Es 19390, y las últimas capas de los escudos inmolatorios de la Tritón están esfumándose a un ritmo de cientos de metros por segundo. En pocos minutos el calor alcanzará la mota computacional del núcleo de la nave y comenzará a destruirla. Una vez que ocurra eso, sin importar qué más haya sucedido, la operación se habrá terminado, al igual que la guerra.
El cerebro de Ra yace delante de ellos, en plena vivisección y todavía operando. La máquina ha sido atacada y doblegada con éxito. En las tres púas inferiores, la civilización humana Virtual está congelada indefinidamente. No queda nadie más para juzgar sus acciones.
En cuanto a la cuarta púa, acatará una sola orden más, y Ashburne es la única persona que puede emitir tal orden. Ra desenmarañará los hilos de su pensamiento hasta determinar lo que ella realmente está pidiendo, producirá ese resultado, y luego deshabilitará de una vez por todas su interfaz pública original.
Pero ninguno de los tripulantes está en condiciones de manejar esta decisión racionalmente. Ninguno de ellos ha procesado la total magnitud de lo que acaba de pasar. El plan era volver a montar el cinturón terrestre, reintegrar la Humanidad Actual almacenada, volver a casa y retomar la vida. Pero después de la Batalla de Neptuno, ya no queda nadie a quien reintegrar. No hay plan. No hay «volver a casa». Tritón y su tripulación están en caída libre, su finalidad ha sido cercenada.
El nodo Ra de la Tritón está demasiado atareado y debilitado como para ejecutar simulacros de tiempo comprimido para este propósito, lo que significa que el debate continúa con la urgencia del tiempo real. Ashburne surfea las comunicaciones internas de la tripulación, pasando de un miembro a otro:
—Declaradora —dice, seleccionando una al azar—, ¿qué quieres que suceda a continuación?
—Los Virtuales tienen que pagarlo caro —dice la mujer—. ¡Somos reales! Nuestras vidas cuentan. Tomemos las riendas, les mostraremos que no se jode con la gente que toma las riendas…
—¿Pagarlo, cómo? ¿Qué harías tú?
—Desconecta a Ra. Extermínalos a todos.
—Eso sería un crimen de guerra —dice Ashburne—. Nos haría criminales de guerra. Sería un genocidio.
La mujer sostiene la mirada de Ashburne:
—No son personas —le dice—. No existen. No son humanos.
Ashburne cambia la imagen a un tripulante distinto.
—Intercesor, ¿qué debemos hacer?
Hay negro horror en los ojos de este hombre:
—Tenemos volver todo para atrás —dice—. Tenemos que impedir que Ra vuelva a actuar unilateralmente.
Eso no es más que el plan original. Este hombre aún no ha comprendido la verdad. Está jugando con los hechos, sopesando la idea de aceptarlos contra la opción de perder la cabeza.
—¿Volver todo hasta cuándo? —pregunta Ashburne.
—Hasta antes de que esto sucediera.
—¿Reconstruir el cinturón terrestre, y luego habitar sesenta mil Tierras vacías, con sólo doscientos de nosotros?
—… no sé…
Ashburne, sin esperar más de él, pasa de imagen otra vez.
—¿Tú qué harías?
—Empieza todo de nuevo —dice esta mujer—. Purifica la Tierra–1 y empieza desde el principio.
—¿Desde cuándo?
Ella es coherente:
—Del principio de los tiempos. Año negativo diez mil. O negativo cien mil. Verifica el registro científico. Deshazte de toda nuestra tecnología. Repoblaremos el mundo a partir del fuego y la rueda. Crearemos algo nuevo con nuestras propias manos.
Ashburne asiente y pasa de nuevo, a un hombre encolerizado, desesperado, sus manos cubriendo la parte baja de su rostro, estirando la piel alrededor de ojos irritados:
—¿Qué quieres tú?
—Quiero… —El hombre se estira y saca algo por fuera del ángulo de visión de la cámara: una fotografía física de papel, en color. La foto muestra un pícnic en el exterior de un hábitat sobre el polo norte de Saturno. Hay ocho personas, todas de edades distintas. Todo ello irrecuperable.
El hombre sólo presiona la foto contra la pantalla, hasta que Ashburne cambia. No hay nada que decir. Lo que él quiere no es algo que pueda conseguir.
Pasa, pasa, pasa tres miembros seguidos de la tripulación que sólo quieren el olvido: en la muerte o en sustancias psicoactivas.
Cambia a otro hombre —en apariencia un chico de veinte, pero en esta era es imposible juzgar la edad a partir de la apariencia— con los ojos cerrados:
—¿Y tú?
Da un respingo, pero no dice nada.
—Intercesor, te he hecho una pregunta.
Los ojos del chico se abren y, de soslayo, mira con odio a Ashburne, temblando la cabeza:
—No puedo decirte lo que quiero.
Ashburne duda un segundo, y está a punto de pasar, pero…
—Quiero que mueras —dice el chico—, y luego quiero descargarme a un mundo en el que nada de esto haya pasado nunca. —Se muerde la lengua. Ashburne tiene derecho a ejecutarlo sumariamente, o incluso borrarlo, sólo por la primera declaración. La segunda equivale a traición lisa y llana. Pero el chico no puede detenerse ahora—. Los Virtuales ganaron. Los Virtuales tenían razón. La realidad se ha vuelto cenizas, e incluso ahora puede todavía empeorar. Pero ellos pueden tener lo que quieran. ¿Cómo es esto mejor que eso?
La expresión de Ashburne es calma, neutral.
—¿Se arrepiente ya de haberme preguntado? —grita el chico, tan alto como para que Ashburne pueda escucharlo en la realidad a la vez que por la conexión interna.
Ashburne lo deja. Está a punto de preguntar «¿y tú?» a la siguiente persona, pero el chico no ha dejado de hablar. Se lo puede oír en toda la nave, ahora; un despotricar que hace eco. Otras discusiones acaloradas sosiegan, cediéndole la voz.
—Nos hiciste perder la guerra. Confiabas en información radicalmente mal formada. Se suponía que ibas a salvar vidas y fracasaste como cualquiera pudo hacerlo. Mandante, pase lo que pase, tienes que morir.
Ashburne trae la imagen del chico, quien calla. Ella espera un segundo, asegurándose de tener la atención de todos. Ella hace el ademán de estirarse físicamente a presionar un botón, para que quien esté prestando atención pueda verlo. El chico sale de la nave, dejando atrás un asiento vacío y un remolino de aire húmedo.
Y un pensamiento compartido: «No pudo haber sido el único».
—Se nos acabó el tiempo —anuncia Ashburne—. No hay consenso. En cualquier caso, sería imprudente construir algo ahora. Es demasiado pronto. Tiene que haber un período de luto.
»Ra, deja el Sistema Solar tal como está. Entonces, dentro de un año, cuando nos reunamos otra vez, construiremos un mundo que nunca pueda llegar a tanto mal. Y, Ra… danos las herramientas que necesitamos.
Se emite el comando. Ra se adentra en la mente de Ashburne y con cuidado desata sus palabras e intenciones hasta obtener una realidad viable. Les da a todos una breve confirmación, y se abstrae en paz.
Es 19391, y ya no hay más guerra, así que no sería correcto llamar un «traje de guerra» al que viste Watson. El traje es un perfecto equipamiento, que lo protege y mantiene tan bien que a veces se olvida por semanas enteras que lo lleva puesto. De vez en cuando ha de notar su reflejo en algún trozo de cristal particularmente nítido, y se detendrá. «Por supuesto —se dirá a sí mismo, después de mirar por un instante de desconcierto al hombre desconocido en el casco transparente—. Tengo piel. Y es de ese color».
Watson está siguiendo la baliza en dirección a casa, cumpliendo la etapa final de un viaje de ida y vuelta de quince mil kilómetros. El lugar de reencarnación, del cual él y todos los demás partieron, está en las laderas de una marchita cordillera al borde de un desierto. El siglo XXI denominaba este país como Kazajistán.
Lo que ha visto en su viaje es: el planeta Tierra Uno quedó arruinado por la guerra, y lo único que ha sucedido desde entonces es que la temperatura ha caído como un ladrillo. Los océanos están formando una costra de hielo. El suelo está hecho de roca desnuda y hielo suavizado por el viento y, en el desierto, de una alfombra de vidrio roto. No queda un ecosistema, ni vida alguna que no sea bacteriana extremófila, a menos que incluyas a los desnaturalizados escuchas de Ra. Se ha expoliado la atmósfera casi completamente, y apenas se la puede respirar, y ahora es radiactiva. Noche y día llueven los meteoros más espectaculares, arrasando cualquier cosa que no esté ya devastada por las detonaciones de las Tierras vecinas.
Alto en el cielo cuelga un sol naranja, amargo, aún opacado por la materia cerebral Matrioshka. «Deja el Sistema Solar tal como está», había dicho Ashburne. Algunas noches, Watson intenta divisar Neptuno, pero sin conseguirlo. Sabe que está todavía por allí. Al igual que todas las piezas del Hábitat Nesso, cuya órbita es improbable que decaiga pronto.
No es que quiera regresar.
Watson alcanza la cima de una cresta incinerada, ahora sólo a cuatro o cinco kilómetros de la baliza. Desde aquí puede ver todo el camino restante, a través de un cruce profundo. Sabe que está llegando antes de tiempo, pero advierte que no es el primero en arribar. Allí hay una cierta acumulación de cajas grandes, y otro hombre en un traje idéntico se sienta en una de ellas, sin hacer nada.
Watson camina hacia él, triturando el vidrio bajo los pies. Se ha acercado unos cuantos kilómetros para cuando el hombre lo ve y saluda.
Las cajas son de color rojo metálico, que van desde cubos de medio metro hasta una del tamaño de un megalito de Stonehenge. Hay una veintena de ellas, dispersas al azar, algunas amontonadas o erguidas de un costado. No estaban allí cuando partieron, hace un año. «Qué curioso».
—¿Cómo estás? —le pregunta Watson al hombre. Ambos se han desecho de sus nomenclaturas de la guerra, y el hombre no se ha vuelto a nombrar a sí mismo, pero dentro de unos días empezará a llamarse Adam King. King era el segundo en cadena de mando de Ashburne. Watson haría una venia marcial, si continuaran en guerra.
En respuesta, King sólo asiente:
—¿Tú?
Watson cavila:
—Estoy listo para lo que sigue. Caminé a lo largo de dos continentes y dije todas las palabras que tenía que decir. Después de un año de meditación hay dos cosas que ahora sé. Una: no podemos volver a entrar en guerra. Y: tenemos que construir algo a continuación. No me importa especialmente qué, pero no podemos dejar las cosas así.
King asiente de nuevo, mirando a lo lejos:
—Lo sé. Tengo una idea bien clara de lo que quiero construir.
—Tiene que ser algo que se sienta como una victoria —dice Watson.
—Lo tengo todo resuelto.
Watson contempla a King unos momentos, reflexionando sobre la estructura de poder de la posguerra. En ausencia de Ashburne, King estaría dirigiendo la guerra, si esto fuera aún la guerra. Pero no lo es.
Patea la caja en la que King está sentado:
—¿Qué son?
—Estas son las herramientas —dice King—. ¿Recuerdas? Supongo que Ra se las dio a Ashburne. Y Ashburne las dejó aquí para nosotros.
—¿Deberíamos abrirlas?
—Esperemos hasta que estén aquí quienes vayan a estar aquí. Llegaste unos días antes.
Una sacudida. Lo que queda del aire azota por delante de ellos.
—… ¿cuántas personas crees que regresarán?
—No todos —dice King—. Ni de cerca.
—¿Dónde está Ashburne? ¿Va a volver?
—No.
En la cresta donde antes estaba Watson, aparece otra figura. No es Ashburne. Watson alza el brazo:
—¿Ella te lo dijo?
—No.
Es 19391, y un hombre que se hace llamar Centelleador está surfeando una erupción clase X hacia el trigésimo paralelo del Sol, remolcando un equipo de un poder estremecedor llamado bhārīvastra. Él es una nave viviente, a flote gracias a campos de oscuridad, usando el astra para alterar la gravedad a su favor.
Por encima suyo a la distancia está la última colección de estatélites Dyson abandonados y carbonizados. Son computadoras de grafeno bidimensionales, en promedio dos mil kilómetros cuadrados cada una, ondeando en la radiación solar como hojas al viento. El Grupo ha recuperado toda la masa necesaria para recrear la Tritón, Sámate y demás. La colosal nube de polvo más los restos del cinturón terrestre sin procesar ya se han barrido. Estos ocho son el sobrante. A Zen no le hace falta rescatarlos y reconstruirlos, puede tan sólo matarlos.
Incluso en este ambiente actínico, la energía de Zen aparece como un brillante punto blanco, tan fino como el ápice de un bisturí. Acelera hacia el primer estatélite desde abajo, apuntando a sus bordes delicadamente encrespados. Atraviesa cada estatélite como de un eficiente plumazo, recortando piezas importantes de cascarón. Una a una, las gigantescas estructuras ladean, pierden sustentación primero, y luego altitud, y comienzan la lenta caída hacia el fuego.
Zen les suministra más masa gravitacional, para que caigan más aprisa. Con sentidos extra, puede ver como se fríen los sistemas desde los bordes hacia el centro, dejando de procesar. Incluso hay una pizca detectable de humo mágico.
Son los ocho últimos. La faz del Sol se ha despejado, y refulge en consecuencia. Zen ha vivido durante meses en este ambiente de plasma y flujo magnético, y su cerebro se ha adaptado, deviniendo en algo salvaje e instintivo, haciendo de los estatélites errantes sus presas, como un halcón. Pero ya se acabó. Puede volver a casa y caminar el suelo.
Zen agita sus campos y usa el astra una vez más, negando toda su masa gravitacional. Se dispara a lo largo de una tangente dejando atrás al Sol, hacia Tierra–1.
Es 19391, y la corteza entera del mundo está siendo hecha pedazos cuadriláteros, que se dan vuelta y tienden otra vez. La roca reciente y los combustibles fósiles reabastecidos se rematan con bosques tropicales a medio destruir y con parques nacionales, todo conforme al registro histórico y científico más preciso disponible. «Flatt», el hombre que opera la máquina de estratos, es uno de los catorce que sobrevivieron a fuerza de una suerte inimaginable; sus estados mentales combatientes se emitieron hacia la Tritón, escapando los microsegundos finales de la Batalla de Neptuno.
Avanza un zigzag sobre la faz de la Tierra, como colores desparejos en fotografías satelitales. Por detrás de la línea, ciudades enteras se levantan.
Figuras históricas resucitan a partir de conjeturas, citas famosas y huellas físicas multidimensionales que dejaron en su mundo. Allí donde los registros se agotan y carecen de claridad, los operadores humanos de los motores le dicen a los motores que elijan lo que sea que funcione. Astras de narrativa hiperavanzada están generando personas proceduralmente de a miles de millones: todos congelados a mitad de camino en mitad del sueño, y a la espera de ser animados. Esperando a un particular tic del reloj.
Kilómetros por debajo del desierto de Australia Occidental, en un búnker negro profundo, Adam King trabaja en los controles de Metáf, la forja de la nueva física.
—Tenemos que considerar la curva de dificultad de la ciencia de los años setenta —se dice a sí mismo. En inglés, porque ha elegido su nuevo nombre e idioma—. Si es muy fácil, la tecnología despega, imparable, y nos topamos con la exposición al principio antrópico. Si es muy difícil, dejan el asunto de lado. Alath menaremba baltakrilakta cho malatha.
Se frota un ojo ardiente y bosteza. Juega con el poco familiar anillo en su muñeca:
—Algo sobre lo que puedas construir una sociedad. Algo… alcanzable. Tendremos que arrearlos, para empezar. Tendremos que poder rastrearlo todo. Maldición, ¿cómo se usa esto?
Es 19391, que también es 1969, y hay un penthouse invisible sobre el río Este, un castillo en las nubes con un concejo de magos, y King se dirige a ellos:
—No quiero perder demasiado tiempo, así que no usaré más palabras que las necesarias.
»Estuvimos a minutos de la extinción. Tuvimos que atravesar el mismísimo infierno para sobrevivir. Pero a través del infierno fuimos. Y gracias a Dios que llegamos primero. Sobrevivientes.
»La magia es nuestra victoria. Hemos demostrado que es perfecta. Se mantendrá así para siempre. No quiero tildar a nuestro logro, su logro, de milagro, porque eso les negaría el crédito que se merecen. Ha sido trabajo. Nada más que trabajo.
»Billones perecieron porque existía el poder para matarlos. La magia es un poder de mayor disciplina. Para usarla se requiere dedicación y carácter. ¿Y quién sabe lo que construirán a partir de ello? Yo, por mi parte, no puedo esperar a verlo.
»Así que gracias a Dios. Y gracias a todos. Y: por el principio.
Es ahora:
—Semidioses deslizándose sobre la faz de una Tierra amorfa. Herramientas moldeadoras del mundo salidas del amanecer de los tiempos, provistas por un literal dios sol. Esto —comenta Anil Devi— es una premisa bastante decente para una mitología de la creación.
—Dudabas —le explica Adam King a Natalie—. Eres escéptica. Tienes más preguntas. Lo cual está bien, pero estamos a contrarreloj. Queremos que esto se resuelva, o que esté en camino a resolverse dentro de los próximos treinta segundos de tiempo real. Así que estamos aquí, a dos mil veces la velocidad normal, sólo por el tiempo que sea necesario para convencerte.
Son fantasmas otra vez. Los tres están parados detrás del simulacro de Adam King mientras él cena a la cabeza de la mesa del Grupo de la Rueda. Tanto él como los otros ciento veintitantos simulacros han empezado a conversar entre ellos, pero, por irrelevancia histórica, el King «real» ha aislado las conversaciones.
Nat asimila esta última escena en el montaje histórico. Una opulenta alfombra con patrones dorados y rojos en espiral, entrelazados. Muebles de madera oscura, cubiertos de plata. Una ventana de cristal tan grande que podría confundirse con el cielo. Una vista del horizonte urbano de la ciudad de Nueva York que, en rigor, no debería ser posible.
A esta altura Nat está demasiado agotada como para quedar deslumbrada.
—Los Virtuales…
—Siguen congelados —dice King—. Por mí, pueden permanecer congelados mil millones de años más. Es mejor de lo que se merecen.
—Cada uno de ustedes caminó la Tierra durante un año por sí solo —dice Natalie—. Y luego, todos se volvieron a juntar…
—No todos —la corrige King—. Ni de cerca.
—¿Qué le ocurrió a los demás?
King estudia la silueta de la ciudad, como alternativa a sostener la mirada de Natalie:
—Dejaron el Grupo. Muchos de ellos, digamos, abandonaron el mundo por completo. De una forma u otra. Por una razón u otra.
—Dejando a todos los que están en esta sala. Inventaron la magia e inventaron el mundo de Anil y mío partiendo de cero. Restablecieron todo el sistema solar hasta los años 70 para que la historia encajase.
—Precisamente 1970. A medianoche GMT, primero de enero. Era un número redondo. Antes de la era digital, justo después del apogeo de la carrera espacial. Exactamente el lugar correcto para encajar la magia. Verás, no estaría bien decir que hacemos andar a tu mundo. Lo hicimos andar, con lo que quiero decir, lo pusimos en marcha.
Natalie tiene un montón de preguntas complementarias en extremo obvias, empezando por «¡¿Por qué?!», pero ella presiente que no hay manera de soltárselas a King sin que suene a llevarle la contraria, lo que también sería por demás contraproducente. Encuentra la mirada de Anil, implorándole que haga lo mismo, en la esperanza de que la instrucción pueda tan sólo saltar directamente de su mente a la de él. Increíblemente, funciona. Anil lo entiende.
—¿Cómo fue que lo llamaste? —Natalie le pregunta a King.
King retiene su respuesta por un buen rato. Parece distraído por su otro yo, que acaba de encender un cigarrillo:
—Lo llamamos Guerra Abstracta.
—¿Y qué pasa si Laura vuelve a despertar a Ra?
—Guerra Abstracta. Imagina todo por lo que has pasado, de nuevo. Excepto por la parte en la que ganamos.
Natalie hace una pausa que ella estima dura un largo y verosímil rato, aparentando estar sumida en el pensamiento. Camina hacia Anil y le arroja una mirada cargada de sentido. Él le devuelve una leve y perpleja sonrisa. Ella se vuelve hacia King.
—De acuerdo. Lo haré. Necesitan que interceda así de desesperadamente; es difícil que vaya a rechazarlos. Pero antes, quiero hablar con el otro. El que nos trajo aquí. —Ella indica el simulacro de Watson, que también está en la mesa, cenando un filete cocido a punto—. Él.
King asiente y desaparece.
Hay un largo silencio.
—Anil —dice Natalie, todavía mirando el espacio de aire donde King estaba parado—, deja caer algo en el suelo allí, donde estás. Entre tus pies. —Se quita el arete y hace lo mismo.
—¿Por qué?
—He ganado algunos segundos. Digamos un mínimo de dos segundos, desde su perspectiva, mientras él va en busca del otro. Cuando regrese, si no se ha dado cuenta de su error, no debemos dejar que lo advierta. Tenemos que estar en las mismas posiciones, como si no hubiera pasado tiempo.
Anil sonríe, comprendiendo. Hace lo que sugirió Natalie, soltando algo de cambio de su bolsillo.
—Ahora —dice Nat—. Tenemos por lo menos una hora. ¿Por dónde quieres empezar?
—¿Dónde quiero empezar? Dios mío. —Anil patea la ventana, causando un fuerte ¡tannn! al cual ninguna de las personas simuladas reacciona—. Esta historia es casi irrefutable. Es literalmente la jodida hipótesis de Omphalos. Si estos sujetos se piensan que vamos a creérnoslo, tienen que estar locos.
»Pero… hemos visto la teletransportación, y una simulación avanzada. Y Ra es un objeto fáctico. Hay suficiente evidencia circunstancial que yo casi lo creo. Y eso hace que yo me sienta loco. Y si todo esto es verdad, entonces… realmente ellos construyeron la magia.
Anil da las palmas contra los hombros del simulacro de King. El simulacro no se percata de ello:
—Él construyó la magia. Lo acabamos de ver, haciéndolo. Por sí solo. Todo esto es idea suya; dijo que lo tenía «todo resuelto». Apuesto a que cuando los demás regresaron en 19391, fueron denegados. O sus ideas terminaron adaptadas a la suya.
»Es como si nuestro mundo fuera el sandbox de King. Tomó lo que, por lógica, tendría que haber sido un escenario hipotético de un juego de rol (¡una Virtualidad!) y lo transformó en concreta realidad, e inventó miles de millones de personas vivas para poblarlo. Es abominable. ¡Significa que todos los que “nacieron” antes de 1970 son una falsificación! ¡Incluyendo a mis padres!
»Y si eso es lo que realmente pasó, entonces esta gente realmente está loca.
»Cuando sales perdiendo de una pesadilla como lo fue la Guerra Abstracta, lo último que tienes que hacer es vagar a solas por una Tierra calcinada, agobiante. Te hace falta ayuda. Necesitas ayuda psicológica. No me importa cuánto haya evolucionado la psique humana para esa era. No habremos evolucionado hasta ser indemnes a los problemas mentales.
»¿Este sujeto, Adam King? Él no está nada bien.