Akeronte

Antes

Justo bajo el Sol tripúnteo del mundo de Tanako hay un gigantesco búnker hemisférico que rezonga electrónicamente, como el zumbido de un mosquito ralentizado a la diezmilésima. Su exterior es un oscuro cuerpo negro. Tironea del espacio a su alrededor, como si tuviera su propia gravedad.

Laura Ferno (LF–4) descarta su último par de CIS, y una vez que su innominada nave agota el combustible se despega de ella con una patada, atravesando la distancia final en una trayectoria plana. Esta parte del mundo T es un desierto de puro vidrio blanco, la luz de Ra martilla directamente desde lo alto cada centímetro cuadrado. Laura supera por mucho la barrera del sonido como para oír nada. Por el rabillo del ojo percibe una silueta y gira en el aire para mirarla. Es su propia sombra, pasando como un rayo por el suelo justo debajo de ella. A medida que se acerca a su destino, el desierto de cristal se aclara y la sombra se convierte en un reflejo. Se ve a sí misma, una luminosa figura suspendida a la luz del día, reluciendo como una mota de polvo.

Una ranura verde se abre en el exterior del búnker, dando la bienvenida a su visitante, guiándola a la sala indicada.

*

Dos segundos objetivos más tarde llega Exa, solo. Natalie y Anil están de vuelta en sus posiciones y a la espera. Si Exa siente que hay algo raro, no lo demuestra.

Natalie comienza:

—¿Dónde estamos?

—Hace algunos años —dice Exa— escribiste un conjuro que, digamos, te mostraba el mundo que no debías ver. Observaste tres artefactos. ¿Qué eran?

—Dentro del Sol, había un objeto del tamaño de una estrella, que tenía forma de cóltrape.

—El generador de alocalidad Ra —dice Exa—. Ya cubrimos eso. ¿Y?

—… en el centro de la Tierra —dice Natalie—. Creo que el término técnico es «carozo de durazno».

—El distribuidor. La caché de energía y fragmento Ra locales a Tierra–1 —confirma Exa—. Despojos de la Guerra Abstracta. Nadie va allí. ¿Y?

—Había una estructura más pequeña. Casi elipsoidal. Como un implante subcutáneo inyectado en la corteza terrestre. Ah…

—La estación de escucha. Que es donde estamos ahora mismo. Después de la guerra la construimos para que nos sirva de base de operaciones. A diferencia del distribuidor tiene la ventaja de estar conectada físicamente a la superficie de la Tierra. La «sala» en la que estamos es la sala de control. Es de donde hacemos funcionar la magia.

Natalie y Anil asienten.

Gracias a su hora libre, ya hace un rato que lo tienen todo descifrado. Aún así, es preciso aparentar que están desorientados.

Nat se adentra en territorio relativamente desconocido:

—¿Y tú…?

—Soy miembro del Grupo de la Rueda.

—O sea. ¿Quién eres? ¿Cómo te llamas? Tu verdadero nombre. Si tienes uno.

Exa se encoge de hombros:

—El nombre más real que tengo es el de mi nacimiento, Kalazkú Huatso Nesso. «Kalazkú» me lo dio mi madre, «Huatso» lo heredé de ella, «Nesso» fue mi lugar de nacimiento. Hacia la época de la Guerra Abstracta me presentaba como Kaz Huatso en la mayoría de las ocasiones. Cuando me uní a la guerra, renuncié a mis nombres a favor del título y la designación Intercesor EB460890–7409–11E3–981F–0800200C9A66.

—Así que eres el que nos rescató —dice Anil. Natalie y él nunca se encontraron cara a cara con 200C9A66, pero Anil tenía la sospecha desde hace un rato.

—Para ser ciertos, no. Pero si realmente hubieran estado varados en los suburbios de Quáliquat durante la verdadera Guerra Abstracta, posiblemente yo hubiera sido ese mismo.

—Pues… Gracias, de todos modos.

—De nada. Después de la guerra abandoné mi cargo de intercesor y cambié de nombres por un tiempo. En algún momento del año de silencio empecé a pensar en mí mismo tan sólo como Huatso. Cuando King presentó sus planes, tenía un nuevo rol para mí: el de ejecutor. Acepté la oferta, con lo que terminé siendo el Execuátur Huatso. Al poco tiempo la gente ya lo había abreviado a «Exa». Más tarde, cuando decidí que me hacía falta una vida real, lo transformé en Alexander Watson.

—Entonces, ¿cómo te llamamos? —pregunta otra vez Natalie.

—No me llames nada si no quieres apegarte —dice Exa. Cambia de marcha—. Mira:

»He de advertirte con respecto a Laura. Ella está ahora mismo dentro de la estación de escucha en un piso restringido, en el que tendió una trampa–bomba para que no podamos acceder allí. Irrumpió, no sabemos cómo, y no sabemos qué está tratando de hacer ahora que ha llegado. Pero lo que sí sabemos es que, en el camino, ella vio esta grabación. Ella estuvo en este banquete triunfal de treinta platos. Excepto que ella vio una versión distinta. Una con distintos comensales, y con un discurso de King distinto.

—¿Cuán distinta? —pregunta Anil.

Exa hace una mueca:

—Todavía estoy averiguándolo. Todavía no he tenido el tiempo suficiente para adaptar mi memoria a las herramientas de resolución de conflictos. A esta altura todo lo que puedo decirte con certeza es que alguien o algo le está mintiendo. La están guiando.

—Radicalizada —dice Natalie, desconcertada en su interior debido a la extraña referencia a la memoria de Exa.

—Es muy probable —dice Exa—. ¿Eso es todo?

—Sólo una cosa más —dice Natalie—. En la realidad, todavía llevo la pistola que me entregaste, ¿correcto?

—Así es.

—Laura no va a responder positivamente si es amenazada a punta de pistola. ¿Puedes darme una vara?

Exa alza una ceja:

—… considéralo hecho.

—Entonces ya estoy lista.

Exa asiente:

—Bien. Reingresamos a la cuenta de uno. Tres. Dos…

—No, espera —dice Anil.

—¿Mmm?

—Esto no tiene sentido. Laura no puede despertar a Ra. Eso es así según tu versión de la historia. Ashburne encerró a Ra y arrojó la llave. Es imposible despertar a Ra. ¿Cierto?

Exa no dice nada por un significativo instante:

—Sí —dice—. Es cierto.

—Entonces, de veras, ¿qué está pasando aquí?

En lo profundo de su corazón, Exa tiene la secreta esperanza de que todo esto sólo sea un simulacro de preparación. Pero no es algo que pueda confesar.

De hecho, no hay nada que pueda decirles. Ni siquiera puede decirles lo poco que en verdad sabe. Así que dice:

—Uno.

*

El hardware deífico empieza a seis mil trescientos veintiocho kilómetros por debajo del nivel del mar, en un entorno de temperaturas y presiones tan intensas que la ciencia de los materiales no hace más que alzar los brazos y tomarse unas vacaciones. Este es el nodo distribuidor de Tierra–1, una pieza de equipamiento que incluso para los estándares del siglo ciento noventa y cuatro se clasificaba como ingeniería mediana a pesada. La capa externa más gruesa, ascendiendo aproximadamente a la mitad del volumen de la máquina, cede al volumen restante todo blindaje físico y activo a base de alocalidad. El interior se divide en unidades esféricas bien compactas. Ocho de ellas manejan a redundancia la conexión de bajada de energía solar; cien unidades de considerable mayor tamaño de hecho conservan la energía en una caché para su redistribución hacia la superficie. Otras seis contienen los «gigaconjuros»: las vastas y catastróficamente complicadas máquinas que le dicen a la red planetaria, saturada de escuchas Ra, precisamente qué hacer para simular las (aún no del todo descubiertas) ecuaciones de campo fundamentales de la magia.

Los gigaconjuros no son mágicos. El Grupo de la Rueda, en tanto que institución, se autoabastece deliberadamente casi por completo, a veces usando magia sin lugar a dudas estupendamente avanzada, pero aún constreñida a sus propias reglas siempre que ello sea lo práctico. Pero en cierta etapa de todo el proceso, se agota la abstracción y una máquina tiene que ejecutar las instrucciones recibidas.

Y así, esta región es nula. Aquí hay tecnología convencional (e incluso la alocalidad, o «māyā» como aprendió Laura, cuenta como «convencional»), y física básica, pero nada de magia. Puedes traer tanto maná como quieras. Puedes traerte todos los anillos de Montauk y una vara de cuatro metros de bronce y mercurio que quieras. Aquí abajo estás entre bastidores, y no hay efectos especiales.

En el núcleo del núcleo mismo hay una última unidad esférica, una pelota de playa hecha de lutecio endurecido de más de un kilómetro de diámetro. Dentro hay un bloque sólido de material considerablemente más duro, tres cuartos de kilómetro a cada lado. El bloque tiene algo de particular, o lo tendría si pudiera extraerse en una sola pieza de su contenedor y examinarse individualmente; hay algo notable en sus proporciones, su exterior gris mate y sus bordes redondeados. Parece a una caja fuerte.

Construir y emplazar toda esta unidad fue un trabajo contradictorio y paradójico. Si tienes la capacidad de perforar un agujero hasta el núcleo de la Tierra y continúas a través de decenas de kilómetros de activo blindaje protector y de metal refinado y duro, y has llegado a este lugar con vida y aún capaz de tomar decisiones operativas, pues no hay energía en el universo que pueda impedir que te abras camino por los últimos trescientos metros del sólido diboruro de renio y averigües qué es lo que hay en esta caja. «Pero —se dijo King a sí mismo—, las señales tienen que enviarse. Hay que dejar en claro el mensaje.

»Sí, has llegado tan lejos, y sí, no hay nada que pueda hacer para frenarte. Presta atención al simbolismo de este gesto. No estoy bromeando en absoluto. No. No. Abras. Esta. Caja».

Muy, muy, muy en el centro de la caja fuerte hay un cuarto diminuto, sin puertas, sin aire, quizás tenga la mitad del volumen de una cabina telefónica. Dentro de este cuarto, flotando ingrávido, hay un artefacto deífico, el último astra, una herramienta de alteración de la realidad de tan extraordinario potencial destructivo que aun su destrucción «frente a las cámaras» se estimó demasiado arriesgada, y de tan maravilloso, expiatorio e impune poder que destruirla fue un paso que King —con toda su gloriosa intención de cubrirse las espaldas— no se sintió a gusto de dar. Esta máquina es un ladrillo de metal negro y cromado y rojo sangre, con un reconocible agarre y zarcillos que cuelgan de él, destinados a conectarse al cerebro frontal del usuario. Nadie la ha visto salvo King, que inmediatamente la ocultó. Nadie sabe que existe salvo King. No está en los registros akáshicos. En ninguna parte.

Laura realiza un teletransporte «palanqueta»: entra con tan poco espacio que las moléculas de las paredes tienen que ser empujadas físicamente a un lado haciendo lugar para que ella se materialice. Quedando colocada precisamente donde pidió ser colocada, el router del distribuidor se apaga, y ya no responderá a más instrucciones. La proeza se ha acabado. La trampilla se ha cerrado.

El artefacto descansa en una esquina, contra una pared y el «techo». Laura se estira, pero no puede llegar. Está atascada en la pared hasta la cintura.

La habitación está al vacío y el calor ambiental es tan intenso que incluso su traje de guerra de alocalidad casi indestructible no puede soportarlo. Las advertencias en centelleante luz roja se multiplican por la mitad inferior del visor de Laura. Laura las descarta agitando una mano irascible. Las reemplaza una cuenta regresiva. La cuenta es en luminosos segundos de color naranja blanco, seguidos de centésimas de segundo.

Laura hace fuerza contra la pared. No puede moverse. No puede alcanzar el objetivo. Ella cambia ligeramente de posición y se estira otra vez, un poco más. Se queda corta por milímetros. En un microsegundo paralizado se ve freír viva, todavía en el traje, atrapada, más lejos de cualquier ayuda de lo que ningún humano ha estado nunca.

«Milímetros. Piensa».

El traje le informa que sus capas exteriores están uniéndose al metal. Como si reaccionara al pensamiento inmediato de Laura, además le informa que ha agotado su capacidad para cambiar de forma sin peligro… por ejemplo, para extender sus dedos, ni tan sólo un poquito.

Laura insulta a la cuenta regresiva. Existe una respuesta a esto. Ella ya la tendría a estas alturas si los dígitos epilépticos no la sometieran a tanta presión. «Diez segundos. Sin magia. Sin magia. Piensa, maldita sea».

Estira su mano de nuevo. Ella sólo se estira hacia el astra, y espera. Espera en total el cuarenta por ciento de su vida restante.

La máquina tiembla. Se balancea con delicadeza, su guante girando hasta apuntar hacia ella.

Tres coma cinco. Laura se estira una última vez. Sus yemas acarician la cosa, que se mueve como si se imantara de repente. El Puente salta a sus brazos, y ella lo aferra contra su pecho, acurrucándose a su alrededor mientras sus enchufes le apuñalan gustosamente el cerebro.

*

Natalie recobra la consciencia, hallándose otra vez en el mundo real, dentro de una ferrocápsula, perdiendo velocidad a la entrada de la terminal más profunda de la estación de escucha. Descubre un bulto de masilla en su oído: un sencillo radiotransmisor. El Grupo de la Rueda puede valerse de medios menos crudos para comunicarse con ella, pero el conjuro trampa de Laura Ferno es demasiado peligroso como para arriesgarse a emplear esa clase de magia avanzada.

La cápsula se detiene en su destino, desacelerando suavemente hasta cero sin sobresalto alguno. Sin que nadie la note, la cápsula de Laura ya se ha plegado para hacer lugar a la de Natalie.

Natalie sale y recorre el área de desembarco con la mirada, una monumental cavidad en el mundo forrada de acero, enorme y oscura y reforzada hasta la resistencia física extrema. Ella sabe en qué lugar del mundo encaja esta instalación; sabe cuántos kilómetros de estación de escucha hay por encima de ella y cuántos más kilómetros de roca sólida hay por encima de eso.

Laura (LF–3) está en el extremo lejano del vestíbulo, reluciendo, como una chinche de la malva, y arrojando una luz de fondo al colosal anillo de Montauk cuya energía está drenando. Laura está de espaldas, su puño alzado, y de él tres largos y estrechos diamantes emiten una intensa luz, un rayo Dehlavi, aludiendo el transcurso de una inmersión profunda en el mundo T. Cubriendo el otro brazo de Laura hay un guante áureo, que pareciera estar hecho de plácidas llamas ondulantes.

Natalie avanza en silencio, ensamblando la vara de dos piezas. Se detiene a mitad de camino y espera, pensando.

—Si perturbas su estado mental, hará volar toda esta instalación —le recuerda King a través del auricular.

En voz alta, Natalie pregunta:

—¿Qué estás haciendo?

No pasa nada. El oro ondula, el rayo tiembla en silencio. El aire de la caverna es completamente estéril, carente de polvo. La pregunta resuena hasta aquietarse.

—Laura —dice Nat—. Es hora de despertar… Laura.

El rayo se desvanece, una hebra por vez. Laura relaja el puño, y su postura cambia a medida que se recupera del estado de trance. Da media vuelta y mira.

—¿Nat?

Nat sostiene su vara por delante de ella, manteniendo una postura defensiva de manual.

Laura resopla:

—¿Es una broma? No has tomado una sola clase de bojutsu en toda tu vida.

Natalie sostiene la mirada de Laura:

—A ver si puedes conmigo.

—¿Sabes a qué nivel estoy ahora mismo? —Laura alza su mano izquierda enguantada en oro y emite una sola sílaba mágica. Natalie hace una mueca de dolor por el maná liberado, luego aúlla y se encorva tapándose las orejas por una serie de horrendos alaridos metálicos. Cuando alza la mirada, Laura sostiene en lo alto una vara mágica de un negro metálico, longitud estándar de bo. No traía las piezas a cuestas: trozos cilíndricos de metal fueron arrancados, a pedido, de la vigas adyacentes.

—Podría darte una paliza con una sola mano —declara Laura—. Y eso sin magia, ni traje, ni guante. ¿A menos que de veras estés proponiendo un duelo mágico?

—¿Y si estoy haciendo eso?

—Entonces la palabra «hándicap» te queda demasiado corta.

Natalie mantiene su posición y su expresión lapidaria y no dice nada por un largo rato. Finalmente se rinde, suspira, y lanza la vara a un lado haciendo un estruendo:

—En efecto. Es así. No puedo luchar contra ti o amenazarte.

—¿Ellos te mandaron?

—Sí.

—¿Cómo te acercaste tanto a mí sin detonar el láser? —Laura mete su bo en una axila y estudia la palma de su mano enguantada. La toca con su otra mano, como jugando con invisibles bolillas, y pareciera estar hablando consigo misma—. Ah, ya veo el problema… El conjuro trampa sólo detecta a los miembros de la Rueda… porque… Kazuya iba a estar aquí conmigo…

—No lo desactives —le dice Nat.

—¿Qué?

King, audible al oído de Natalie, reacciona de manera similar.

—No desactives la trampa —dice Nat. Se toca la oreja. King le está gritando—. Tenemos que hablar sin interferencias. (King, cállate un segundo.) Laura, ¿qué intentas hacer? ¿Qué fue ese nombre que dijiste?

—¿Sabes quiénes son estas personas? —le pregunta Laura.

—¿Tú sí?

—Hay una magia mucho más allá de la magia —dice Laura—. Hay un poder tan enorme por el que nadie tendría que volver a comer, o a lastimarse, o a morirse. La Rueda alcanzó ese poder antes que nadie, y lo cerró bajo llave, y la tal «magia» con la que lo reemplazaron equivale a migajas mendigadas. Falsificaron el mundo entero.

»Hoy va a cambiar el equilibrio del poder. Todos nos volveremos inmortales. Y después de eso… iremos al espacio.

—¿Quién te dijo todo eso? —pregunta Nat.

—Kazuya Tanako.

—Kazuya Tanako se murió en 1995 —dice Nat, al unísono con Anil Devi, Adam King y varios miembros adicionales de la Rueda. Anil está de vuelta en el Piso, mirando junto al resto de ellos.

Laura niega con la cabeza:

—Kazuya Tanako fue asesinado por el Grupo de la Rueda. El Grupo de la Rueda utiliza este lugar, la estación de escucha, para monitorear el uso de la magia en todas partes. Los datos que capturan se almacenan en forma de registros, los registros akáshicos. Se supone que únicamente la Rueda tiene acceso a esos registros, pero hay una falla en el sistema… todo lo que necesitas es una mente entrenada y el suficiente flujo mágico. Tanako fue el primero en descubrir y explorar con seriedad la falla, y el fruto de sus esfuerzos fue ser asesinado por haber descubierto la verdad. Pero su mente permaneció en el sistema. Y yo lo traje de vuelta a la vida. Él es Ra. Su Nombre Verdadero era ra.

—No, no lo era —dice King.

—No, no lo era —dice Natalie.

Laura titubea.

—El Nombre Verdadero de Kazuya Tanako era penamba —dice Natalie.

—No puedes saber eso —dice Laura.

—Sí. Lo sé. El Nombre Verdadero de Kazuya Tanako era penamba. Laura, te han mentido. ¿Acaso sabes qué fue lo que pasó la última vez que cambió el equilibrio de poder? Millones de millones de personas perecieron; los del Grupo de la Rueda fueron los únicos sobrevivientes. Este es el mejor mundo que pudieron idear y construir después, y ya sé que no es perfecto…

A ti te han mentido —dice Laura.

Natalie sacude la cabeza, no tanto para mostrarse en desacuerdo como para dejar caer las dudas de Laura encima de un montón propio, suyo, ya considerable:

—¡De acuerdo! Pero Laura, estamos aquí de veras. Y esto realmente está sucediendo. ¿Qué estás tratando de hacer? ¿Qué trató «Tanako» de pedirte que hicieras?

—Nada que yo no estuviera tratando de hacer por mí misma —dice Laura—. Me ayudó.

«¿Qué tiene Laura que Ra pueda querer?» Es un viejo pensamiento, uno que tuvo hace ya toda una vida. «¿A qué tiene acceso que nadie más tenga?».

—Mamá —se da cuenta Natalie.

—No. No sólo Mamá.

Natalie se queda mirando.

*

Es idiotizantemente temprano por la mañana, hora del este, y una cosa estridente y no autorizada parpadea intermitentemente en el cielo sobre la costa de Florida. Cada vez que la luz aparece, la sigue otro abreviado BUMM, como un largo tronar soltado a rodajas discontinuas. Este fenómeno está emitiendo señales de radio intermitentes en bandas que ningún particular está autorizado a usar, y su punto focal va en ascenso y moviéndose hacia el mar, elevándose con tal rapidez y acelerando con tanta fuerza que no es posible que se trate de un avión convencional.

Aquí fue donde empezamos…

 

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