cuerno con esto». Minter cierra la computadora y sin más empieza a disertar.
—Hubo unos pocos segundos durante los cuales el mundo T tuvo la oportunidad de convertirse en la próxima revolución popular de medios de entretenimiento —explica—. El mundo T es frío y hostil la mayor parte del tiempo, pero si tienes un sueño lúcido le puedes añadir tus propias creaciones. Llegado ese punto, es mucho mejor que el cine 3D. Tienes visión, sonido, olfato, tacto y gusto. Puedes activar directamente respuestas emocionales. El problema es que lo que puedes hacer en el mundo T solamente está limitado por tu propia imaginación.
Minter deja de hablar un instante y deja que Hatt sopese esa última afirmación.
Hatt responde:
—Pues, qué cagada.
—Sí. De la misma manera que un conjuro mágico solamente funciona en la medida que un mago lleve puesta la total comprensión de toda su complejidad en la cabeza, la ilusión que desees ofrecer tienes que realizarla tú mismo en su totalidad. En el momento. A tiempo real. Podemos meter en el guion todos los diseñadores gráficos y de sonido que queramos, pero deberás aprender y reproducir todo eso mecánicamente.
»No es tan malo como suena. El mundo T es un sueño, lo que cambia las reglas con respecto a otra clase de medios. Podemos hacer trampas. Muchas. Hay una sola dirección en la que una persona puede mirar, es decir hacia delante. Y una persona solamente puede prestar atención a unas pocas cosas a la vez. Si pudieras dirigir con confianza la atención de tal persona, podrías dirigir su atención estrechamente, lo que reduce la cantidad de cosas que te hacen falta “renderizar” en cualquier momento dado. Esto también es así si hay incluso múltiples personas en el grupo que va contigo.
—Como un truco de naipes —dice Hatt.
—Supongo que sí. ¿Sabes hacer alguna conjuración?
Hatt mueve la cabeza. Por otra parte, le gusta la idea de impresionar a las personas. Podría encontrar las horas para aprender.
Minter continúa:
—El factor que sigue es la seguridad. Un trance normal en mundo T, como el que tú o yo tenemos cada dos a siete semanas, o lo que sea, casi no consume maná. Pero para traer personas contigo, ya estás pensando en dinerales. Días o semanas de «salario» ahorrado. Mientras tanto, el peligro físico del mundo T está directamente relacionado a la densidad de flujo táumico local. Así que hay un juego de malabarismo. Cuantas más personas traigas, mayor será el peligro.
—¿Cuál es el límite máximo de seguridad? —pregunta Hatt.
Minter es un ingeniero aeroespacial. Su definición de lo «seguro» es concreta y numérica:
—Ahora mismo, el límite máximo de seguridad está en no hacerlo en absoluto —dice.
Hatt también es un ingeniero aeroespacial. Interpreta la afirmación de Minter correctamente en el sentido de que no existen datos disponibles en este momento:
—¿Darías una estimación?
—No.
—Recién mencionaste llevar a más de una persona.
—Hipotéticamente. Se requiere hacer pruebas.
Hatt asiente. Minter continúa:
—La tercera contra. El mundo T es una pesadilla. Es una pesadilla recurrente y con el tiempo se llena de un invasivo ruido biológico, como a trituración, y de horribles monstruos que te persiguen hasta que despiertas. No se trata de algo de lo que puedas escaparte. Hay un período de gracia. Te haría falta llegar al final de la escena antes de alcanzar el final de ese período de gracia. De otro modo, estarías exponiendo a los clientes a una peli de horror fuera de control.
—¿De cuánto tiempo estamos hablando?
—El tiempo de los sueños y el tiempo real no son exactamente la misma cosa —dice Minter.
—Así que también vas a ir y averiguar eso mismo.
—Sí.
—Pero posiblemente tenga que ser breve. De unos pocos minutos.
Minter no ofrece comentario alguno.
—Así como un avance de cine —concluye Hatt.
—Supongo que sí —dice Minter.
Hatt mueve su asiento para atrás. Siente la necesidad de ponerse a caminar, pero no hay espacio libre:
—Me parece bien. Apretado, pero definitivamente creo que me puede servir. ¿Eso fue la lista entera?
—Sí.
—Así que las principales malas noticias son que voy a tener que realizar la mayor parte del trabajo pesado yo mismo.
—Sí. Es una dura colección de conjuros. Y deberás armar la mayor parte tú mismo. A menos que quieras que alguien más maneje esa parte por ti mismo.
—No, no. Es mi demo. Debo ser yo el que la presente. Especialmente por eso que has dicho de la capacidad segura de carga.
—Voy a procesar los números —dice Minter. Hatt asiente otra vez:
—Aún estoy pensando en voz alta. Incluso si podemos elevar ese número, quiero hacer la demo. Porque eso le resultará impresionante a las personas. Si estoy en la cima, la posición de CEO, y yo puedo mostrarle a la gente cierta maravillosa hechicería, sin nada bajo mi manga, eso les dejará una profunda impresión. Deja entrever lo que todos los demás en la organización son realmente capaces de hacer. Ustedes los magos profesionales, quiero decir. Cualquier persona que no esté sentada en una oficina todo el día. Esto es como… una actuación, me gusta. ¿Qué es lo que yo de hecho tendría que hacer? ¿Estaría memorizando un guion o algo así?
—Te hace falta una imagen mental —explica Minter—. Algo de escenario, algunas personalidades, algunas líneas. En realidad, te hace falta una escena.
—En realidad, necesito una visión.
Minter se encoge de hombros.
Hatt aplaude:
—¡Ahí está! ¡Estamos acá sentados rodeados de arte conceptual! Está colgando ahí mismo en la recepción. Puedo mostrarles el puerto espacial.
Minter no puede evitar un resoplido. Hatt le clava la mirada.
—Lo siento —dice Minter—. ¿Tú vuelas seguido por negocios, cierto?
—¿Sí?
—¿Viajas solo? ¿Primera clase? Claro —Minter sonríe a lo ancho—. Los aeropuertos perdieron el atractivo allá por los cincuenta, y los puertos espaciales van a ser mucho peor. Cuando yo estoy en un aeropuerto, estoy con tres niños y mi media naranja. Los aeropuertos, para nosotros, equivalen a niños gritando, muchedumbres, filas, equipaje perdido, asientos apretados y demoras, demoras, demoras. Ni todo el arte conceptual que hay en el mundo logrará quitar esa asociación de encima. Por el amor de Dios, no tienes que mostrarles el puerto espacial. Cuanto menos, no su interior.
Hatt y Minter sueltan la última línea al unísono:
—Hay que mostrarles las naves espaciales.
El presente.
Anil Devi es una de las mentes más rápidas con las que Ed Hatt jamás ha trabajado. Para Devi las conversaciones son problemas de optimización. Da por hecho que todos los partícipes poseen el mismo conocimiento que él y que piensan tan rápido como él, con lo cual omite dos de cada tres oraciones porque el resto resulta tan obvio que no hace falta tener que decirlo. Su trabajo mágico es igual: las etapas intermedias de la construcción de conjuros, para las cuales los demás insistirían primero en escribir un gran y explícito plan, las descartará por ser triviales porque él puede improvisarlas en el acto. Cada mago tiene un estilo distinto y Devi con gusto se robará piezas del estilo de cada mago que conoce. Es un colector impulsivo de atajos mentales. Sus conjuros son un espagueti desconcertante.
Por todas estas razones, es difícil trabajar con él. El mero procedimiento y las mejores prácticas son como anclas atadas a su cuello. Por otra parte, toda clase de ingeniería que no incorpore magia de algún tipo —de la cual el Grupo Hatt realiza en gran medida— lo mata del aburrimiento. Supervisarlo es un acto de malabarismo. Desde luego, supervisar cualquier colección de personas resulta un acto de malabarismo.
Llama a Hatt directamente desde la D12A y le dice:
—Digamos, yo no sé qué pernos fue lo que ocurrió en la hazaña de despedida de Ferno pero sin duda se ha violado la conservación. Deberías traerte un laboratorio de biotech porque no tengo la más mínima idea de qué es esta cosa. Podría pasarte algunos números de teléfono.
—… ¿qué cosa?
—Afortunadamente quedan alrededor de ciento cincuenta gigas en tu batería. «Adopción de alias» resultó ser una buena pista pero la técnica posiblemente sea en esencia cirugía cerebral, me va a llevar un buen rato armarla de una pieza. ¿Para fin de año? Está claro, para empezar, ella llevaba las de ganar. Me encantaría conocer a esta mítica madre suya. Digamos de todas formas, para la próxima Navidad vas a tener que ir rompiendo la alcancía.
—«Rompiendo la alcancía» —dice Hatt, con la mirada perdida.
—¡Y acá abajo apesta! —agrega Devi—. Debiste haberle subido la prioridad a este asunto, tuve que conseguirme una máscara, no tienes ni idea.
—Perdón, ¿con quién hablo?
Devi baja un cambio:
—Anil. Anil Devi. Hace tres semanas y media me pediste que me encargara de las secuelas de la feliz partida de Laura Ferno. ¿Correcto?
—Claro. Sí, lo recuerdo. Momento, ¿estás haciendo eso ahora mismo?
—Yo tenía la liquidación de la serie 4100 —dice Devi— y me diste la autorización pero nunca mencionaste que había un cadáver en el asunto y luego sucedió la cuestión de los dos factores, así que, ya ves.
—¿Hay un cadáver en el asunto?
—¿Qué pensabas que era, hígado trozado? Ahora que lo pienso, tiene cierto parecido.
—¿Que era qué? ¿En dónde estás?
—Estoy en la D12A —dice Devi— y, amigo, aquí hay montado un espectáculo de terror. T más tres semanas y media y sálvame mi sangriento cielo.
—¿Me estás diciendo que allá hay un cuerpo sin vida?
Devi toma aliento, se detiene, suelta el aire perplejo, inhala de nuevo:
—Sí, estoy diciendo que mi nombre es Anil Devi, y estoy diciendo que estoy en la D12A y estoy diciendo que ha habido un cuerpo sin vida aquí dentro por al menos tres semanas y media.
—¿De quién?
Devi le echa un vistazo:
—Diría que es sumamente dudoso que se trate de nadie en particular.
—¿Pero es humano?
—No he dicho, ni diría, tal cosa.
—Ya voy bajando.
D12A sigue siendo: una alta y cuadrada sala iluminada por fluorescentes, con un D de trece metros que ocupa la mayor parte del espacio. En una esquina hay una estantería con equipamiento de seguridad —extintores, anillos Montauk, teléfono— y unos escalones que conducen a la puerta. Alrededor del círculo están esparcidos los artefactos mágicos propiedad del Grupo Hatt que Laura Ferno estuvo utilizando en su poco prudente conjuro. También está el pequeño atril en el que ella tenía sus notas. A las notas se las llevó consigo, junto con su vara y el resto de su equipamiento.
Hasta ahí está todo tal como Hatt recuerda que debería estar.
—La acompañé hacia fuera de la sala —rememora—. Pasé la tarjeta de acceso y cerré la puerta al salir. La despedí, y al cabo de unos minutos te dije que vinieras e intentaras montar de nuevo su conjuro de maná de cloaca.
—Y luego te ignoré durante casi todo un mes —dice Devi.
—No vi esto. Ni siquiera esperaba ver esto. La mitad de las luces estaban apagadas. Me comprendes.
Yaciendo sobre un nodo al borde del D hay una cosa muerta.
Su color de piel posiblemente se compare con el caucásico, pero esa cosa está casi totalmente cubierta de sangre seca, y sin duda no es humana. Es larguirucha: si estuviese erguida, pasaría los dos metros de alto. Está demacrada. Su estructura ósea visible no tiene sentido: sus rodillas y codos están del revés y en lugar de manos o pies tiene cuatro grandes yemas con uñas rotas. Su columna vertebral se bifurca a mitad de la espalda hacia arriba, y tiene una hilera de ojos cerrados brotando de entre los hombros. Su cabeza carece de orificios pero hay un hueco sin labios en el lugar del que normalmente se esperaría una boca, con dos hileras de bisturíes de metal en lugar de dientes. Además, sus seis pares de costillas son en realidad quijadas; cada par se abre por separado revelando una de cinco bocas, equipadas de dientes convencionales y una lengua.
Devi le enseña los detalles a Hatt. Tanto Devi como Hatt llevan puestos máscaras faciales y guantes de látex.
Es incierta la causa de muerte del espanto. Parece como si cada una de sus articulaciones estuviera luxada, pero bien podría ser que así fuera originalmente. Es aún menos cierto si la cosa alguna vez estuvo con vida.
El D12A está lleno de una putrefacta pestilencia.
Devi resume:
—Es una cosa salida de una pesadilla. Quiero decir, de una en especial. Adivina de quién.
—Lo consiguió —dice Hatt, poniéndose de pie con dificultad—. Ella consiguió traer un objeto real desde el mundo de Tanako. Si todo el maná que gastó se hubiera canalizado a un intercambiador perfecto de energía/materia, lo máximo que podría haber sacado es dos coma cuatro miligramos. Pero esto es demasiado.
Hatt siente el escalofrío otra vez. Las reglas de su universo están expandiéndose. Y se encuentra allí, justo al principio. La cosa que yace ante él es horripilante, sin embargo la sensación es buena.
Devi calla.
—¿Dijiste algo de números de teléfono? —Hatt le dice a Devi—. Elige uno con discreción.
—Y les envío algunas muestras para hacerles pruebas —dice Devi—. Hecho.
—¿Tienes el equipamiento suficiente aquí para montar un conjuro de refrigeración?
Devi asiente. El suelo bajo sus pies es un funcional clase D con un E anidado. Difícil escoger una mejor ubicación.
Hatt se quita los guantes:
—Y una vez que hayas hecho eso, búscame a Laura Ferno.