El término que usan los geólogos para describir a Islandia es «interesante», y lo cierto es que vale la pena prestar atención a aquellos lugares geológicamente interesantes del mismo modo que a las zonas bélicas y a nuevas potencias nucleares. A veces le aparecen islas nuevas. A veces sus volcanes fisurales expulsan hacia la atmósfera tanto dióxido de azufre que la temperatura global desciende considerablemente, se pierden los cultivos a lo largo del hemisferio boreal y la hambruna mata a millones. Islandia es el lugar que te recuerda que el planeta Tierra es una máquina: muy grande, en constante operación, funcionando a una escala de tiempo demasiado extensa como para observarla fácilmente, y hacia un final decididamente incierto; y que te recuerda que toda la vida orgánica que ha existido jamás equivale a una grasienta membrana que ha sobrevivido sobre el exterior de la máquina, más a fuerza de una improvisación furiosa que de alguna exoneración en particular.
También es Islandia uno de los pocos lugares de la Tierra, sin contar a la piel de las personas, en los que el maná es de formación natural. Es un fenómeno geológico, que brota de aquellas rocas fundidas que poseen en su mezcla una combinación precisa de tierras raras. Si viajas al sitio adecuado y, valiéndote de un oráculo adecuado, barres el horizonte, podrás ver montañas irradiando un luminoso maná hacia el aire: serpenteando, como vapor brotando de un flan horneado a microondas. Hay un centro de investigación, un puñado de edificios temporarios por fuera de la Universidad de Reikiavik. Se encargan de taladrar hoyos en volcanes y modelar el proceso natural en computadoras. Existe también un programa de cooperación con el Reino Unido.
De modo que Laura y Natalie Ferno están aquí, junto con un grupo de personas de su mismo año y alguien del personal. Son tres horas de vuelo hasta Reikiavik, casi sin salir del vecindario, pero el poblado de Blönflói está en la otra punta del país, así que el último trecho por carretera lleva mucho más tiempo. Es mitad de verano, por lo que a mediodía la temperatura alcanza el «frío ventoso». Cuando brilla el Sol (21 horas al día en esta época del año) arroja una blanca y clara luz, inusual para el Reino Unido, de tal forma que el césped pareciera en efecto ser más verde aquí. Muy al principio hay ovejas y caballos islandeses y muros de piedra seca, pero el paisaje torna agreste e inhóspito a medida que transcurre el viaje. El pasto se va acortando, cada vez más cerca del suelo hasta que sólo hay tierra al descubierto.
—No soy esto —dice Benj de nuevo.
—No es más que el choque cultural —dice de nuevo Laura. Está sentada al lado del conductor; Benj Clarke y Natalie Ferno están apretujados atrás entre las mochilas. A Benj, lo admite él mismo, no le gustan los países extranjeros. O los idiomas extranjeros. O las aduanas, carreteras, edificios, o la comida. Es como si estuviera atado a su lugar de nacimiento por medio de una goma elástica. Cuanto más se aleja de su hogar, más afloran sus nervios—. Te puedes habituar a lo que sea —profundiza Laura—. Es el primer día y vas a estar aquí el tiempo suficiente como para acostumbrarte.
—Yo no hago eso —dice Benj.
Laura adora el paisaje. Nat está tan quieta como suele estarlo, en apariencia indiferente. Hace años, de niñas, Laura solía tratar de cautivar su atención hacia cosas interesantes (castillos de arena, computadoras, chicos). Terminó por rendirse a los trece o catorce. Sólo Nat decide lo que le interesa, nadie más. Tratar de obligarla a entusiasmarse no hace más que quitarle las ganas de prestar atención.
Blönflói yace en un escabroso límite en el que el suelo también se está acabando. Es un poblado minúsculo de edificios esparcidos, pero lo suficientemente reducido como para caber en una sola fotografía tomada a nivel del suelo. Los edificios son rectangulares y pintados de blanco y rojo y azul pálido; a la distancia, parecieran delicados modelos hechos en madera. Hay un gran fiordo en las cercanías y tres cordilleras de montañas negras y desnudas, pero mirando hacia el norte desde mitad del pueblo no hay nada más —salvo océano Ártico— hasta llegar al polo norte. Este pueblo queda a más de mil kilómetros al sur del lugar habitado más boreal de la Tierra, pero pareciera no ser otra cosa que un destacamento al final del mundo.
—¿Sienten algo fuera de lo común? —pregunta el conductor al arribar. Su nombre es Þór. (Nadie entendió su apellido.) Tiene unos sesenta, es barbudo, con gafas y muy voluminoso; la mitad del volumen consiste en grasa, la otra mitad en suéteres de lana gruesa—. ¿Sienten como si hubiera más energía en el aire?
Benj y Laura coinciden en que sí:
—Siento algo, sin duda, sí.
—Pues no deberían —suelta Þór—. Se han hecho ensayos a doble ciego. Nadie puede sentir nada a esta distancia sin utilizar equipamiento. Presten mayor atención. En este lugar hacemos ciencia.
El coche avanza con silencioso rugir un tramo más. «Ha tenido esta conversación en el pasado —piensa Laura—. Con turistas».
—Faltan nueve kilómetros más para llegar al laboratorio y después tres kilómetros desde el laboratorio hasta el epicentro de amplificación —añade Þór—. Daría lo mismo que dijeran que pueden oír un piar de avecillas todo el camino que resta.
Nat asiente.
Hay quince personas entre estudiantes y personal viajando juntos: Nat, Laura y Benj en el coche, y el resto siguiéndolos en microbús. Se alojan en una especie de «hostería/casa para invitados/choza», un edificio rectangular de dos pisos y techo rojo en punta. Una rubia y agradable señora de unos cuarenta y cinco les enseña el lugar y les muestra la lista de reglas y cosas a tener en cuenta. Hay un sin fin de cuartos llenos de literas, una colección de duchas, una gran cocina repleta de utensilios muy usados y cubiertos desiguales, y una vapuleada sala de estar con un gran y viejo televisor de tubo. La señora desaparece al tiempo que arriba un grupo de bienvenida de tres geofísicos islandeses trayendo consigo un contenedor de pescado de la zona más otras provisiones. Ya es bien de noche, en horario del Reino Unido y el hambre puebla la choza, de modo que las cuatro personas más ingeniosas y organizadas del edificio (los estudiantes P y Andy, el mago químico Steve Aldridge y uno de los islandeses, Tómas) preparan suficiente comida como para un regimiento. Al cabo, no quedan ni las sobras.
Algunos magos expresan su preocupación por la carencia de alcohol en la casa: salen y compran una impresionante cantidad de cerveza. Nadie habla de asuntos de negocios esa velada; los temas de conversación son los deportes, las costumbres islandesas y la impenetrable televisión de trasnoche islandesa. Benj se aferra a la cerveza, pues es algo con lo que puede identificarse. Laura bebe hasta no poder pronunciar su Nombre Verdadero correctamente, momento en el que Natalie la envía sosegadamente a su cama. Los lugareños vuelven a casa más o menos temprano; el último de los estudiantes se va a dormir a las 2:45 a. m., momentos antes que el Sol haga su aparición una vez más.
Al segundo día visitan el edificio principal de investigación, en el cual el penúltimo mago más veterano del establecimiento los somete a una ponencia. El tema es vulcanología básica: espectroscopía, geología, la Forma Local De Islandia, estratigrafía, vulcanometría, geofísica, cristalización del magma, tipos de erupciones. Tras un breve receso las diapositivas continúan hacia el tema de las herramientas, taladros, equipamiento de medición, vehículos y procedimientos. La sección de seguridad aborda lo que hay que esperar, lo que no hay que pisar y a quién tener a la vista, antes de concluir de golpe en menos de un minuto. Luego se menciona a la magia y todo el mundo comienza a prestar más atención.
Todavía no se ha comprendido del todo exactamente cómo es que la magia surge, de ahí la investigación. Los puntos de amplificación en los cuales se inician las emanaciones están a kilómetros de profundidad, impelidas por el desquiciado calor del magma y la fricción con la cara inferior de un inusual estrato de roca ultrabásica. Existen dos grandes teorías más un revuelo de variaciones, algunas más improbables que otras. Las verosímiles se atienen a la misma ecuación de calor básica. La investigación se lleva a cabo por medio de oráculos científicos, que van desde lisas hojas A4 incrustadas con cientos de pequeñas arandelas hasta anillos de acero aleado con cadmio tan amplios que un tren podría meterse por ellos. Los más grandes se montan en vehículos no convencionales similares a tractores con neumáticos gruesos y muy caros.
La capacidad de observar el maná brotando de la interfaz y burbujeando hacia arriba es sin duda instructiva, pero lo que realmente hace falta son duros datos químicos, para los cuales se vuelven necesarios operativos de perforación a altas profundidades, los que a su vez requieren una cuantiosa financiación. Si el maná de formación natural tuviera alguna utilidad, quizás dispondrían de mayores fondos. La energía geotérmica es maravillosa, y el modelado de turbulencias táumicas ha progresado a grandes saltos gracias al caudal de observaciones, pero el maná que bulle de la Tierra misma no le pertenece a nadie. Lo puedes detectar, desde luego, pero no está concentrado ni «domesticado»; las personas no lo pueden utilizar ni almacenar. Está claro que no es peligroso. Es un pozo petrolífero de continuo desbordar, salvo que este petróleo no tiene valor alguno: son auroras invisibles e intangibles, más partículas de maná en banda ji.
A la tarde realizan un primer viaje a Krallafjöll, donde ocurre la magia. La mayoría de los estudiantes van en el microbús, apiñados. Los más afortunados, un puñado, logran viajar en la unidad móvil de tractor oracular. El personal distribuye cerca de una docena de oráculos del tamaño de monóculos, que los estudiantes se van pasando, y que usan para estudiarse entre sí y al paisaje. Krallafjöll es un volcán fisural, un surco en el que la superficie local de la Tierra diverge hacia arriba hasta romperse, como si un hacha la partiera en dos desde abajo. Lava, brasas y cenizas son expelidas desde la fisura, al menos en teoría. Han pasado más de ciento cincuenta años desde que tuviera lugar nada que pudiese denominarse «erupción».
Los vehículos no pueden subir a lo más alto de la grieta, pero eso no es un problema. Tómas y otro geofísico, Haukur Tómasson —sin parentesco—, usan los dos grandes brazos hidráulicos del tractor para orientar el gran anillo hacia el núcleo de la fosa, y luego le dan arranque. El anillo tiene una enorme área de superficie y requiere de encantamientos oraculares especiales. Haukur produce los enrevesados conjuros sin aparente esfuerzo o concentración. Enuncia tan claramente como el que más, y no comete el más mínimo error. Nat y Laura lo observan atentamente a través de los monóculos hasta que finaliza. «Akla orotet j'lutyu j'lu astata»: la última frase que abrocha toda la cuestión, agotando visiblemente casi todas sus reservas de maná. A su voluntad, el gran anillo empieza a transducir todo el maná ji que le atraviesa la boca en visibles fotones, convirtiéndose en un activo holograma superpuesto a la fosa situada detrás. Al principio la captura es difícil de descifrar: monocromática, como una imagen de rayos X. Al cabo del instante que le lleva recobrar la compostura, Haukur añade falso color —mejor dicho, adicionales falsos colores— a la imagen.
—Bien, ahora tenemos una visualización del interior de… de la montaña —explica Tómas—. Bien, ahora queremos ver con claridad los eventos que ocurren en la profundidad de la montaña. Bien, ¿alguien puede adivinar cómo conseguirlo?
—Poniendo el oráculo más cerca —sugiere alguien.
—No.
—Ajustarlo para que produzca una imagen magnificada —ofrece Nat.
—¿De qué forma? —es la respuesta de Tómas.
—… no lo sé.
—Un oráculo es una ventana. No es una lente. Si lo que quieres es enfocar la luz, puedes utilizar binoculares o un telescopio —Tómas saca un par de binoculares de su bolsillo—. Se siente raro tener que usar binoculares para mirar adentro del… de la tierra. Pero yo… tú te acostumbras a usarlo así.
—¿Podría servir esta metodología para realizar prospecciones geológicas? —pregunta Aldridge—. Me refiero a la geología en general, la que no se concierne con la magia.
Haukur niega con la cabeza:
—Te hace falta el maná. El mundo está en su mayor parte completamente vacío en la banda ji. No podrías ver casi nada. Por ahí dentro de diez años cuando los conjuros de detección hayan mejorado.
—¿Se puede ver esta clase de reacción en el espacio? —pregunta Nat.
—¿Usando un satélite?
—No, no mirando hacia abajo. Hay otros lugares en el sistema solar que tienen actividad volcánica, en los que el maná ha de ser de formación natural. Io, por ejemplo. ¿Sería posible aparejar un oráculo en el borde de un telescopio astronómico y ver qué sale? —Los islandeses no responden—. ¿Alguien lo ha intentado alguna vez?
—No lo sé —dice Tómas—. Esa no es nuestra área en realidad.
—Astrotáumica, Nat —dice Laura, dándole un codazo—. ¡Acabas de inventar la magia espacial!
Nat no responde.
La visión del oráculo revela una cascada derramando maná pero hacia arriba. Es difícil determinar la verdadera topología y composición del interior de la grieta porque la imagen no incluye a la roca misma, sin embargo el flujo de maná ofrece ciertos indicios. La roca es ígnea, de variada granularidad. Las zonas más oscuras son de granito. Las manchas más brillantes de roca básica recogen el flujo o lo perturban produciendo formas espiraladas. Por aquí y allá se ven vórtices y delgados tubos pequeños y muy brillantes. Estas son las características subterráneas de una estructura cristalina indefinida… algo naturalmente similar a una vara mágica. El maná ascendiente queda atrapado en estos accidentes geológicos y queda sujeto a ellos por minutos u horas, en órbita declinante o en una angosta secuencia de ruta principal, antes de escaparse y burbujear a la superficie.
Es un lento fluir, e hipnotizante. Esto es Islandia: el componente de la máquina «Tierra».
Para su siguiente truco, los islandeses colocan el gran anillo casi acostado sobre el suelo como una piscina de adivinaciones. Los estudiantes se reúnen a su alrededor y, kilómetros por debajo, pueden ver los puntos de amplificación en los cuales el calor del magma se transduce en maná y comienza a ascender a través de la roca.
—Definitivamente puedo sentir eso —dice Benj. La tierra se siente cálida bajo los pies y mirar dentro del anillo es como mirar dentro de una caldera, así que no es inesperada cierta sensación de calor, pero Benj está en lo cierto… en el aire hay suficiente maná aleatorio y sin reclamar que puede sentirse. La salida de la grieta entera equivaldría a megawatts, si se pudiera recolectar de algún modo útil.
Pero no se puede. Al avanzar la clase de geología, el anillo se orienta hacia las cimas de la grieta, en los que la magia ondula en dirección al cielo, y dispersándose en nubes. El proceso es continuo, aunque varía en intensidad con el paso de las semanas dependiendo de la «meteorología subterránea». Nadie puede conjurar usando el maná natural; no es para que lo use nadie y no es para que nadie lo dé:
—Quizás si el mismo planeta Tierra pronunciara un conjuro —dice Tómas— algo terrible podría suceder. Pero no tiene garganta. Y el conjuro completo más breve tiene, ¿ciento quince sílabas? ¡Muy improbable!
A esta altura todo el mundo ya ha estado de pie en el frío por demasiado tiempo. La mitad del grupo más entusiasta decide subir hasta la cima de la grieta, tomar algunas fotografías, inspeccionar cierto equipamiento de medición y pronunciar algunos conjuros. Caminarán de regreso —apenas 30 minutos y todo el trecho es en bajada—. Los demás, incluyendo a Laura, Benj y Nat, se vuelven en bus y en el tractor al laboratorio en donde Haukur Tómasson les explica la especialidad de la magia que ellos usan para realizar inspecciones geológicas de profundidad. Al principio, a Laura le fascina el «libro Blönflói» de conjuros y conjunciones preescritas, pero en seguida se vuelve evidente cuán improvisada es la metodología. Se fue creando de a remiendos en el transcurso de los años y nunca nadie deshizo el entuerto. Los buenos conjuros son breves sin ser obtusos, tienen sentido sin ser ambiguos; emparejan muchos encantamientos independientes con soltura para facilitar su mantenimiento. Pero los conjuros del libro Blönflói presentan oscuros razonamientos, repeticiones sin motivo, e interconexiones enredadas como espaguetis. Por todas partes hay resultados de segundo o tercer año perfectamente normales que se deducen de principios primarios careciendo elegancia, sin estándar. Desde luego, todo el embrollo funciona —para cierto grado de «funcionar»— y es por eso que nunca lo han corregido. Pero Haukur está francamente orgulloso de su totalidad. Al cabo, Laura cita algún pretexto y se escapa; es la única manera de evitar la mención de una cosa y terminar por arrepentirse.
Benj la acompaña al exterior. Laura le dice:
—Ojalá pudiera decir que estos sujetos no tienen presupuesto ni materiales. O sea, quizás el trabajo que hacen y las herramientas que emplean son más complicados de lo que suena. Y tiene que haber mayores dificultades a la magia geológica de lo que está a simple vista. Y su vulcanometría es sin duda impresionante, nunca antes había visto esa clase de mediciones de alta fidelidad, los factores externos que hay que tener en cuenta para conseguir números confiables son ridículos. Pero, ¿te ves a ti mismo trabajando en este lugar? No puedo decidirme entre reemplazar de un tirón cada conjuro que han escrito por algo mucho mejor o salir corriendo a los gritos sin jamás mirar hacia atrás. Es justo la clase de lío que no quiero tener que heredar.
—Definitivamente no soy esto —dice Benj.
—Esa es tu frase de la semana —dice Laura.
—Y me voy a quedar con ella. ¿Cuándo comemos?
Laura se fija en su reloj pulsera:
—Falta mucho. ¿Eres la comida? ¿Has cambiado de parecer?
—La comida no, comida en general sí.
—Veamos qué podemos hacer.
Van caminando a una tienda en el pueblo, compran vegetales y algo de pescado y lo traen de vuelta a la hostería/casa de invitados/Castillo Mágico. Para cuando los demás regresan en busca de la cena, Laura y Benj ya han cocinado, comido, lavado y ya llevan un buen trecho de la velada bebiendo.
Son las nueve de la noche y el Sol aún perdura en el cielo cuando Natalie avisa que va a subir al Krallafjöll sola:
—Estaré de vuelta para cuando oscurezca.
—Vamos contigo —dice Laura—. ¿Cuánto frío hace? —Está bajando la temperatura, pero todo el mundo trajo consigo una decente cantidad de efectos personales y el cielo está despejado—. Sí, iremos. Voy a abrigarme con varias capas y luego iré contigo. ¡Guantes! Benj, ¿eres esto?
—Claro —dice Benj.
—Sólo voy a echar un vistazo —dice Natalie—. Lo que quiero es pensar. Voy a indagar algunos números. Ya hace más de un día desde que medité la última vez.
—Claro —dicen Benj y Laura.
—Así que quédense lejos y traten de no hablarme —aclara Natalie.
—… claro —dicen Benj y Laura.
Y eso es lo que ocurre durante el ascenso. Natalie avanza a los trancos por delante, envuelta en sus pensamientos mientras que Laura le cuenta a Benj que ojalá Nick pudiera haber venido:
—Tendré que traerlo la próxima vez. Le encantaría. Él se pondría a correr alrededor de un volcán nuevo antes del desayuno cada día. Está así de chiflado.
—Pensaba que no ibas a volver.
—… yo dije eso. Sí. —Laura se queda en silencio, ahora ocupada en resolver su disonancia cognitiva.
Mientras caminan, Benj llena el silencio enseñándole su actual proyecto. De momento no es más que un aro grueso y pesado, con grabados profundos, de acero de molibdeno. Es una unidad base, un componente central de alta versatilidad usado en muchos sistemas experimentales de conjuración:
—Tomas un campo de fuerza cónico y modulas el conjuro de campo para que se mueva hacia adelante y hacia atrás.
—¿Trajiste eso para mostrármelo en la caminata? Esas cosas pesan como un kilogramo cada uno.
—Traje una mochila.
—¿Y qué es lo que hace?
—¿Qué crees que hace? —Benj hace una demostración—. Onda triangular simple. Doscientos hertz. Ibra oniki opint cinco ce amag ennee. JULI… no. Konung konung. JUNYIA dos ce a ennee.
El aro comienza a zumbar en su mano, un leve y continuo buuuuuuuuuuup.
—¡Creaste sonido! —La magia es silenciosa, por no mencionar el hecho de que, hasta hace muy poco tiempo, los campos de fuerza no planos a reducida escala solían ser imposibles—. ¡Nat, acaba de crear sonido! ¡Es un audiomago!
—Puedo oírlo —responde Nat, sin mirar hacia atrás—. Y ya deja de inventar palabras.
—¿De modo que JUNYIA es un procedimiento que designaste de antemano? —le pregunta Laura a Benj.
—Claro. Ennee JUNYIA ixuv. —El sonido se corta.
—¿Me dejarías ver ese procedimiento en algún momento?
—Cuando lo termine.
Laura empieza a hablar acerca de las aplicaciones de la magia sónica. Se le ocurren sobre la marcha dos docenas de aplicaciones y limitaciones y áreas que requieren investigación adicional.
Benj ya ha pensado en todas ellas:
—Desde luego que ya lo he hecho —dice—. Hace tiempo que vengo trabajando en esto.
—Codificar sonidos reales grabados en el conjuro es obviamente poco práctico a menos que quieras sentarte a dictar códigos de pulsos durante una semana entera. Te hace falta un dispositivo de grabación. Y luego tienes que crear algo que pueda leer los datos que le hagan falta desde alguna parte. La lectura desde un formato de almacenamiento electrónico va a ser increíblemente difícil.
—Ya lo sé.
—Te va a hacer falta inventar un formato de almacenamiento dedicado que sea legible para la magia. Quizás puedas usar un aro grabado como si fuera un disco de vinilo. Quizás puedas modular aromas de maná y enfilar los aromas dentro de una batería de Montauk…
—Laura, ya sé.
—De acuerdo. Entonces simplemente me voy a callar.
Benj hace girar el aro una vez entre las palmas de sus manos, lo desactiva y lo vuelve a guardar en su mochila. La parte más empinada de la caminata es casi arrastrándose, usando las manos. Natalie va al frente, seguida de Laura y luego Benj. Aún queda suficiente luz del día. Si todavía están allí arriba para cuando el Sol se ponga (alrededor de las 11 p. m. hora local) van a tener un problema, piensa Laura. Empieza a calcular conjuros de iluminación.
Nat puede sentir cómo se despeja su mente mientras trepa. No es el viento frío. Es el fresco maná ascendiendo de las rocas bajo sus pies. Tiene un «aroma» distinto, cree ella, del maná que producen las personas. Es algo menos… intenta pensar una mejor palabra que «sucio», la cual le desagrada. ¿Orgánico?
Es una larga escalada, de manera que llegan a la cima jadeando. El surco del Krallafjöll ofrece una vista de la extensión de Blönflói y de cien veces más a los lados. Por lo menos pueden verse quince kilómetros del recorrido de la Ruta 1, la Hringvegur, que circunvala completamente a Islandia. Hacia el sur hay oscuras montañas en dirección al interior del país. Hacia el norte está el diminuto puerto de pescadores, el fiordo y luego el puro océano Ártico, helado como acero. Nat mira hacia el viento y piensa, descendiendo hacia algo semejante a un ciclo de meditación. Laura toma algunas fotografías. En lo que respecta al volcán fisural en sí mismo: además de una confusión de rocas dentadas en una grieta profunda e intermitente a la cima del surco, no hay nada más que ver. Laura medio estaba esperando mirar hacia un foso lleno de lava bien por debajo. Pero, ahora que se acuerda, el accidente ha estado inactivo por décadas. Tan tieso como un pisapapeles.
—Sí, yo iba a escabullirme y escalarlo por mí mismo —dice Benj, sacando de nuevo su aro base—. Pero ya que estás aquí, estás aquí. Tienes que ayudarme. Ibra oniki ennee.
—¿Ayudarte con qué? —pregunta Laura, hablando por encima del siguiente conjuro de Benj, que casi no lo oye. Todo lo que ha notado es que esta vez invoca un conjuro almacenado que no se llama JUNYIA, sino QUINIO.
—En realidad ya resolví el problema de la codificación —explica Benj.
El aro de acero molibdeno se despierta en sus manos y resuena momentáneamente. Luego comienza a hablar con una voz de bajo, muy sintetizada:
—Ibra oniki ra. QUINIO alef a ra.
—Genial —dice Laura, sinceramente impresionada—. ¿Cómo lo hiciste? Ni que fuera a funcionar.
—Dale un momento —dice Benj.
—Ibra oniki ra. QUINIO QUINIO alef a ra —dice su aro parlante.
Laura duda, perpleja:
—Dulaku eset. Eso es… No puedes conjurar por medio de un sintetizador de voz. —A esta altura Nat se da la vuelta, clavando en Benj una curiosa mirada, de la que él no se percata.
—Resulta que hay dos cosas en el universo que pueden usar magia —explica Benj—. Una son los humanos pensantes. La otra es la magia misma.
Y el aro base dice:
—Ibra oniki ra. QUINIO QUINIO QUINIO alef a ra.
Laura retrocede un paso y casi tropieza con el terreno dispar:
—Pero… no hay nadie que pueda conjurar eso. Sin una mente humana detrás de eso, no son más que ondas de presión en el aire. Ya se han hecho docenas de experimentos. Miles. Las máquinas no pueden conjurar. Las máquinas no pueden hacer magia. La tiene que hacer un ser humano.
De golpe, parada detrás suyo, Nat la sujeta por el brazo:
—Ha escrito un quine —murmura en su oído.
La grieta se agita. De estar en tierra firme, esto sería un hecho alarmante, pero a esta altitud detiene cualquier corazón. Benj se cae, pero se pone otra vez de pie, riendo. Laura resbala, y Nat la atrapa. A unas cuantas decenas de metros a lo largo del surco por detrás de Benj, se desprende una formación de rocas de tamaño considerable y comienzan a rodar pendiente abajo. Con o sin alud de rocas, la pendiente es empinada y lo suficientemente dura como para producir graves daños a un ser humano que ruede por ellas; si fuera lo suficientemente arriesgado o desafortunado, ese humano podría llegar ya muerto a la base de la loma.
La mente de Laura se ha pinchado. Esto ya le ha sucedido una vez: un mago con habilidades muy por encima de las suyas le arroja un puñado de trucos nuevos en la cara y ella se ve obligada a juntar las piezas. Pero esta vez ella no va a quedar rezagada. «Las máquinas no tienen fuentes de maná. Las máquinas no tienen Nombre. ¿De dónde está saliendo la energía?».
—Ibra oniki ra. QUINIO QUINIO QUINIO QUINIO alef a ra. —El aro suena como una grabación duplicada.
Esta vez la tierra bajo ellos salta unos buenos veinte centímetros. Benj aterriza de plano sobre su espalda y deja caer el aro, que rueda pendiente abajo. El sacudón separa a Nat y a Laura, pero Nat se recobra velozmente y se arrastra de nuevo al lado de Laura. No sin dificultad, el instinto de supervivencia de Laura consigue dominar a su curiosidad. Hace una seña para que ambas salgan de ahí, de vuelta a la relativa seguridad de tierra firme. Pero Nat se aferra al brazo de su hermana con fuerza. Y grita:
—¡No eres esto, Benj! ¿Así que quién lo es?
—Se los dije. Se los estuve diciendo y diciendo —responde Benj, sentándose.
«Es un quine —piensa Laura. Puede sentir que ya casi lo tiene—. Es un conjuro de magia que pronuncia un conjuro de magia que pronuncia un conjuro de magia. Nadie ha logrado eso nunca antes».
—… QUINIO QUINIO QUINIO alef a ra. —Ya van cinco.
—¿Por qué haces esto? —exige Nat.
—Está usando maná de formación natural —deduce Laura.
—Esto es una cuestión de libertad —grita Benj, trepando a gatas hacia la cima del surco.
Laura jura que puede sentir a la onda ascender como una marea…
Y esta vez la grieta explota, una cortina de lava de dos dimensiones brotando de la fisura unidimensional por debajo de ellos. La explosión empuja la ladera hacia las rodillas de Laura, lanzándola por los aires agitando sus extremidades.
En caída libre, cabeza abajo, experimenta un instante de perfecta claridad. Sobre su cabeza, el mundo real está girando, completamente desconectado de ella físicamente y por lo tanto abstracto, como la representación gráfica de una computadora muy costosa. Bajo sus pies está el show de luces fundidas en rojo y negro, esparciéndose como los pétalos de una rosa delante del cielo azul oscuro. En el aire tiene que haber tanta lava como para una piscina de natación olímpica, además de por todo el costado de la colina. «Hola» dice una viva y primitiva parte de su conciencia, un nodo negro y cálido como perdigón al que ya conoció una vez:
«Hola.
»Vas a morir».
Nat la choca de costado como bala de cañón, sus largos cabellos azotándole el rostro. Está gritando algo. Y se ha perforado la oreja. Esto —entre todas las cosas— deja a Laura sorprendida. Nat nunca lleva alhajas; siempre dijo no creer en piercings ni tatuajes, pero allí está. Una pequeña cuenta de metal grabado en un sencillo bucle de alambre atravesando su lóbulo izquierdo. Un punto conductor.
—¡… cero EPTRO zui!
El conjuro de Natalie las envuelve a ambas en un acolchonado campo de fuerza cerrado, de quince centímetros, una gruesa capa inflada que las arrebuja, como un Hombre Michelin. Golpean la colina siendo una unidad, rebotando un poco y deslizando un largo trecho más, protegidas de la sacudida y la fricción. Krallafjöll, más o menos la cuarta parte de toda la montaña, todavía está en el aire. Nat ganó tres segundos para ellas. Pero no hay manera que el encantamiento protector pueda soportar lo que está por suceder.
—¡Laura, te toca! —brama Nat—. ¡ESCUDOS!
Por fin Laura entra en modo de combate. Se sumerge en el estado de trance más superficial posible y la formulación de conjuro más breve posible:
—Sedo EPTRO dulaku…
Es el mismo conjuro, ejecutado con los mismos parámetros, en idéntico equipamiento. Pero éste arrastra medio año de acumulación de energía Montauk. Hay un instante de escalofríos cuando Laura termina de enunciar la última sílaba, una pausa infinitesimal. Luego el escudo de Laura se inserta en el mismo espacio físico del de Natalie y se esparce a través de exactamente la misma topología. No dentro de él, no fuera de él, sino reforzándolo directamente.
Y a continuación están ahogándose bajo la roca del mismo modo en que algunos se ahogan bajo el agua.