Exa Watson está de pie ante el mirador, sorbiendo de un vaso el mejor whisky que jamás ha existido, admirando el colapso en vivo de la ciudad de Nueva York bajo la iluminación de emergencia semejante a un infierno sobre la tierra. Cada tres segundos, más o menos, un refulgente ¡zump! de luz blanca ilustra la partida de un miembro del Grupo de la Rueda, transformándose en un vector de estado superamplificado que acaba de emitirse fuera del sistema solar, disparado hacia Sirio. El gasto de energía es colosal; ha de serlo, para así garantizar una clara recepción al otro lado. Se está drenando toda la magia del planeta Tierra para conseguirlo. Restan unos sesenta miembros de la Rueda en partir, reunidos en grupos, resignados, la mayoría haciendo lo mismo que Exa: dejándose llevar por un invaluable último vicio. El ambiente es espeso, turbio, algo más allá de la simple y total derrota.
Exa sostiene el vaso en una mano y con la otra juguetea con su kara. Hubiera sido la cosa más sencilla del mundo alojar toda esa profunda capacidad médico–mágica de lleno en el cerebro de cada uno de los miembros de la Rueda, y olvidarse de su existencia, y que cada cual continuase una vida futura sin consecuencias ni preciso destino final. Pero el kara es una implementación derivada del Doctor, su propósito es servir de permanente recordatorio:
Que ganaron la Guerra Abstracta, pero no por ninguna medida sensible y numérica. (A la historia la escribe quien viva el tiempo suficiente para poner el resultado por escrito, y ellos fueron los que quedaron, y ¿qué otro resultado iban a escribir?) Que salvaron una Tierra, pero sólo sus restos estériles. Que volvieron a poblarla, pero valiéndose de vulgares manipulaciones y sólo con personas fotocopiadas. Y que, luego, teniendo su perfecta segunda oportunidad, de alguna manera, hallaron el modo de volver a «ganar».
Ra ha despertado. La civilización Virtual ha reanudado su existencia. Hay suficiente energía llegando por la conexión de bajada como para moler al planeta entero hasta no dejar más que fangoso computronio. Cuarenta y seis mil quintillones de joules es un horroroso exceso, en relación con la urgencia combinada de un mayor poder de procesamiento. Suponiendo una perfecta logística, desmantelar el planeta llevará no más de diez horas y ensamblar el cerebro de Matrioshka no más de mil, pero el primer sustrato contenedor estará listo casi de inmediato y los Virtuales ya comienzan a apiñarse detrás del paquete de energía, anhelantes.
Exa cavila acerca de las personas fotocopiadas. No hay nadie en la sala que esté hablando de las personas fotocopiadas.
—¿Y si hay algo más? ¿Algo en lo que evitamos pensar? —pregunta, desesperado—. ¿De veras será que nos retiramos porque es nuestra única opción? ¿No será que la retirada se debe a que somos todos cobardes?
Casaccia gira hacia él, con pena y agravio:
—Exa, lo voy a decir por última vez. No puedes pelear contra Dios a menos que Dios así lo quiera. No puedes siquiera sopesar la idea misma.
Quedan al menos treinta de ellos. Exa intenta sopesar la idea y comprende que, por algún motivo, de veras no puede. Con furia, arroja el licor restante hacia el fondo de su garganta, y arroja el vaso por encima del hombro hacia el cristal de la ventana, con la fuerza de un cohete. El cristal estalla, asimismo los escudos ópticos, y esquirlas de vidrio roto se esparcen por el río Este. El penthouse pierde su camuflaje. Ahora todo el mundo puede verlos, pero ¿quién en toda la ciudad vociferante tiene apenas cabida para esto?
—Los arrastramos a la existencia —grita Exa—. Y dejamos que tengan crías, como si la cosa fuera real. En un mundo en el que básicamente creyeron que comprendían, el cual básicamente creían que era racional y seguro. Van a morirse, todos ellos. ¿Qué es lo que somos?
—Es culpa de King —dice Malcolm Flatt. King no es más que un bulto durmiente en el suelo. Exa, aún en poder de su aro medicinal, lo ha recostado allí en posición lateral de seguridad.
—No es por entero culpa de King—dice Exa—. Tuvimos que perder la razón. Le debemos disculpas al mundo entero por ser como es.
—Bien —dice Casaccia—. Si encuentras la forma barata y rápida de hacerlo, dímela.
Exa guarda silencio.
Quedan diez de ellos. El sistema pareciera avanzar según un orden aproximado de veteranía creciente. Kila Arkov, custodio de los perdidos registros akáshicos, se va. Cen, adivino de los mismos, se va. Paolo Casaccia, jefe de seguridad de la Rueda, posa su propio vaso vacío en la mesa, se acomoda las mangas y: «Nos vemos». Se va.
Malcolm Flatt es el antepenúltimo. Cuando ya se ha ido, a Exa le quedan dos segundos y tres cuartos a solas con King, quien todavía no despierta. Exa es el penúltimo en la lista, King el último.
—Acá están sus disculpas —Exa saca de su bolsillo el kara de Adam King y lo parte en dos. Deja caer las piezas sobre la alfombra y desaparece, deglutido hacia el paraíso.
Y el transmisor procede a desactivarse y enfriarse.
El aire gélido de Nueva York se cuela por el vandalizado mirador. Tiritando en sueños, Adam King oye o imagina que oye el discurrir del río, unas docenas de pisos por debajo suyo. Se oye un suave, ininteligible griterío que llega desde la orilla.
King atraviesa un sueño. No una alucinación de negros cristales, nadie volverá jamás a tener una de ésas, sino un sueño hecho y derecho: una pesadilla de manual, una sobre el llegar tarde. Sin importar lo que haga, está atrasado y fuera de curso, arrojado a reuniones inescapables y salas de espera. Lo fustiga una cuenta regresiva electrónica, un bip tras otro, un acelerado clamor.
Tras varios minutos, el griterío se va apagando, alejándose a la distancia junto a una oleada de luz roja y azul. En la ciudad, los automóviles y trenes hacen un alto casi inofensivamente, faroles todavía encendidos y motores andando. En el cielo, los aviones circulan en piloto automático, y continuarán circulando hasta que el mundo bajo ellos se acabe y que llegue Ra a la caza de su silicio y aluminio.
—¿Qué hay en Sirio?
Se estremece, y ese ligero movimiento le produce un endurecimiento del cuello, una sólida estrella de neutrones hecha dolor en el mismo músculo que Exa le asestó el golpe. Por instinto se aferra a la muñeca de su aro medicinal, no consigue hallarla, busca pues en el piso a su alrededor, y encuentra las piezas. Ya no hay miembros de la Rueda en la sala, que no es más que un páramo. Comprueba sus privilegios; no queda ninguno, le fueron extirpados el mismo instante que su aro medicinal se partió en dos.
—Me expulsaron —dice él—. Me abandonaron. En un planeta a punto de estallar.
—Adam.
Alza la mirada. Natalie Ferno está allí, sentada a la otra punta de la formidable mesa de comedor. Tendido sobre la mesa frente a ella está el Puente, rechoncho, de un rojo monótono y gris mate. A los ojos de King se asemeja al híbrido entre un reforzado servidor tamaño 1U y un bloque de Armamento metamaterial, del tipo que él mismo usó para combatir en la Guerra. La nostalgia lo inunda. Han pasado décadas desde que lo vio por última vez. A esta corriente nostálgica la sigue de cerca un cuchillazo de culpa intensa.
Colgando del costado del Puente hay varios cables gruesos. Uno de ellos, rojo, serpentea hacia la nuca de Natalie. Otro, de rayas verdes y amarillas, está conectado a un puerto en el centro de la misma mesa de comedor. Nat ha estado usando el Puente para mover información de los sistemas del penthouse a sus propios pensamientos. Ha puesto manos a la obra.
Trabajando en silencio, ella sola. Fue algo extraordinario. De algún modo, vaciar al mundo entero de la presencia humana le dio lugar suficiente para pensar con un poco más de claridad que nunca antes, a pesar de la inmensidad de la tarea, la importancia del momento histórico, el valor del paquete y la gigantesca e incandescente hora límite que se avecina a su encuentro. Ella reconoció todas esas presiones y permitió que le pasaran de largo. Trabajó eficientemente, libre de pasiones. Ya ha terminado, con cinco duros minutos de gracia. ¿A qué le recuerda eso?
—Sirio —repite—. Hacia allá fue que todos los dem–…
King lanza una mano en su dirección, los dedos extendidos:
—Threna estet au.
La saeta de fuego produce un agujero del tamaño de un puño en la silla de comedor de elevado respaldo de Nat, justo en el lugar sobre el que su cabeza reposaba, regándola con astillas de bronce.
Ella se zambulle bajo la mesa.
De un salto, King se pone de pie y, de otro, trepa a la mesa misma. Añade otra palabra de poder a su conjuro, la cual amplía su apertura un dos mil por ciento, luego apunta con su antebrazo y atomiza todo el extremo opuesto de la mesa. La energía coherente que abandona sus dedos produce un sonido agudo, ensordecedor, casi electrónico. El ataque ha extinguido siete sillas más una larga elipse de mullida alfombra roja. Habiendo perdido dos de sus patas, la alargada mesa se inclina hacia adelante produciendo un traac y otros complementarios sonidos de madera crujiente. Para permanecer erguido, King engancha el taco de uno de sus zapatos en el borde de la mesa. Lo que ha quedado es un borde incinerado de alfombra, fragmentos chamuscados de metal y parqué, y algunos ex–cubiertos deformados.
No hay restos humanos, ni podría haberlos.
Pero por lo menos tendría que hallarse algún vestigio del Puente.
Da un giro, disparando el mismo conjuro de ataque por segunda vez. Natalie está de pie atrás suyo, desde luego, meciendo el astra, y King descubre que ya hay un delgado brazalete Montauk aferrado a su muñeca, agotando todo el maná que estaba a punto de proyectar.
Arroja esa mano hacia atrás y lo más lejos de su cuerpo que puede, para minimizar los efectos de drenaje del aro, al tiempo que arroja su otra mano adelante e intenta de nuevo. Esta vez el conjuro es más débil y tarda más en ganar potencia, más que suficiente para que Nat saque un segundo aro del inventario de su universidad y lo ensortije en la muñeca libre de King.
King gruñe y salta hacia ella. Ella lo teletransporta treinta metros hacia el fondo de la sala. King apenas percibe la discontinuidad y se pone de pie y sigue corriendo. Nat lo teletransporta de vuelta, dos veces más.
Enfurecido, y todavía muy lejos de su alcance, King toma una silla de comedor y la arroja hacia Natalie violentamente. Es un simbolismo: no hay forma de lanzarla que pueda cubrir el trecho suficiente, pero de cualquier manera ella la teletransporta hacia el exterior de la ventana. Cae en el río, a tanta distancia que no se oye ningún salpicar.
Él da un paso adelante, y ella lo teletransporta un paso atrás. Él mira hacia la mesa otra vez; ella quita todos los cubiertos.
—Dame el Puente —por fin ladra King, plantado en su lugar, apretando los puños.
—¿Por qué?
—Los cabrones se escaparon. Yo puedo arreglar todo esto.
—¿Cómo?
—No tenemos tiempo —contesta King, brusco, pero Nat lo ha estado observando con cuidado en busca de un atisbo de la más mínima duda, antes de ser incapaz de responder la pregunta, y efectivamente no sabe cómo.
—El resto del Grupo de la Rueda se ha enviado a sí mismo a Sirio —dice Natalie— ¿Qué hay allí? No pude dar con la información en los sistemas del penthouse.
Adam King no sabe lo que hay allá, sinceramente.
Después de la guerra, y del período de reflexión, muchos de los sobrevivientes optaron por dejar el mundo, en una dirección u otra. La mayoría de los que se fueron lo hicieron en dirección a Sirio, a bordo de una sonda. Sabían que había planetas en Sirio; ninguno con agua líquida, pero eso estaba por cambiar.
Pasaron décadas, y se esperaba del viaje que durase décadas. Nunca se perdió el contacto con ellos, pero la sonda y las personas a bordo se volvieron en extremo reservadas y —posiblemente adrede— difíciles de rastrear.
Hay algo en Sirio, es lo que él sabe. Algo: la vieja sonda, o una colonia, o al menos un relé abierto hacia algo más. Aliados, quizás. Es el único receptor abierto y seguro del que se sepa que hay en el espacio conocido. Lo averiguará una vez que llegue allí.
Pero él no dice nada de eso. En cambio, dice:
—No tienes idea de cómo usar esa cosa tácticamente. Yo puedo corregir todo esto. Matar a Ra. Sé lo que estoy haciendo.
—De acuerdo. Sólo tenía curiosidad. Queda un cero coma ocho por ciento de la caché de la Tierra. Es suficiente energía para enviar exactamente a un vector de estado del tamaño de un humano más, sin margen de error. Puedes ser tú, o puedo ser yo.
King comprende.
—Pero nadie más se va a ir a Sirio —dice Natalie—. Ni tú, ni yo. Ya tengo las ecuaciones de la magia. Las verdaderas ecuaciones, que Metáf te otorgó. Cero coma ocho por ciento de la caché es suficiente para enviarnos a todos los seis mil millones de nosotros al interior de Ra, donde…
—No.
—… bajo una perfecta seguridad, la raza humana se hallará…
—No. Estás loca.
—… en una realidad virtual encriptada exactamente idéntica a esta misma. Pero con magia real. Y sin Ra.
King se estremece:
—Eres una traidora al principal pilar del universo —le dice—. ¿Acaso sabes lo que yo… tu madre y yo atravesamos, defendiéndote de exactamente eso? ¿Cuántas guerras diferentes equivalieron subjetivamente a ello, cuántas veces morimos colectivamente y regresamos y morimos y regresamos otra vez, de buena gana?
—Yo también lo atravesé, ¿recuerdas? Nos pusiste a Anil y a mí ahí mismo.
—No pasaste ni por una fracción, ni por una fracción de todo eso. La realidad es la única cosa que importa. No tienes idea a lo que se están rindiendo. ¡Los datos no pueden defenderse a sí mismos!
—… muy bien, Adam —dice Natalie, comprobando el Puente una última vez—. Ya casi no nos queda tiempo. Última pregunta. Me parece a mí que sufriste en gran medida en la guerra. Más que nadie. Creo que podrías valerte de ayuda, y creo que puedo ayudarte, o encontrar a quien pueda hacerlo. ¿Querrías venir con nosotros, hacia el futuro, y buscar algo de ayuda?
La mera pregunta insulta y repugna a King. ¿Cómo alguien podría ser tan estúpida de preguntarle eso a él?
—Escúchame. Interiorízalo —dice él—: preferiría morir a seguirte hasta allá.
Y ella se ha ido.
Soichi Noguchi ya no está a los controles de la nave, cuyo vuelo es inestable. A medida que cruza el extremo inicial de la pista de aterrizaje de transbordadores, alabea medio giro y direcciona hacia un costado, desviándose de la aproximación recta y luego regresando a ella, en espiral. Sobrevuela dos oscuras manchas sobre el asfalto, cadáveres, Rachel Ferno uno de ellos, y el otro anónimo y destruido. Los pasa y con la cola surca de lleno el centro de la sección media de la pista. Estalla. La bola de fuego es jugosa y amarilla y naranja, y detrás de sí deja un fuego vigoroso y una pila de humo. La sigue una breve lluvia de losas cerámicas y componentes de turbobomba.
Laura Ferno, Nick Laughon y Anil Devi también se fueron, barridos. Durante unos pocos y largos minutos, aparte del crepitar de las llamas y de la leve brisa atlántica, hay una espaciosa paz. El cielo todavía está laminado de colosales y petrificantes advertencias de densidad de energía táumica, a las cuales un artista de efectos de sala querría por instinto añadirles sonido: un rumor holográfico, penetrante, o una sirena interminable, que se oiga en todos los rincones de la Tierra, gimiente, adecuada para el fin del mundo. Pero no emiten sonido alguno. Están ahí colgando, lívidas e implacables, mirando a nadie, advirtiendo a nadie.
Y ahora se apagan.
Dos rayos láser de un rosa actínico pasan a ambos lados de la pista, viajando de noreste a sudoeste. Uno pasa kilómetros más lejos al sur y el otro decenas de kilómetros hacia el norte. Tras un momento, un par de rayos semejantes pasa en dirección perpendicular, delineando una pieza en forma de diamante de la costa de Florida. Surge un fuerte aumento de gravedad, sólo aparente pues esta placa de corteza se eleva como de una patada, y comienza a ascender a través de la atmósfera, desplegándose hacia el espacio para su desmantelamiento, vertiendo océano por sus bordes.
Antes de elevarse hasta el kilómetro de altura, antes que la atmósfera haya tenido tiempo de escasear o que la placa haya comenzado a inclinarse y que todo contenido suelto se haya vaciado hacia el espacio, la primera oleada de microrrobots superficiales da con ambos cadáveres. En un abrir y cerrar de ojos son cosechados, de ellos obtienen absurdas moléculas procesadas. Otro abrir y cerrar de ojos y el resto de la pista de aterrizaje y de la ruina del Transbordador también se ha consumido.
Adam King muere en similares circunstancias más o menos al mismo momento. El trámite es prácticamente instantáneo.