Laura no tiene tiempo para desorientarse o titubear. El universo —mitad negro y mitad rojo— rota a su alrededor como un demónico trackball, un furioso viento azota sus oídos, siente una alborotada necesidad de vomitar sus entrañas… nada de ello tiene importancia. «Tanako» volvió a aprovecharse de ella, una vez más. «Será la última —jura ella—. Es el fin del mundo. Plan A. Vencer al Hombre de Vidrio».
Activa su forma de fénix a máxima potencia: total movilidad aeroespacial con una envergadura de doce metros. La presión dinámica martilla sus alas, ralentizando su girar de sacacorchos. En su visor, aparecen retículas color púrpura, resaltando las emisiones de maná de Nat, Anil e incluso de Nick. Muy lejos allá abajo, Rachel Ferno es un eco de radar paralizado, agonizante, y el Puente emite una extraña hélice en rojo y azul. Pero todos los ecos quedan empequeñecidos frente al tornado de chorreantes campos de fuerza que representan al Hombre de Vidrio.
Laura se envuelve en sus propias alas, apunta sus motores hacia el cielo y cae en picado. Un segundo, y ya dejó atrás a los demás. Uno coma cinco, atraviesa el récord de velocidad del halcón peregrino, y ya es oficialmente el animal más veloz de la Tierra.
El Hombre de Vidrio mira hacia arriba. Laura es la cosa más brillante en el cielo, inconfundible en los espectros óptico y táumico. Alza una mano para disparar. Pero Laura ha regresado al combate con un plan entre los huesos, un plan que empieza así: «Es humano. Los humanos tienen la necesidad de ver». Gatilla más rápido que él, cegándolo anticipadamente con una luz blanca como de magnesio. Él falla el disparo. Es un conjuro de taladro, que empuja un campo de fuerza cilíndrico como por un rifle a través del aire, un disparo de arma de fuego pero sin el arma ni el fuego. Parte el aire como un hueco rayo eléctrico. Laura cambia su vector hacia un costado tanto como puede sin dejar de acortar la distancia. Cerrando los ojos y pasando a visión táumica, el Hombre de Vidrio dispara dos veces más hacia ese ser luminoso que se arroja hacia él. El segundo disparo raspa el revestimiento de Laura, sin hacer daño evidente pero mermando casi toda su energía estructural. El tercero golpea de lleno su ala izquierda, destruyéndola y perforando un canal de carne de su hombro físico. Laura aúlla, más del shock que del dolor, ahogando casi toda la herida en adrenalina. Tambalea en el aire, perdiendo eficiencia y empezando a girar fuera de control. Contrarresta el efecto con sus propulsores, pero no le es suficiente para recuperarse.
El Hombre de Vidrio se encoge de hombros, reprochándose el perder tiempo en un inútil combate de proyectiles. Estira la otra mano, en forma de garra, como si se aferrara a una garganta invisible. Luego, simplemente teletransporta a Laura dentro del vacío de la mano, desechando su forma de halcón y todo el momento que traía consigo.
Laura se asfixia. A ese ritmo cardíaco, la falta de oxígeno resulta ineludiblemente mortal. Siente la presión elevándose en su cabeza, como si la sangre estuviera a punto de forzar la salida a través de sus lagrimales. El «vidriado» del Hombre de Vidrio contornea la forma de su rostro tan estrechamente que Laura casi puede ver la mueca de sus labios, la ceja alzada en muestra de una resentida admiración. El Puente, flotando obedientemente tras él, empieza a calmarse tras la súbita actividad, cambiando de color desde el púrpura actínico hacia un rojo monótono.
—Has vuelto de tu respaldo, ¿mmm?
Laura consigue sacar un sonido ininteligible. Se aferra a la muñeca del Hombre con una mano, tirando en vano. Benévolo, éste relaja su agarre apenas lo suficiente, y le otorga el aire necesario para dictar su epitafio.
—Anhtnaa vaeka.
Su conjuro de defensa personal dispara desde la cintura, guadañando desde su otra mano el diafragma del Hombre, cruzando su axila y rostro. Hay un crujir como de acero atravesando granito y atravesando vidrio. El Hombre de Vidrio gira su cabeza un momento, como frente a una ligera brisa. Luego la vuelve, intacta.
«Y ahora —dice la vocecilla insoportable en la cabeza de Laura, que hasta comienza a sonar como el Hombre de Vidrio— se acabó».
Laura ya se desvanece. Se relaja y deja que ocurra, porque si lo ha vencido o no, eso ya no depende más de ella.
Y el Puente, cuya trenza ha sido rebanada, cae, libre del control del Hombre de Vidrio.
Él se da cuenta, tras un instante. Hasta empieza a darse la vuelta. Demasiado tarde.
Es Anil quien atrapa el Puente, aterrizando sobre él a una velocidad relativa de más de ciento cincuenta kilómetros por hora. Sin absorción de impacto alguna, ese contacto lo hubiera partido por la mitad, pero lleva puesto un escudo que Laura llega a reconocer —a través de unos ojos a medio cerrar, que ahora hunden la mirada en sus párpados—, uno que ella misma escribió hace años: EPTRO. El Puente se conecta con entusiasmo al cerebro de Anil, quien desaparece, demasiado rápido para que el Hombre de Vidrio pueda soltar un disparo hacia él. Pasa un segundo en el cual no hay más movimiento.
—Qué… —empieza a decir el Hombre de Vidrio.
Un anillo de Montauk aparece emitiendo un sordo ruido metálico, alrededor de su cuello.
La tormenta de llamas que era su magia se rinde. Todo el maná queda almacenado. Sus escudos colapsan, incluyendo el campo de armadura reforzado que estaba sujetando a Laura por la garganta, más la capa de luz negativa. Detrás de ellos, él no es más que otro varón salido del Grupo de la Rueda, traje inmaculado, los mismos penetrantes ojos azules. Sus conjuros de batalla se evaporan y tanto él como Laura caen, lejos uno del otro. Se aferra al anillo en su garganta con ambas manos, pero es demasiado chico como para quitárselo. Su rostro es un cuadro del shock más perplejo.
Laura, frotando su garganta para favorecer la circulación, piensa que él no termina de comprender como el combate terminó de esta manera, tan pronto. Como si él quisiera tener más tiempo, para repensar esos últimos segundos.
Se materializan sobre la pista de aterrizaje de emergencia en Cabo Kennedy, surgiendo del ya normal relámpago de luz azulada y roja. Enseguida Anil cae sobre sus rodillas al lado de Rachel Ferno, quien arribó tendida, con la cabeza levantada por toda la metalería incrustada en ella. La sangre, ennegrecida bajo la dominante luz roja de las señales globales, brota débilmente de las recientes heridas en su cráneo, goteando de los astiles. Se esparce de a poco a lo ancho de la superficie de asfalto. Sus dedos se estremecen.
Anil hace aparecer el kara de Ed Hatt y lo desliza por mano derecha de Rachel.
—No hay motivo por el cual esto no vaya a funcionar —dice, lo más parecido que tiene a una plegaria. Nick se arrodilla a su lado y tantea el pulso en la muñeca de Rachel, agotando el alcance de sus conocimientos de primeros auxilios. Natalie y Laura se quedan rezagadas. Laura está lidiando con sus propias heridas, y Natalie no soporta presenciar la escena.
(A miles de kilómetros de distancia, Hatt se toma el repentinamente vacío lugar en su muñeca. Está parado boquiabierto frente a la ventana de su oficina, mirando el imposible mosaico de hologramas rojos que adorna el cielo entero. Sabe lo que las advertencias significan, pero no concibe de qué manera reaccionar ante esa información. «¿Magia de altas energías? ¿Cuán elevadas? ¿Algo está a punto de explotar? ¿Se trata del planeta?»).
—¿Estamos completamente seguros de que este es un aro medicinal del Grupo de la Rueda? —pregunta Nick.
—Mil por ciento seguro —dice Anil—. Ed Hatt no era de la Rueda, y no sabía cómo usarlo. Pero ella sí.
—Pero ya casi ha muerto. A un octavo de la muerte.
—No importa. Puede funcionar. Tiene que funcionar —Anil mira a los ojos perforados y ciegos de Rachel por un instante. Maldice con ganas y comprueba su reloj de pulsera—. Perdí la noción del tiempo. Tienen que haber pasado ya sesenta segundos.
El anillo se evapora. Un tenue vaho de humo forma un rizo frente a todos ellos, rojizo, centelleando, y luego se disipa en la brisa marina.
Rachel Ferno exhala, y ese es su final.
Laura parpadea.
—¿Qué acaba de pasar?
—No… no sé —dice Anil. Se inventa algo desesperadamente, sin atreverse a mirar a ninguna de las hermanas Ferno a los ojos—. Un problema de permisos o al–algún caso especial o algo así. ¿Dijiste que era ex–miembro de la Rueda, y nunca llevó un brazalete de esos? Quizás no se suponía que llevara uno, quizás hicieron las cosas para que ella… nunca pudiera…
Nick suelta la muñeca de Rachel y en cambio prueba el costado de su garganta. Tampoco siente algo allí.
—Se ha muerto.
Hay un silencio largo, gélido, amargo.
«Ahora».
—Así que, ¿qué más nos queda? —pregunta Anil a quien sea que esté escuchando, tratando de ocultar el colapso de sus nervios—. Porque, eh… Nos quedan quince minutos, y yo de verdad contaba con que Rachel Ferno solucionara todo el asunto mágicamente, si me disculpan la expresión.
—¿Mencionaste algo acerca de mover al planeta? —ofrece Nick, desesperado.
Anil lanza una mirada a Natalie. Sacude la cabeza y ambos, sin comunicación verbal mediante, llegan a la misma sólida conclusión: para unos magos mundanos, con mundanas cantidades de maná, bajo esta absurda restricción de tiempo, es completamente inútil.
«Ahora. Hazlo».
Laura se aparta de Natalie y toma posesión del Puente. Resulta chocante como, para ser un trozo rectilíneo de metal oscuro, apenas si tiene masa, como si estuviera hecho de helio laminado en acero. Con ánimos de ponerse a trabajar, sus cables se desenroscan del costado de la cabeza de Anil y se enlazan con la de Laura de nuevo.
—Había un Hombre hecho de Vidrio —dice ella—. No habrá tocado agua todavía. —Voltea y corre por la penumbra de la pista, entregando dos comandos al Puente y luego dejando que se posicione detrás de su hombro. La perforación de su hombro ha quedado en el olvido. Flexiona sus manos.
—¿Laura? —Natalie voltea, notando el gruñido que Laura soltó en antelación. Tiene sentido que quiera traer al Hombre de Vidrio de vuelta, quizás haya alguna clase de última jugarreta allí, una ínfima posibilidad que él no haya destruido su copia de la clave, pero Natalie se da cuenta demasiado tarde de que Laura no está pensando en nada de eso—. Laura, NO L–…
Laura levanta ambas manos por encima de su cabeza e invoca la vara mágica de su madre, un pesado poste de acero delgado de dos metros de largo. El Hombre de Vidrio aparece frente a ella, tambaleando, reorientado de golpe, aún con el anillo de Montauk rodeando su cuello. Posa los pies y alza la mirada, y Laura se convence que puede ver sus pupilas encogiéndose en el instante previo a asestarle el cráneo con el extremo de la vara.
Su cráneo se hiende produciendo una negra salpicadura y un espantoso sonido de desintegración; cayendo, su mentón da de lleno en el asfalto. Laura espera un momento a que sosieguen las extremidades del cadáver, extrae la vara de donde quedó atascada —justo por encima del puente nasal del Hombre— y esparciendo más vísceras, lo golpea una vez más.
—Jesucristo —dice Anil.
—Ha enloquecido —dice Nick, petrificado.
Y una tercera vez.
—¡Laura, ya basta! —grita Natalie.
Laura gira. Sus ojos bien podrían estar en llamas:
—Se murió, Nat.
—Ya sé.
—La mató. Todo se acabó. ¿Ya estás satisfecha?
—No. —Nat parece inescrutable; está dedicando toda su concentración a no mirar directamente a los restos del quehacer de Laura, y a borrar ese instante pasajero de reconocimiento parcial. Estira la mano—: Dame el Puente.
—Vamos a morir hoy mismo, Nat —solloza Laura—. No nos queda nada más. —Hace una mueca de dolor y se toma el hombro pues la herida ahora se deja sentir. Tiene el brazo embebido en sangre hasta la muñeca. No se había dado cuenta. Ella suelta la vara.
—Sí —dice Natalie—. Perdimos. Ahora, por el amor del cielo, dale el control de esa cosa a alguien que tenga la más pálida idea de lo que está haciendo.
Laura duda por un instante de incomprensión. No sabe qué es lo que resta por hacer. Torpemente, sacudiendo la cabeza, le entrega el Puente a Natalie. Nat inspecciona el artefacto por primera vez, lo pone del revés, y juguetea con los cables. Parece estar satisfecha con lo que ve.
Anil revisa su reloj otra vez:
—Nos quedan unos doce minutos y monedas.
Nat cierra los ojos por apenas un segundo. Puede ver a dónde tiene que ir ahora, su mejor conjetura. No es una buena conjetura, y quizás dentro de un año o diez más se despertará en mitad de la noche tomando conciencia de que hubo un centelleante y obvio camino a la salvación frente a ellos todo ese tiempo. Pero aporrea esa reacción con ganas, y la apila junto a las otras.
—Cuando se despeje el cielo —dice— eso querrá decir que ya puedes dejar de contar. —Y desaparece.