Rachel Ferno está quemando maná con tanta rapidez para mantenerse en vuelo que siente como si ello la estuviera dañando física y mentalmente, como si estuviera consumiendo partes del cuerpo y órganos y memorias a guisa de masa de reacción, como si, finalmente, lo que fuera que esté por igualar velocidades con la nave que cae en picada ya no seguirá siendo un ser humano sino un tanque propulsor vacío. Los efectos autocinéticos tienen que aplicarse —para prevenir el estallido de retinas y una muerte aplastante— de manera uniforme a través de todo el cuerpo. Emplea lo que de otro modo serían fuerzas G letales para poder seguir el ritmo a la caótica agitación de la máquina, luchando desesperadamente para quedar a salvo de su escape de humo y sin dejar de estimar la trayectoria de intercepción.
Hay instrumentos visuales esparcidos frente a ella, como naipes repartidos sobre una mesa, que le indican: su posición y velocidad relativas, su velocidad de vuelo y orientación, sus niveles de oxígeno, sus niveles de maná, y su grado de concentración; pero cuanto más presta atención a los valores parpadeantes, más cerca está de perder el control, romper el conjuro y hacer trizas su cuerpo bajo el estrés aerodinámico. Así que les hace poco caso y el escudo aguanta, flexionándose activamente para permanecer estable a una velocidad supersónica. Rachel alabea y pierde intencionalmente el horizonte, agregando otro veinte por ciento de empuje. Fija la nave en el centro de su campo visual y se arrima a ella, bajo control y cantando y envuelta en un fuego azul. Oye una música, ondas de bajo tan estruendosas que se siente como si las estuviera cabalgando. Quema su historia de vida como combustible. Quema los dedos de sus manos y pies y su conexión a tierra hasta que no queda nada más de ella salvo una purificada, abstracta aceleración.
En términos relativos, cae sobre la nariz cónica del Atlantis tan ligera como una pluma, extendiendo sus campos de fuerza a lo largo de los parabrisas y fijándose al movimiento del vehículo. Siente el impacto como entumecida, como si la aislara del mismo una capa de gruesa lana. Hay siete personas adentro y todas se ven iguales en sus trajes de vuelo y sus cascos, y ella no puede desperdiciar ancho de banda mental para tratar de recordar sus nombres, pero distingue a la figura en un asiento de la fila del medio a la izquierda. Es su propia hija, teniendo este sueño otra vez. Es el mismo sueño. Sólo que esta vez desde un ángulo diferente.
Hay mensajes que son enteramente medio. No tienen carga útil: «Estoy en el exterior de la nave —Rachel les avisa—. Intentaré salvarlos a todos usando magia». No son ni palabras ni lenguaje por señas. Se los dice solamente con su presencia.
—¿Y qué ocurre a continuación? —le pregunta Nick a Laura.
—Me despierto.
—No, la otra cosa.
Nick prepara la cena. Laura está echada boca arriba en el suelo del cuarto contiguo, soltando la lengua como una paciente psiquiátrica y adivinando de vez en cuando qué es lo que él está preparando a partir de los aromas y el ¡clonc! de cada utensilio:
—Lo que pasó fue el evento más observado de la historia —responde ella—. La cosa reventó como una bomba atómica. Chispa, combustible, oxígeno. Quedó filmado en treinta y cinco secuencias diferentes y figura como el punto cúlmine de toda la telemetría. En realidad… lo que ocurrió a continuación es el único hecho conocido. Y es también la única parte que nunca llego a ver en el sueño.
—Porque explotas con la nave.
Laura no dice nada.
—Ah, espera —dice Nick—. ¿Recuperaron los siete cuerpos? Entonces no explotas con la nave, pero la explosión te deja inconsciente. Fuera del sueño.
—Pero a lo que quiero llegar… quiero decir que todo lo que sucede hasta ese punto son… conjeturas. Es una fantasía, algo que debí de armar pieza por pieza a partir de mis indagaciones. No existe grabación de video que muestre nada de lo que estoy imaginando. No hay grabaciones de voz. El hecho de que Mamá aparezca hacia el final… Yo ni sé si alcanzó a llegar. Yo ni sé si intentó llegar hasta allí. ¡Es una fanfic!
—Alza la voz —dice Nick—. La campana no me deja escucharte.
—No sé por qué sigo teniendo este sueño. Cuando lo estoy soñando, me importa…
—¿Sabes que estás soñando?
—¿Qué?
—Cuando empieza y estás atada al asiento, ¿lo reconoces? ¿Recuerdas que se trata de un sueño que ya has tenido antes? ¿Es uno lúcido?
Laura mira hacia el techo y estira sus dedos contra la alfombra. No lo sabe.
Hay un momento de calma en la conversación antes de que ella vuelva a elevar la voz:
—Huelo tomillo.
—¡Muy bien!
Fue una conjetura fundada. Lo había visto a Nick comprar un poco de eso ese mismo día:
—Cuando lo estoy soñando, es importante. Sepa o no si estoy soñando, lo tomo como si fuera real. Intento detenerlo. Y más tarde, al despertar, me doy cuenta de que no me importa. No tengo motivos para que me importe. Porque ya sucedió. Está en el pasado. No tengo razones para soñar este sueño.
—Quizás tu madre le importe más a tu subconsciente que a ti.
A Laura le parece improbable.
—Quizás. Lo único que me importa de manera consciente es duplicar lo que ella hizo.
—«Seis cosas imposibles».
—Más o menos. Y me falta poco. Su suministro de O₂ era poco más que un campo de fuerza con la forma de un ventilador rotando a alta velocidad. Esa clase de minuciosa proyección de campo de fuerza va a ser posible en cualquier momento, sin duda. Y ya casi resuelvo el misterio de la teoría Montauk de almacenamiento. ¿Toda esa cantidad de energía almacenada y soltada en ese lapso de tiempo? Casi definitivamente… o sea, quiero decir que es definitivamente posible, porque lo he visto en persona. Pero ya casi lo he duplicado. Y voy a adivinar… ¿pavo?
—¡Sí!
—Conjuración por gestos y conjuración no verbal bien pueden llegar a ser la misma cosa —prosigue Laura—. Pero no las entiendo. Tampoco la autocinética. Esas han sido muy difíciles. No sé dónde hay que mirar. No sé ni por dónde empezar a mirar. Se siente como si hubieran estanterías vacías de libros esperando allí mismo, ¿sabes? Niveles completos de Clasificación Decimal Dewey. Pero únicamente estoy tratando de encontrar lo que la llevó a ese punto, o al menos lo que teoréticamente la llevó a ese punto. Como un insecto en el parabrisas. No me importa lo que venga a continuación. Quizás el sueño se corta a partir del momento en el que ya no me importa más.
—Bien, ya está listo —dice Nick. Aparece con los platos. Hay algo de pavo, y tomillo, ensalada verde, patatas salteadas y una fina salsa marrón. Deja los platos sobre la mesa y vuelve a buscar los cubiertos. Laura se levanta del suelo y se sienta a la mesa.
—¿Y luego qué? —pregunta Nick desde la cocina.
—¿Qué?
—¿Cuál era el plan?
—El plan era que yo te cuento mi día mientras tú cocinas, y luego tú me cuentas tu día mientras comemos, para que no te comas toda tu porción increíblemente rápido y empieces a quitarme de la mía.
—No —dice Nick, regresando con cuchillos y tenedores. Tiende un par a Laura y se sienta frente a ella—. ¿Cuál era el plan de tu mamá?
—No lo sé. —Y esta revelación estalla en la mente de Laura, como un airbag. De súbito llena todo el espacio disponible. «¿No lo sé?».
Nick lleva un tanto a su boca y sigue hablando:
—Dijiste tú misma que la magia nueva lleva como un día de preparación, y más. Es por eso que te hace falta construir un juego de herramientas. No puedes improvisar. De modo que ella ya tenía que tener algo resuelto. —Mastica y traga—. O quizás no tenía ningún plan, ¿qué puedo saber yo? O algún indicio o alguna plegaria. Una de ésas.
Laura aferra cuchillo y tenedor y mira hacia un punto en la pared justo detrás de la cabeza de Nick:
—Espera un segundo.
—Así que es posible que haya una séptima cosa imposible. Cuando cuentes cuál sería efectivamente su plan, si es que tenía alguno, hay una cosa adicional que tú no sabías que ni siquiera no sabías.
—Pero es que ella no lo demuestra. Ella fracasa. Fracasó. Dame un segundo para pensar.
—Cómo no —dice Nick—. Así que te estás sacando de quicio. Es un rompecabezas con una pieza que no sabías que estaba ausente.
Laura está en algún lugar totalmente distinto.
—¿Qué estaba tratando de hacer? ¿Por qué no puedes ver eso en tu sueño? —insiste Nick.
—No hay… No hay nada que ella pudo haber hecho —dice Laura.
—¿No?
Laura mira de nuevo a Nick pero sin verlo. Intenta recordar el aspecto del rostro de su madre. Intenta leer sus intenciones, a través de un trecho medido en años.
Douglas Ferno tiene cuarenta y tantos, pero se lo ve mayor que eso. Sin ser gordo, pero hinchándose; sin ser calvo, pero raleando. No le importa, pero la intensidad con la que no le importa está disminuyendo. Tesorero del concejo municipal, la rutina y la racionalidad de su entorno laboral lo apaciguan. Se ha asentado en una especie de Secuencia principal de su profesión, teniendo aún una gran distancia por recorrer hasta el retiro. En sus ratos libres, se dedica a la cetrería.
Las aves de presa no son perros. Con la perspectiva de disponer de tiempo y estabilidad, Doug Ferno se metió de cabeza en una actividad que requiere de un esfuerzo sostenido a lo largo de años para alcanzar un resultado positivo. Las aves de presa están impresionantemente bien adaptadas a su nicho ecológico, llenas de garras y con un alcance visual láser y una zambullida de trescientos veinte kilómetros por hora, pero nada que las convierta en perspicaces o amistosas u obedientes. Hela, su gavilán mixto, es un animal salvaje, paranoico. Acepta que existan humanos en su vida hasta el punto en que aparentan ser una parte de su exitosa estrategia de caza. A pesar de haber sido criada por Doug Ferno, Hela se comporta con él como el horripilantemente inteligente y peligroso superdepredador que es, del mismo modo que una persona se comportaría con un tigre que misteriosamente empezara a cocinarle los almuerzos. Las instrucciones que Hela hasta ahora comprende incluyen el «vuela a ese árbol que está por allá», el «vuela de regreso a mi mano» y por último «¡MIRA MIRA UNA LIEBRE A ELLA!».
Hoy Hela se posa sobre un grueso guante de cuero en su mano izquierda, con finas pihuelas de cuero atadas en torno a sus patas, el puño aferrando firmemente los otros extremos. Hela es de un marrón oscuro uniforme, con un pico amarillo curvo y una envergadura de ala de un metro. Sus plumas son delicadas y frágiles, como de cristal. Pesa alrededor de un kilogramo, casi tan poco como para olvidarlo.
Doug y Laura están subiendo por el camino forestal que lleva al prado extenso al que Doug normalmente lleva las aves a entrenar. Laura porta una alcándara, básicamente un aro metálico de cróquet de grandes dimensiones, lo suficientemente pesado como para que un ave no pueda echar a volar con él a cuestas.
—Tengo pendiente una entrevista de trabajo —dice Laura.
—Pensaba que ibas a quedarte hasta obtener la maestría —responde Doug Ferno.
—Yo también —dice Laura—. Es en Hatt. Creo que el nombre completo es «Grupo Hatt» pero le dicen «Hatt». Son un grupo aeroespacial. Están usando mucha magia en su trabajo. Y si en vez usaran una pequeña cantidad de magia ello significaría diez veces más la cantidad de magia que usa cualquier otra agencia aeroespacial, porque la industria se mueve a paso de caracol petrificado.
—¿Les enviaste una solicitud de empleo?
—No.
—¿Te llamaron así nada más?
—Me enviaron un correo electrónico así nada más. No pongas esa cara, papá. Quieren que me dé una vuelta y eche un vistazo a la fábrica.
—¿Te han hablado de dinero?
—Me han hablado del hardware.
—Juguetes —traduce Doug Ferno.
Laura sonríe como niña en juguetería.
—¿Cuántas personas saben qué es lo que intentas llevar a cabo? —le pregunta su padre. Lo que Laura intenta llevar a cabo, en diez palabras o menos: «un sistema de lanzamiento espacial para uso humano completamente mágico».
—Todo el mundo lo sabe. Todo el que tome asiento y sonría y asienta inmóvil el tiempo suficiente. Cuántos de ellos harán correr la voz o creerán en serio que voy a llegar a alguna parte… no tengo idea, dímelo tú. Supongo que al menos hay una persona que me da el reconocimiento. Este correo no fue un mero formulario, papá. No formó parte de una lista de correos enviados a cuatro mil personas, ni siquiera a cuatro. Fue algo personal. Alguien se sentó y decidió escribirme a mí.
—Qué halagador. ¿Vas a ir?
Llegan a la cumbre del camino y ya están fuera del bosque por la cuesta de la colina. Es un día maravilloso, el mundo hecho de azul, verde, naranja y amarillo. Laura y su padre se impregnan de paisaje. Un clima así de bueno resulta ser un preciado recurso en cualquier época del año. Hela mira en rededor con indiferencia. Como todas las aves, sus ojos no pueden girar en sus cuencas. Tiene que rotar la cabeza entera para observar las cosas. Sería imposible adivinar qué está pensando, o siquiera, con el simple alcance visual humano, qué es lo que está mirando.
—Sí —dice Laura.
—¿Y darte por vencida en tu trabajo de posgrado? ¿Renunciar a un doctorado? ¿Es eso lo que quieres hacer?
—Si me lo permiten, voy a renunciar al título.
—¿Qué? ¿Tan cerca de conseguirlo? Cielo, eso es una locura.
—Lo que yo quiero es ir al espacio. ¿Sabes cómo es que estoy tomando las decisiones ahora mismo, papá? Las estoy tomando en base a lo que me va a llevar al espacio lo antes posible. ¿Si me preguntas en dónde me veo a mí misma dentro de cinco años? Me veo en el espacio. No creo que esté en el mundo académico. Sospecho que el mundo académico me va retener acá en la Tierra. Si Hatt me va a dar los materiales y el equipamiento, los juguetes, pues voy a aniquilar lo que reste de teoría en… en…
—¿Como en más o menos la mitad de un Programa Apolo?
—Algo así. Hacia el final de esta década.
Hacia el final del terreno, Laura planta la alcándara portátil en la tierra y la hunde con el pie. Ayuda a su padre a atar una línea muy larga y ligera a las pihuelas del ave. Doug podría hacerlo por sí solo con una mano, pero hoy hay más de un individuo aprendiz. Doug posa a Hela sobre la alcándara, y luego él y su hija se retiran al extremo opuesto del terreno, mientras que Doug suelta cerca de treinta metros de línea en el camino.
De un gran morral de cuero, Doug Ferno saca un tercio de polluelo muerto. Los consigue por lote en una granja de cría intensiva, en la que sólo son útiles las hembras. Laura no se atrevería a tocar los asquerosos jirones de pollo si no llevase su propio guante de cuero grueso. Lo sujeta con mano enguantada y estira el brazo, a la vista de Hela. Doug silba, y volando llega el ave.
Hela se embarca por una trayectoria vaga, de bajas energías, desde la alcándara hasta el guante: casi raspando la hierba en su punto más bajo, apenas agitando sus alas excepto por una fracción de segundo de actividad al aterrizar. Si el peso del fiador altera su vuelo, Laura no consigue darse cuenta de ello. El fragmento de pollo desaparece en un instante, tragado entero, incluyendo la cabeza. Hela está hambrienta, lo cual viene al caso, porque una vez que llena la panza no hay cantidad de años de entrenamiento y familiaridad y respeto mutuo que la hagan moverse. Todo este asunto concierne a su comida.
Laura resiste la tentación de acariciarle la cabeza, o de cepillarle la pelusa amarilla pegada en su rostro. Hela no tiene concepto alguno de contacto personal. Por acto reflejo, lo más probable es que perfore un hoyo en el brazo de Laura. En cambio, Laura medio la arroja de regreso a su alcándara.
Doug dice:
—Creo que estás subestimando radicalmente cuán enorme es el asunto de llegar al espacio. Si metes un ser humano vivo en la ecuación todo el trabajo se vuelve sin duda veinte, cincuenta veces más arduo.
—No me sermonees papá, ¿crees que no he estado investigando estas cosas?
—Yo creo que has investigado estas cosas, y creo que te han sosegado. Creo que has leído muchos libros y atravesado una montaña de teoría y escrito algunos conjuros sorprendentes. Pero yo no creo, y te estás engañando a ti misma si es que lo crees, que seas la más brillante o más calificada ingeniera en todo el mundo, y yo no creo, y vas a terminar matándote si lo crees, que puedas manejar un cometido de esta magnitud por ti misma en tan sólo cinco años. O vas a matarte con el estrés o vas a extraviar algún término en pleno Veda mental o lo que fuera que ustedes hagan…
—Cálculo de vectores.
—… y quedar hecha tortilla por acción de alguna fuerza adicional y descontrolada que no hayas tenido en cuenta. O aún peor, hacer tortilla a alguien más. Y ese término se te va a extraviar por trabajar en exceso —Doug le entrega a Laura otra porción de polluelo y vuelve a silbar. Hela, al igual que antes, vuela hacia ellos—. Y todo eso dando por hecho que te van a dar rienda suelta para embarcarte en lo que quieras, todo el día. Si crees que eso es lo que en Hatt quieren que hagas, se te han perdido los papeles. Eso no es tener trabajo. Que te paguen por tu gratificación personal es un trabajo muy, muy inusual. Tú sabes cosas que ellos no, y es por eso que te van a pagar. Una vez que te hayan exprimido hasta la última gota podrán despedirte, y construir su mágica nave espacial por sí mismos. ¿Has pensado en eso?
Alimentan a Hela algunas veces más, incorporando su rutina.
—Tienes que aferrarte con menos fuerza a este asunto —dice Doug—. Te queda el resto de tu vida para que te salga bien.
—Me hace falta saber qué es lo que Mamá tenía pensado hacer una vez que llegara al Atlantis —dice Laura.
—… no sé nada de eso —dice Doug Ferno.
—Dentro de cinco años ya voy a tener todo lo demás. Todavía me faltan dilucidar la autocinética y la conjuración gestual. Pero no hay manera en que ella pudiera salvarla. Una vez que estuviese ahí, no le quedaría nada por hacer. Me hace falta saberlo.
El semblante de Doug Ferno se derrumba. Al igual que su compostura. No alcanza a mirar a Laura a los ojos y el ánimo lo abandona:
—No sé nada de eso —dice.
—¿Y qué es lo que sabes? ¿De dónde sacó Mamá todo ese conocimiento? ¿Quién le enseñó a ella? ¿Cuándo?
—Nos vamos —decide Doug. Camina a grandes pasos hacia la alcándara, enrollando el hilo fiador a medida que avanza.
—¿Eso es todo?
—Estoy dejando algo bien claro. —Doug le había dicho a Laura que hoy iba a quitarle las pihuelas a Hela por primera vez. Para eso trajo el receptor de radio, para poder localizar a Hela (tanto como fuese posible) si se escapaba al vuelo. Es un momento crucial, enormemente angustiante para un cetrero. Presenciarlo hubiera sido un privilegio.
—Ya pasó mucho tiempo —dice Laura—. Sé que no te gusta hablar de ello. Pero ya nos pasó mucho tiempo sin hablar de esto. Ya van ocho años. Me dijiste que era una maga autodidacta. Una amateur. Una aficionada. Nos contaste su historia a Nat y a mí cuando éramos chicas. Se conocieron en un coro…
—Es muy problemática esta obsesión tuya —dice Doug.
—Pero es que no puede ser totalmente cierta. No del todo. No tiene sentido. En secreto era una persona totalmente distinta. Y me hace falta saber quién.
—La cuestión fue tal como la viste —dice Doug—. Nuestro matrimonio fue tal como lo viste. Y como lo vi yo.
Hay una larga pausa mientras Doug anuda a Hela de nuevo a su muñeca. Hela, sin importarle la conversación humana, decide huir. Alza unos diez centímetros de vuelo y la vuelven a atrapar. Cuelga por las patas de la mano de Doug, ligeramente azorada, hasta que él la vuelve a posar gentilmente con su otra mano.
—¿Quién era ella? —pregunta Laura.
Doug Ferno retoma el camino a pasos grandes:
—No lo sé —dice.
Y después hay otro sueño.
A lo largo del pasillo y a través de la siguiente puerta a la derecha, pasando la exhibición Atlantis, hay un cuarto nuevo pero del mismo tamaño. Este tiene una gruesa porción rectangular de volcán fisural, irregular en la cima pero con un corte perfecto en cada uno de los cuatro lados, un gran trozo negro de torta de chocolate con hilos de lava cayendo a cada lado. A la cima del surco hay tres personas. Una es el delirante psicodoble de Benj Clarke, congelado en el momento en que intentaba ultimar al mundo, con una bola de plutonio subcrítico en una mano y un ensamblaje de implosión a base de campo de fuerza mágico/metálico en la otra. Otra es la misma Laura, en voluminosos atavíos negros, de pie un poco más abajo de Clarke y apuntando una vara de mercurio de tres metros de largo hacia él, la triple secuencia de conjuros apenas comenzando a surtir efecto. Una afilada luz láser verde brota de la punta de la vara, cruzando la distancia hacia la mano de Benj.
En sus sueños —sus otros sueños— Laura observa esta escena desde el punto de vista de su hermana, más lejos, de pie, pendiente abajo junto al verdadero Benj.
Pero hay una tercera persona allí en la cumbre del surco.
Este sueño se ha repetido desde su regreso de Islandia, tan frecuente como el otro. Para Laura tiene sentido que el Atlantis ocupe un gran abismo en el medio de su mente. Desanudar los trucos de su madre forma parte del plan, una escalinata en el camino al vuelo espacial motorizado por humanos, una gran caja cerrada bajo llave con signos de pregunta pegados todo a su alrededor. Pero ¿por qué también este? Es el sueño de un sueño. ¿Acaso tienen algo en común?
La tercera persona posiblemente sea masculina, y baja, apenas más alta que ella. Está de pie al lado de la Laura soñada. No pueden distinguirse sus facciones ni sus ropas, porque se trata de una cáscara de vidrio vacío, vidrio tan fino como tela de araña. No reluce, pues no hay suficiente luz ambiental como para ello, pero Laura —la real, desde su paralizada perspectiva colina abajo— ve una silueta de salpicantes fotones verdes, reflejados por el rayo láser.
Todo en el cuarto está atascado en su lugar. Hasta los fotones en vuelo. La Laura real no puede acercarse a confrontar al hombre apenas visible, ni siquiera gritarle. En principio, ya era parte de un sueño, ¿no? Lo que significa que el sueño del sueño es tan real como el original, ¿no? Lo que significa que se trata del mismo sujeto.
Y cuando se da cuenta de esto, él mira hacia ella. Estaba atascado en este cuadro viviente, pero luego dio la vuelta, dándose cuenta que la Laura real lo está observando. La luz verde en su rostro cambia de aspecto cuando él gira. Ella no puede moverse.
Y en ese momento es que ella también se da cuenta de que el hombre de vidrio pareciera estar ayudando a Laura soñada con su conjuro. Una mano en el hombro de Laura soñada. La otra nivelando la postura de su vara, ayudándola a apuntar.
El «hogar ancestral» del Grupo Hatt es un chato edificio de oficinas y una fábrica y una pista de aterrizaje en Norfolk, de insípido paisaje y canales que corren en múltiples direcciones. Las oficinas son de una arquitectura moderna, agradable. Ladrillos pálidos y de vidrio, mobiliario moderno, una espaciosa recepción con un elevado techo y muy iluminada. Es una fachada pensada para la clientela. Llegar a este lugar por medio del transporte público es un fastidioso dolor de cabeza.
El hombre que recibe a Laura tiene cincuenta y tantos pero aparenta ser mucho más joven: cabellera rubia ceniza, traje casual sin corbata. Casi que dispara desde la puerta de la zona de oficinas y se encamina a Laura de inmediato. Da un enérgico apretón de manos. Es una persona vertiginosa:
—¿Te parece bien el lugar?
—Sí —miente Laura.
—¿Viniste en coche?
—No.
El hombre sonríe de un modo mitad consolador. Es evidente que está al tanto del espantoso servicio de autobús:
—Mala suerte. ¿Te puedo ofrecer algo de beber?
Laura señala que ya le han indicado que se sirva una taza de café de cortesía. El hombre dice:
—Pues ya no hay más cháchara para mí. Me llamo Edward Hatt, hablemos de tu proyecto de último año.
—¿Eres dueño de este lugar?
—Lo soy.
—Eh… —dice Laura.
Hatt sonríe a mil dientes. Laura dice:
—No he traído nada de mi equipamiento. Además, mi proyecto de último año lleva alrededor de una hora en conjurarse. Y tampoco traje mis notas. Y no lo he terminado.
—¿No trajiste nada de equipo?
—¿Debí hacerlo? Es una entrevista laboral.
—Nuestra intención era tener algo así como una conversación informal.
—De acuerdo… pues, se trata de una colección de conjuros cinemáticos a escala reducida. La idea es que extiendo mi mano y mi vara se ensambla a sí misma. En mi mano.
A medida que Laura habla, Hatt se dirige al recepcionista y procura una tarjeta roja de alguna clase que habilita a Laura a pasar, escoltada, al resto del edificio:
—Te escucho, dice Hatt.
—De momento tengo que sostener el primer segmento de la vara en una mano. El extremo superior, quiero decir. El segundo, tercero, cuarto, quinto y sexto segmentos se ensamblan uno a la vez. Utilizo medidas de magia de fondo para que el conjuro determine cuántos segmentos ya están ensamblados y cuál es el segmento que se mueve a continuación. Tras cada conexión de un nuevo segmento cambia el flujo de fondo…
—Efectos de tensor S —comenta Hatt, abriendo la puerta e indicándole a Laura que pase.
Laura titubea, pero sólo por una fracción de segundo:
—Sí. Emito un flujo continuo de maná mensurable hacia el mundo, y la vara parcialmente ensamblada lo altera en modos que puedo ir detectando con otras herramientas. Luego, una vez que los conjuros que detectan el progreso del ensamblaje de la vara están en su lugar, aplico una matriz de muchos conjuros cinéticos a escala reducida que alzan y guían los segmentos. Atornillar (quiero decir: rotar un segmento de vara sobre su eje sin desplazamientos) es una operación delicada.
—Los conjuros a escala reducida siempre requieren de más habilidad que los de acción por fuerza bruta —dice Edward Hatt. La conduce a través de pasillos de oficina a grandes trancos, pasando de largo toda oficina y sala de reunión.
—Cierto —dice Laura.
—¿Cuánto tiempo dura el ensamblado?
—Enunciar el conjuro lleva más de cincuenta minutos. El ensamblaje toma dos minutos, de momento.
—¿Estás buscando hacerlo más rápido?
—¿Cuál parte?
—Ambas. Cualquiera.
—La segunda, desde luego. Es como dices, sin embargo, estoy aumentando desde empujes a escala reducida a empujones a gran escala mientras intento no romper nada, como por ejemplo arrojando un segmento de vara a través del cuarto en la dirección equivocada. Lo que me hace falta es la habilidad en velocidad. Creo que puedo reducirlo a un segundo. Quiero la capacidad de arrojar los segmentos al aire y que caigan en una pieza. La primera parte, no lo sé. Puedo agilizar la verbalización pero llegar a la posición en la que, mentalmente, estoy «malabareando» todo el asunto con seguridad, me lleva…
—… te lleva más tiempo cuanto más prisa tienes. Pero si te relajas y lo tomas con calma lleva incluso más tiempo. Y si intentas no pensar conscientemente acerca de ninguna de esas cosas es aún peor.
—Correcto. ¿Has hecho algo de magia?
Llegan a una pesada puerta cerrada con llave. Hatt pasa su tarjeta ID sobre un lector al costado, y le indica a Laura que haga lo mismo. El lector destella en luz verde y Hatt tira del picaporte. Entra dando trancos, escoge un casco amarillo chillón de una estantería y se lo pone al caminar, sin perder un segundo. Laura lo imita y tiene que ir al trote para alcanzarlo.
La sala siguiente es la planta fabril. Es tan grande que en ella cabría un estadio. Un estadio entero sin tocar las paredes. La aplicación de aire acondicionado sería justificable para el infierno mismo. Hay montones de maquinaria construyendo más maquinaria; un confuso desorden de tecnología avanzada compuesto de fuselajes, motores, bahías y pequeñas personas vistiendo overoles y cascos protectores. Le tomaría un mes entero a Laura encontrar la lógica de toda la disposición, pero tras ese mes, Laura ya sabría que la sala contiene cuatro líneas distintas de producción y componentes para once aeronaves diferentes. El lugar está inundado de carteles de advertencia: maquinaria en movimiento, vehículos en movimiento, caída de objetos, químicos, electricidad, cargas pesadas.
Al extremo de la gran tabla de advertencias se encuentra la que Laura estaba buscando. Es un triángulo negro de advertencia con el símbolo del triple diamante de Mohit Dehlavi por dentro. Al igual que el símbolo de biopeligro y el trébol de advertencia de radiación, es una forma abstracta espigada con simetría rotacional de grado 3, reconocible al instante desde cualquier ángulo. Significa «Magia de Altas Energías». A su lado hay una estantería de gruesos anillos Montauk, en caso de emergencia de un experimento fuera de control, para drenar toda su energía y desactivarlo. Estos se ven más grandes que los usuales de los laboratorios de la universidad de Laura. Y se nota que están usados.
—La magia es el eslabón perdido del aeroespacio —dice Hatt—. A la industria aeroespacial le hacía falta reiniciarse y estamos en eso. Estamos integrando verticalmente nuestras líneas de ensamblaje de maneras que dejan al resto de la industria en harapos. ¿Sabías que Boeing envía los cascos de sus naves a cinco países distintos para ensamblarlos? No estoy hablando de múltiples plantas operando en paralelo. Un único fuselaje atraviesa linealmente a cinco países diferentes, para que le adhieran partes diferentes. Y de un país a otro descansa en un bote. Y la magia hace cosas radicales con los cálculos de dinámica de fluidos…
—… no es que la magia no tenga sus propios problemas probadamente sin una solución general de dinámica de fluidos…
—… así que lo hacemos numéricamente, desde luego. Pero al decir «radicales» quiero decir «valiosas». Y la magia cambia la ecuación del cohete de Tsiolkovski, y si hubieras pasado tanto tiempo como yo mirando inútilmente a la ecuación del cohete de Tsiolkovski deseando que no fuera tan perra, entenderías cuán perra realmente es.
—En realidad, lo he hecho.
—Para conseguir un delta–v cuatro veces la velocidad de escape efectiva nos hace falta que la razón propelente–masa sea ¡de cincuenta a uno! ¡A la mierda con eso! Tú sabes como es esto.
—Lo sé.
—¡Que se joda el logaritmo natural!
—Que se joda —dice Laura.
—Si, he hecho algo de magia —dice Hatt—. Este trabajo conlleva mucho de negocios directos, al grano, reuniones en salas y en el teléfono, y cuanto más de eso me ocupa más me separa del trabajo mágico físico «manos a la obra». Y me arrepiento de eso. Pero puedo aguantarlo siempre y cuando sea en servicio del progreso científico. Dos cosas, me he dado cuenta. Una: que el futuro no es algo que sucede solamente quedándonos sentados viendo como los dígitos dan vueltas. El futuro es algo que construyes con una decisión consciente. Dos: lo que construyas, lo puedes vender. La magia hace del mundo algo mucho más confuso, pero yo creo que vas a estar de acuerdo conmigo en que admitir que hay algo en el mundo que nunca va a ser comprendido del todo es lo exactamente opuesto a la ciencia. Con la magia, vamos a rebajar a la mitad el costo por kilogramo para llegar a la OTB. Y después de eso, malditos autos voladores de verdad.
Avanzan a los trancos algunos minutos más, llegando a otro extremo de la fábrica y saliendo por una puerta a la rampa y más allá la pista de aterrizaje. Hatt continúa caminando en la misma dirección, ahora diríase conduciendo a Laura por el concreto, lejos del bosque de aviones y vehículos remolque, hacia la nada. No es ni de cerca el mismo lindo día. Arrecia el viento y el cielo está gris.
—¿Tienes los sueños bizarros? —pregunta Hatt.
—¿Qué?
—Déjame mostrarte lo que vinimos a ver —dice Hatt. Se detienen en mitad de la pista, la cual, que Laura sepa, no está actualmente en uso. De un bolsillo interior de la chaqueta, Hatt saca una delgada caja negra y de ella saca un puñado de cilindros de fino metal, como hilos de espagueti seco. Al conectarlos forman una vara mágica a escala reducida, tan larga como su antebrazo y apenas unos milímetros de grosor. Dicho de otra manera, una varita. La ensambla tan velozmente que Laura no tiene oportunidad de decir nada—. Fib anh dulaku ANKA'U.
Y…
Hay un puro cielo nocturno despejado sobre sus cabezas, con una galaxia de tres puntas. Hay vidrio bajo sus pies. El vidrio es de un azulado zafiro y duro, como si vehículos pesados hubiesen conducido por encima en todas las direcciones cien veces al día durante toda una década. Donde hace un momento estaba el hangar del Grupo Hatt, ahora hay un edificio aún más colosal, hecho por completo de vidrio, iluminado por dentro con constelaciones de reflectores que arrojan una luz de un tono azul futurista, lleno de relucientes y lustrosos vehículos de lanzamiento negros cubiertos con runas mágicas. En lugar de las oficinas del Grupo Hatt, ahora hay una vasta estación terminal de dos pisos, con rieles de tránsito de masas que conectan todos sus orificios, transportando pasajeros desde y hacia el resto del Reino Unido.
Edward Hatt y Laura Ferno siguen juntos de pie en el medio de la pista. Hatt sonríe a mil dientes y Laura se agacha cuando un avión espacial pasa como un alarido sobre sus cabezas, arroja una ráfaga que vuela sus cabellos por la propulsión en reversa y aterriza. La máquina es del tamaño de un 737, blanco brillante por encima, negro satinado por debajo, y angular como una gaviota. Bajo sus alas, en lugar de motores a reacción o cohetes, tiene inscripciones de un rojo incandescente y finos canales de distribución de maná en forma de peine. En el cielo, en la dirección desde la que arribó el avión espacial, hay una columna de luces, una nueva hilera de aviones espaciales aproximándose. La fila se alarga hasta más allá del límite de la visión humana, apilados tan cerca uno de otro como lo permite el Control de Tráfico Espacial.
Es un futuro. El mundo de Tanako de Edward Hatt.
—Esto no puede ser Norfolk —dice Laura—. Nunca construirías un puerto espacial sobre la latitud de Norfolk. Es energéticamente desfavorable. ¿Tú construiste esto?
—Nosotros construiremos esto —dice Hatt—, y no hay nada que nos pueda impedir que lancemos desde el Polo Norte, derecho hacia arriba. A esta altura la física cuántica te resulta familiar. La magia viola las leyes. Leyes muy, muy grandes. Allá. —Señala.
A la otra punta de la estación terminal hay otra pista de aterrizaje. Una clase de ave espacial de otro modelo mucho más grande despega, recorriendo apenas doscientos metros de «asfalto». Una vez en el aire, levanta la nariz casi hasta ponerse vertical, y acelera hasta quedar fuera de vista. En menos de treinta segundos, Laura ya no puede verlo. No puede distinguir si su trayectoria es suborbital o no.
Se da cuenta de que el ave espacial tenía ventanas por todo su casco. Ventanas de pasajeros. De hecho, tenía más o menos la misma configuración que el que acaba de aterrizar, lo que significa aprovechamiento de los componentes. No hay tanque de combustible vacío. No lleva combustible, sin contar la titánica cantidad de magia.
—Esta es la mitad del sueño que transcurre en la Tierra —dice Edward Hatt—. Yo aún no sé qué cosa hay en la Luna, pero definitivamente hay algo allí que vale la pena ver.
—¿Se puede hacer esto? Incluso en teoría, ¿cuánto de todo esto es posible?
—Vamos a tener que inventar algo de teoría —dice Hatt. Lo dice con plena seguridad. Ni siquiera parece habérsele ocurrido que la teoría puede llegar a ser muy difícil de inventar. Un trozo de papel pasa volando con el viento. Lo atrapa en pleno vuelo.
Y han regresado al gris día de Norfolk.
—¿Cómo hiciste eso?
—Parece que alguien ha perdido su tarjeta de embarque —Edward Hatt le dice a Laura, pasándole el trozo de papel. Tiene la textura del papel moneda, y un código de barras de un estilo que Laura no puede reconocer. La fecha que indica es para dentro de treinta años. El vuelo es desde aquí hasta Ciudad del Cabo. Duración: dos horas, once minutos.
—Tenías esto preparado en el bolsillo —dice Laura.
Hatt guarda sus manos en los bolsillos:
—¿Contamos contigo?
—¿Esa fue toda la entrevista?
—Queremos que finalices tu proyecto de último año. La taumocinética de bajo nivel. Si puedes completarlo hasta que estés satisfecha, habrás demostrado el nivel de pericia que necesitamos. Finaliza también el posgrado si eso te simplifica las cosas.
Laura sostiene la mirada de Hatt durante unos momentos:
—Esa cosa que construiste en el mundo de Tanako no es ningún gran truco —le dice—. Cualquiera puede soñar así, en grande. Y sé que las varitas son muy caras. Pero ahí atrás he visto magos con cascos puestos haciendo cosas que de hecho no termino de comprender. Para ganarse la vida.
—¿Significa eso que sí?
—Pasemos al papeleo.