No Hay Intriga

Antes

Laura tropieza por el estupor, en un mundo que es como el espejo esterilizado de la parte inferior de la realidad, ese lugar azul y negro y gris plateado que se puede ver en un charco de lluvia. Es un lugar donde nada de lo que sucede es bueno; donde se descorchó alguna pesadilla que se extendió por el aire, metiéndose como una larva en las lenguas y ojos y alveolos de la gente, filtrándose en las superficies hasta que no hubo nada más que pesadilla que ver o comer o beber. El aire es frío hasta los huesos y parece soplar a través de ella en lugar de rodearla. Y el aire tiene una textura inquietante, como si ocasionales hilos de telarañas invisibles se agitaran en él. Hay un zumbido electrónico irritante, como si alguna combinación de aparatos para moler el metal funcionaran intermitentemente a poca distancia. Pensar duele.

Laura se transfiere a través del paisaje de vidrio. Nadie puede recordar cómo comienza un sueño. Deambula pesadamente a través de un valle de montaña de vidrio negro con rocas de vidrio dentadas y fragmentos de vidrio crujiendo bajo los pies como escarcha. Se pregunta si hay una palabra especial para un glaciar de vidrio.

En lo alto, el cielo presenta la conocida galaxia pálida de tres puntas, la Vía Láctea bifurcada, pero esta vez desconcierta a Laura por razones que no puede juntar en su cabeza. Es al mismo tiempo reconfortante y alarmante. Laura está dormida y no razona a capacidad máxima. Todo lo que sabe es que quiere hallar refugio.

Las cordilleras a cada lado crecen y convergen hasta que el valle se ha convertido en un barranco. El barranco cambia de dirección locamente, llenando el espacio, incrementando su longitud, de modo que al pasar de ubicación en ubicación, aun a fuerza de deseo, Laura tarda horas en hacer progresos aparentes. Desde arriba, empieza a semejarse a una forma de onda de ruido blanco. Debe tener decenas de miles de kilómetros de largo. Sus paredes se vuelven casi verticales y por completo inescalables.

Del suelo del barranco brotan pequeñas cosas blancas como tréboles puntiagudos, suaves en apariencia hasta que Laura pisa una de ellas. Son cristales extruidos de varios extremos, y dañarán a quien los pise. De las paredes del barranco crecen las flores araña, cuyas hojas son largos fragmentos curvos de botella de vino roto. Laura tiene que agacharse o girar de lado para atravesarlos sin cortarse. Es en este momento que se da cuenta de que el barranco se está estrechando paulatinamente, y luego mira hacia arriba y se da cuenta de que ha comenzado a cerrarse sobre su cabeza. Su garganta se vuelve áspera. El zumbido eléctrico se está haciendo cada vez más fuerte.

Laura ha estado aquí durante mucho tiempo y poco a poco está dándose cuenta de ello.

*

El barranco se convierte en un túnel. La poca luz estelar que había se esfuma, dejando a Laura tanteando el camino a través de una ciega pesadilla cada vez más puntiaguda. Ilumina el camino creando en su cabeza una idea de luz. La idea resulta roja. Laura no percibe que haya otros colores que pueda elegir. Crea una luz roja. Casi que empeora las cosas. Ahora puede vislumbrar las cercanías, pero las hojas verdes, en particular, se ven negras y demasiado ambiguas para distinguir una de otra. El pasaje torna a un charco de tenue rojo rodeado de profundas sombras, ya no más uniformemente negro. Y la fuente de luz, por motivos lógicos del sueño, surge frente a uno de sus ojos, una pura luz LED dirigida hacia ella como la mira de un optometrista. No es algo del todo cegador, pero sí doloroso, formando un punto llano en la retina de Laura. Ella ve patrones de vasos sanguíneos superpuestos a su visión.

Pasan kilómetros antes de que el túnel se bifurque por primera vez. Laura recuerda su entrenamiento en laberintos (que consta enteramente de «sigue siempre a la izquierda» que su madre le dijera alguna vez) y va hacia la izquierda. El túnel se eleva y cae y zigzaguea suficientes veces para que Laura se desoriente, antes de volver a bifurcarse. En ambas direcciones el camino es más pequeño que viniendo del túnel principal. La vida vegetal se está extinguiendo, pero las paredes adquieren corpulencia a medida que se acercan, como si estuvieran hechas de gruesas losas de vidrio filoso, puestas allí para atrapar sus ropas. Laura va de nuevo hacia la izquierda.

Mucho más tarde, girando a la derecha 60 grados, Laura divisa una grieta en la pared izquierda. Gracias a las inadmisibles condiciones de iluminación habría sido muy fácil pasarla por alto. La grieta es lo suficientemente ancha como para deslizarse por ella de costado sin recibir cortes por casi todo el cuerpo… definitivamente en ambos codos, y tal vez en una costilla o dos. Está oscuro y, mirando directamente en ella, Laura no puede decir hasta dónde llega pasando de un inmediato giro en ángulo recto.

«Sigue el lado izquierdo». Habrá caminado por delante de seis de estos pasajes sin darse cuenta.

Se ha perdido.

El ruido la está volviendo loca. Considerando desandar el camino, Laura se da la vuelta repentinamente, dando un hombro contra la pared y provocándose una herida hasta el codo. Inhala como para gritar pero en ese instante ve, a través del túnel, lo que la ha estado siguiendo. La cosa está a tres esquinas de ella, en su mayor parte oscurecida por los afloramientos del áspero vidrio, y es horripilante. Es como el dibujo de un hombre que haría un niño muy pequeño, con rasgos exagerados y proporciones sin sentido, pero hecho carne. Tiene la forma equivocada, su cara y dientes están mal, su cuerpo está mal. Es extremadamente oscuro y está completamente quieto, sin mirar en la dirección de Laura. Llena todo el ancho y alto del corredor. De algún modo resulta más grande que cualquier cosa que en rigor pudiese acomodarse allí.

Laura aguanta la respiración. A medida que la cosa gira y comienza a deslizarse a lo largo del pasillo en su dirección, Laura cancela su luz y trata de moverse a ciegas por el pasaje lateral. Es difícil y sucio y duele y por un buen rato pareciera no llegar a ninguna parte, a medida que la cosa se acerca. La cosa es totalmente oscura excepto por sus iluminados ojos, y si hace ruido alguno no puede escucharse por encima del de la maquinaria. Laura se esfuerza en dar la vuelta a la esquina y luego espera, los ojos negándose a ajustarse, sin poder escuchar nada más que la molienda mecánica, la sangre todavía goteando de la mano, que ahora está empapada. Su corazón bien podría estar zumbando.

Pasan minutos de espera, y muy lentamente, la cosa asoma la cabeza a la vuelta de la esquina. Su cabeza es un hinchado globo, una negra y alargada coma. Se vuelve a mirarla, con sus ojos. Abre su boca de dientes y le dice: PUEDO VERTE.

Es en este punto que Laura recupera la consciencia. Los procesos del pensamiento que hasta aquí aceleraban, flotando, ingobernables, finalmente pisan la carretera y hallan tracción. Laura ve dónde se halla y ve lo que está pasando. Se da cuenta de que está teniendo un Episodio de Mundo de Tanako intensamente desagradable. También se da cuenta de que no puede despertar.

Eso ¿es mejor o peor?

—Recobra la calma, Ferno —dice el hombre detrás de ella. Laura vuelve súbitamente la cabeza, pero lo hace demasiado rápido y se la raspa con más vidrio. Se encoge y agacha para sujetar la nueva herida. Esto proporciona suficiente espacio para que el otro soñador levante una convencional arma secundaria y dispare cuatro balas convencionales por encima de la cabeza de Laura y a la cara de la cosa.

La cosa les dice JAJEJAJEJEJEJE. Se relaja, en lugar de colapsar o morir de alguna manera convincente. Es como si se le hubiera quitado repentinamente toda su estructura interna. Cae al suelo de una manera que sugiere que podría reactivarse con mucha facilidad. Sus ojos se oscurecen, pero permanecen abiertos.

El pulso de Laura se nivela. Reflexiona.

No hay mucho que ver del hombre, debido al ambiente confinado. Es más alto que Laura. Un cascarón de armadura ligera lo cubre de pies a cabeza y no lleva nada más que el arma, que descarta de inmediato. Es un cascarón gris, lo suficientemente delgado como para que navegar por los túneles no sea tan impráctico, pero evidentemente tan duro como para soportar el contacto con el vidrio sin dejarle más que blancos arañazos. No hay rostro visible.

Es una muy buena elección de equipamiento. Inmediatamente, Laura se viste igual.

—Te has salido de la misión. Sígueme —dice el hombre. Empieza a recorrer el callejón. Laura lo sigue, con cautela al principio y luego con más confianza cuando se vuelve evidente que las filosas protuberancias de vidrio no pueden penetrar la armadura.

—¿Quién eres?

—¿Quién te parece? —Kazuya Tanako torna su casco transparente. Se da la vuelta para que Laura pueda echar un buen vistazo—. Ta–tán.

—Ah. Estamos de vuelta en el mundo T, ¿por qué?

—«Menos palabras, más hechos» —dice Tanako—. Las cosas que necesito decirte podrían llenar un libro, pero no tendrías más remedio que tratarlo todo como una ficción. Es tu manera de pensar. Tenía que traerte aquí para poner tu rostro frente a alguna evidencia. En tu camino has encontrado algo mucho más grande de lo que creías.

—Este lugar está lleno de maldad —dice Laura—. De demonios, de este ruido que nos obliga a gritar para entendernos. ¿Por qué no estaba eso aquí antes? Dijiste que cruzaste ileso un año luz del vidrio. El mundo T debería haber luchado en tu contra. Pero en tu narración esos monstruos estaban notablemente ausentes.

Tanako llega a lo que parece ser un callejón sin salida. Toca la elevada y estrecha pared de cristal un instante, luego vuelve a convocar su arma secundaria y dispara a través. Da un paso hacia lo que parece ser tenue aire, y ayuda a Laura a salir. Sólo una capa de vidrio delgadamente invisible los sostiene sobre un barranco sin fondo. El lado más cercano del barranco es una pared de vidrio resquebrajado, con las grietas que produjo la bala de Tanako esparciéndose a través de ella. El lado más lejano es de piedra, un muro de castillo de un kilómetro de espesor con contrafuertes. Ambas paredes ascienden demasiado lejos como para que en lo alto haya algo semejante a un cielo. Debajo de ellos hay una impía luz roja y un sonido como de máquinas cosechadoras que ganan velocidad. Estar de pie sobre la brecha es algo doloroso, como estar expuestos a radiación dura.

—Hay un problema con tu memoria a corto plazo —le dice Kazuya Tanako a Laura—, así que supongo que tendremos que repasar todo esto de nuevo, al estilo socrático. ¿Dónde estamos?

Laura cree que la pared delante de ellos es el lado exterior de una capa profunda de su palacio de la memoria, pero no es esa la pregunta. Tanako avanza a través del límpido espacio vacío de cristal como si no fuera más que simple pavimento, sacando un potente láser estilo Akira como desde el mismísimo hammerspace. Inscribe una luminosa mancha rosada en el muro, luego arranca la forma de la pared como si se tratara de empapelado, dejando que flamee al viento. Queda un hueco oscuro. Laura lo sigue hacia adelante, algo preocupada por la facilidad con la que Tanako irrumpe en su palacio. A medida que avanzan, los ruidos electromecánicos cambian de tono, amortiguados. Es como si quitara un peso de sus pensamientos.

Detrás de la pared de papel milimétrico/muro kilométrico está su recurrente captura de ensueño: Rachel Ferno, Atlantis, tanque externo y tripulación complementaria, todo en el instante inmediatamente previo a su simultánea destrucción.

Clic.

Kazuya Tanako le pide:

—Han pasado unas dos semanas desde que me despertaste. Quiero decir, la segunda vez.

—Estamos en la memoria —anuncia Laura.

—Estamos en tu palacio de la memoria ahora mismo —coincide Tanako.

—No.

—¿No? —Tanako ya conoce la respuesta, pero está guiando a Laura hacia ella.

—Es un sistema —dice Laura—. Dijiste algo de encontrar una estación de escucha. Un oráculo omega, una grabación sistemática de todos los gastos de maná a lo largo de toda la historia. Es ahí donde estamos, eso es lo que es este lugar. Es la memoria de ese sistema.

»Esta escena está asignada formalmente. Al igual que las otras cosas que no puedo olvidar, como la erupción en Krallafjöll. Y también está el incidente en el que Alexander Watson destruyó a la Madre De Todas Las Recursiones o como quieras llamar a…

—No quiero llamarlo nada —dice Tanako a toda prisa—. Se mantendrá anónimo.

—Estos son los acontecimientos de la historia en los que se gastaron enormes cantidades de maná —resume Laura—. Estos se almacenan aquí, separados por nada más que el medio mismo de grabación.

—Correcto —dice Tanako—. En sánscrito estos se llamarían los registros akáshicos. Ahora, responde tu propia pregunta. ¿Por qué los demonios ahora, pero no entonces?

Laura mira fijamente, una vez más, a su madre y a la nave. Lo que realmente está mirando es: un plan, en el instante de dar frutos.

—Mamá lo sabía —dice Laura—. Ella sabía que existían estos registros. Todo lo que tenía que hacer era acercarse lo suficiente al Atlantis, y gastarse una vida entera de magia haciéndolo, y todo el asunto… quedaría registrado. Nadie está muerto, siempre que los recordemos con fidelidad suficiente para llevar a cabo una reconstrucción completa.

—Responde tu pregunta —repite Tanako—. ¿Por qué ahora hay demonios? ¿Y entonces no?

—¿Cuánta materia trajiste de vuelta para que el artefacto de recursión anónimo se manifieste en su totalidad? ¿Un miligramo? ¿De un conjuro que escribí y que enuncié en la cama? Si eso es todo lo que hace falta para burlar al universo, puedo traer a una persona de vuelta. Casi que puedo saborearlo.

—Creo que te estás durmiendo otra vez, Ferno…

Scooby–Doo.

—¿Qué?

—Tu respuesta es Scooby–Doo. Alguien construyó esto.

Alguien los vigila. Algo los observa desde el barranco exterior, un tumoroso mono gigante con piernas infinitamente largas y hombros traspapelados. Mide unos cien metros de altura. Sólo un ojo y una fosa nasal se asoman a través del agujero. Huele a detergente frito. Sonríe como un exterminador; mete dos largos dedos como mangueras en la habitación, y rocía a Tanako y a Laura con un alfombrado de arañas marrones.

Tanako se cepilla alocadamente los brazos y la cabeza, a pesar de que su traje lo mantiene aislado. Imagina insecticida, luego se lo piensa mejor e imagina aracnicida, si tal cosa llegara a existir. Pues ahora existe: su traje se empapa del veneno, como si estuviera duchándose bajo el mismo. Capas de araña se marchitan y caen como haciendo la muda. Va hacia Laura.

Laura ha invocado una vara de bo/ingeniería de dos metros, posiblemente con la intención de enfrentarse al monstruo Kong de afuera, pero ni siquiera puede moverla a través del torrente de arañas, que llega hasta sus rodillas. Les arroja llamas, pero sin mayor eficacia. Los borrosos animales marrones se calientan como el cobre, quedando al rojo vivo a medida que empiezan a masticar el casco de Laura. Laura apenas puede estar de pie:

—Quiero despertarme —dice—, o quiero irme a dormir. ¡Cualquiera está bien!

Arriba y detrás de ellos, el cuadro viviente del Atlantis avanza un paso en el tiempo hacia adelante, con un clic. Atlantis está alabeando a la izquierda y moviéndose en guiñada a la derecha. Soichi Noguchi continúa luchando contra su movimiento. Rachel Ferno es arrojada a la estela de la nave; ya no es más visible.

—Estamos haciendo algo difícil pero completamente posible —le dice Tanako, todavía vadeando en su dirección. Activa su láser sobre la cara del monstruo Kong, sin obvios efectos—. Ya tienes suficiente metáfora como para manejar esto, Ferno. Creo en ti.

—¡A la mierda con la metáfora!

—Nos están señalando —dice Tanako—. Este es el verdadero recuerdo del evento, el puesto de escucha sólo almacena las referencias. ¡Sigue el enlace de vuelta!

—¿De vuelta adónde?

Clic. Humo. Pérdida de combustible. Emerge del cascarón del tanque externo el más pequeño fragmento de llama.

—¡De vuelta ahí!

Por segunda vez, estalla el Atlantis.

*

En el puesto de escucha:

—… ensado.

—¿Qué? —Laura tropieza como si hubiera bajado de una montaña rusa.

—Dije, bien pensado —dice Tanako—. Usaste el entorno. ¿Ves ahí abajo?

Laura casi cae sobre la barandilla. Abajo, aparece representada la costa de Florida, identificada con líneas lat/lon, límites de rango y marcadores de trayectoria. Un arco de círculo viene a ser el Atlantis. Otro, ascendiendo a su encuentro, es Rachel Ferno. El mapa está impregnado de colores de oráculo Kanditz. Le es tan familiar a Laura como su propio rostro.

—Atravesamos el atajo —dice Laura.

—Sí, aproximadamente.

Laura queda perpleja. Se estira hacia el mapa, pero su mano oscurece la vista y entorpece su percepción de profundidad, como un holograma.

—¿Sabías que hay una persona cuyo trabajo es hacer estallar el transbordador espacial? —dice ella.

Tanako levanta la vista:

—¿… qué? No, no. Nunca me lo dijiste.

—Se llama Oficial de Seguridad de Rango*. El transbordador se lanza al este, cruzando el océano Atlántico. Si mantiene el rumbo, no cruzará tierra alguna hasta la costa portuguesa, y para entonces ya alcanzó la velocidad orbital. Pero hay dos líneas —señala—: una que sigue la costa atlántica de EE.UU. y otra a través del Caribe, al este de Cuba. Las áreas detrás de estas líneas están habitadas. Por lo tanto, para la seguridad de esas personas, hay cargas explosivas en los cohetes impulsores sólidos y en el tanque externo. Y hay un hombre cuyo trabajo es apretar el botón que los detonará.

—¿Quieres decir, si el transbordador se sale del rumbo? —pregunta Tanako. Parpadea—. ¿Eso no mata a los astronautas?

—Por supuesto que mata a los astronautas. ¿Cómo no lo haría?

Tanako la mira por unos momentos, su cabeza echada a un lado.

—En la STE–77 se llamaba Norman Lederer —añade Laura—. Sin embargo, no le hizo falta apretar el botón. Todo voló por sí mismo.

—¿… por qué nos concierne esto?

—No lo sé —dice Laura—. Creo que tiene algo que ver con destruir grandes piezas de hardware.

—Sí. —Esto trae a Tanako de regreso al presente. Bate las palmas—. Tienes razón. Ahora. Siguen las preguntas. ¿Dónde estamos?

—Estamos dentro del puesto de escucha. Después de todo es real.

—En efecto. ¿Y dónde está el puesto de escucha?

—Dentro del mundo T.

—¿Y qué es el mundo T?

—Memoria. El propio banco de datos internos del puesto.

—¿Y cómo es posible eso?

Laura dice:

—Porque es un sistema. Es como cualquier sistema informático. Es software mágico. Este es el lugar en la memoria donde almacena su propio código. Ahora mismo estamos caminando en ella.

—¡Bien!

La habitación es tan silenciosa como una cripta, y está vacía aparte de ellos dos y del modelo a escala 1:1 de la historia completa de toda la Tierra:

—¿Cuánto tiempo tenemos hasta que nos alcancen de nuevo? —pregunta Laura.

Moviéndose con aprendida pericia, Tanako rueda el mapa del mundo al este del Reino Unido, y luego avanza el tiempo hasta nuestros días. Enfoca una bengala en las remotas colinas de la más oscura Gloucestershire:

—¿Recuerdas esto?

—No.

—Es la instalación donde ahora mismo estamos ambos dormidos, en la realidad. Estos alfileres son magos. Esos dos somos tú y yo. Mira de cerca, hazte de la experiencia extracorpórea. ¿Lo ves? ¿Lo entiendes?

Laura entrecierra los ojos. Puede ver camas de hospital e intravenosas. Las figuras familiares suya y de Nick Laughon, envueltas en sábanas blancas, y rayos de Dehlavi en el centro de un clase D, con magos médicos observando desde los nodos correspondientes:

—No lo recuerdo —dice—. ¿Qué estamos haciendo allí? ¿Quién nos ayuda con el experimento?

—De volver a despertarnos, te acordarás —dice Tanako—. Todo lo que tengo que decirte, por ahora, es que esa es la copia en vivo. Llámalo «producción». Este es nuestro enchufe. Si algo sale mal como salió para mí la primera vez, entonces exfiltrarnos será sencillo: arroja tu mente de nuevo a esta imagen, y a este momento en el mundo real. Luego entras a la ilusión y despiertas, chás.

—¿Eso va a funcionar? —Laura le pregunta—. ¿Cómo sabes que funcionará?

—Ya lo he hecho antes —dice Tanako, ajustando por segunda vez los parámetros de consulta del mapamundi 4D.

—¿Qué? ¿Cuántas veces? ¿Cuándo?

—¿Pensaste que mi investigación se acabó sólo porque me mataron?

Laura mira fijamente a Tanako, o mejor dicho, a su casco gris sin rostro. Está empezando a ordenar toda la información, cuando algo hace crunc en su cabeza. Se siente como si un yunque hubiese caído directamente encima de su razonamiento deductivo. Da un respingo. Los síntomas de sobrecarga sensorial de a poco están regresando: ruido metálico, luz estroboscópica.

—¿Estás bien? —pregunta Tanako, tomando su brazo.

—Ay —explica Laura.

—El término general para estas cosas es «prevención de intrusos» —le dice Tanako—. Podemos adelantarnos a ellos, hasta cierto punto. Esta es la última parte del viaje, ¿de acuerdo? Esta es la parte en la que tienes que prestar atención. Mira el mapa.

La costa atlántica otra vez.

—Nueva York —dice Laura.

—El año es 1969. Y aquí vamos.

*

Los pensamientos de Laura cambian de textura una vez más. Esta vez no tropieza, a pesar de los nuevos tacones.

La grabación de 1969 es el amplio penthouse de un rascacielos. Es ultramoderno y completamente carente de polvo e imperfecciones; arte conceptual habitable en blanco, negro y oro. Caro como en Ciudad del Vaticano, caro como en el monte Olimpo. Alguien se ha gastado mil millones de dólares en el lujo más total e imaginable, y luego otros quinientos millones sólo para recortar la pompa hasta dejarla en el buen gusto.

Se siente real de un modo extraño. Es una impresión mental completamente distinta del mundo T. Sin abstracción, sin metáfora. Es un lugar físico sobre el cual está caminando.

De nuevo, Kazuya Tanako la alcanza. Esta vez lleva puesto un esmoquin.

—Te ves diferente —dice Laura. El cuerpo de Nick Laughon se ha editado un poco. Es más voluminoso y más ancho de hombros. Sus rasgos se han vuelto ingeniosamente más atractivos. Sus orejas se han encogido. Su cabello está tallado con fijador, de una manera para la que el verdadero Nick nunca tendría tiempo. Corbatín, gemelos de plata. Aun así se lo ve mal vestido. Laura siente que deberían llevar puesto atuendos reales, o tal vez estar completamente bañados en un halo de luz.

—Ese es el asunto —dice Tanako—. Estos chicos se ven ideales en todo momento. Siempre se ven perfectos. Nunca envejecen, nunca se enferman. A propósito, deberías echarte un vistazo —añade, señalando un espejo.

—¿Quiénes son?

—Estos tipos son los que construyeron el sistema. Construyeron el puesto de escucha, y luego cuando resultó ser que los magos durmientes eran capaces de aparecer directamente en su protegida base de datos la inundaron de monstruos para ahuyentar a la gente. Ellos vigilan todo el uso de la magia, en todas partes. Y hacen mediciones.

Laura desearía no haber mirado. Está inalcanzable. El vestido por sí solo es inalcanzable. Si todas las mañanas pasara dos horas dedicándose a su cabello y reemplazara cada postre por una carrera de maratón, podría verse la mitad de bien.

—Sígueme —dice Tanako.

—Espera. ¿Qué fue eso último que dijiste?

Tanako abre la puerta doble. El ruido desborda.

La impresión de Laura es que la sala anexa bien podría haber sido del tamaño de un campo de fútbol, y que se optó por algo un poco más pequeño en concesión al espíritu práctico. Dos paredes enteras y el techo son de vidrio sólido. El panorama detrás del cristal es inconfundiblemente la ciudad de Nueva York. Deben de estar en el piso cien. Alrededor de un centenar de hombres y una veintena de mujeres están dentro, la mayoría de ellos gritando unos por encima de otros. Todos ellos son perfectos veinteañeros. Trajes perfectos, dentaduras perfectas. Fluye el vino. Hay música de cuerdas de origen incierto. El ambiente es festivo y contagia.

—Podremos andar sin que nos noten por un rato —murmura Tanako—. Nos escapamos para tener una conversación privada, ¿me entiendes? Sígueme el juego.

—¿Ya te sumergiste en este recuerdo antes?

—Un par de veces.

Tanako toma dos copas de cava y cede una a Laura: camuflaje. Ella da un trago. Tanako la conduce suavemente hacia la ventana, evitando todo contacto visual con la fiesta.

—¿Dónde estamos? —le pregunta por última vez.

—Nueva York —dice Laura.

—No. Mira.

La ventana cae y se topa con la alfombra. Desde luego, nadie puede ver el cuerpo del edificio en el que están, no sin asomarse, pero eso no importa. No puede haber edificio. El penthouse está a media cuadra sobre el río Este. Están a docenas de pisos en medio del aire.

Laura se resiste a la conmoción. Sería una reacción demasiado obvia. Intenta teorizar cómo es que la estructura podría siquiera existir, pero ella, al igual que el propio edificio, no tiene por dónde empezar.

—A propósito, este lugar es real —dice Tanako—. En la actualidad, al igual que aquí en 1969. Es completamente invisible en todos los espectros convencionales que pude sondear. Pero usé un oráculo de escaneo profundo, sobre una colección de longitudes de onda ji que obviamente pensaban que nadie llegaría a encontrar. Saqué fotografías. Tiene el aspecto de un OVNI.

—¿Cuándo estuviste en Nueva York? ¿Quiénes son estas personas?

—Escuchemos el discurso —dice Tanako.

El tintineo de un vaso frena la siguiente palabra de Laura. Ella sigue la mirada de Tanako.

El hombre que llama la atención de la concurrencia se ve… pues, inmaculado, como todos allí. Pero Laura piensa que podría ser un tanto mayor. Tal vez algo de mediana edad, algo de arrugas y sombra. Tal vez dejando entrever su veteranía.

Su nombre es King.

—No quiero perder demasiado tiempo —dice—. Así que no usaré más palabras que las necesarias.

»Gracias a Dios que llegamos primero.

»La magia es nuestra victoria. Hemos demostrado que es perfecta. Se mantendrá así para siempre. No quiero tildar a nuestro logro, su logro, de milagro, porque eso les negaría el crédito que se merecen. Ha sido trabajo. Nada más que trabajo.

»El mundo tenía que ser protegido de sí mismo. El problema, siempre, es la confianza. Si y sólo si estás en esta sala, mereces que ese poder se confíe en ti. En cuanto al mundo, se las arreglarán con lo que les cedemos. ¿Y quién sabe lo que construirán a partir de ello? Yo, por mi parte, no puedo esperar a verlo.

»Así que gracias a Dios. Y gracias a todos. Y: por el principio.

Laura está a punto de dar un trago, pero Tanako le da otro codazo:

No te pierdas esto —susurra.

Un espacio se despeja hacia el centro de la sala, y aparece una mesa de comedor. Brota a su existencia, construyéndose en una décima de segundo. Está puesta con porcelana fina, cubiertos de plata, vino ilimitado y ciento veinte platos únicos de todo aroma concebible.

Es como si a la mesa, sostenida en una realidad más elevada y separada de ésta por un fino paño de seda, de golpe se le arrancara la tela de debajo de ella.

Clic hace el último tambor del candado mental de Laura.

King toma asiento a la cabeza, y los demás siguen su ejemplo, retomando sus conversaciones, sin que les perturbe en lo más mínimo la lisa y llanamente imposible cosa que acaba de suceder. Laura y Tanako se quedan a la distancia:

—Pueden crear y destruir la materia —dice Tanako—. ¿Lo entiendes? Fue tan sencillo, que ni siquiera puedes estar segura de quién de ellos lo hizo. Observa sus muñecas, de ahí viene su inmortalidad. Escucha lo que están diciendo, escucha de veras.

—Ustedes dos, ¿pasa algo malo? —pregunta un comensal, mirándolos en su dirección.

Tanako mira con intención a Laura. Laura oyó la pregunta en urdu. La entendió en inglés. Todos en la habitación están hablando un idioma diferente. Hasta Tanako ha vuelto a su japonés natal. Ella ni se dio cuenta.

—¿Es esto el sueño? —se pregunta.

—No. Todo esto sucedió. Es la grabación —dice Tanako—. Tendré todas las pruebas contundentes que podrías querer, una vez que despiertes. Puedo decirte quiénes son todas estas personas.

Varias cabezas han girado en su dirección. Un hombre al otro lado de la mesa se levanta. Coincide con la descripción que dio Tanako de Alexander Watson.

—Discúlpennos —anuncia Tanako, llevando a Laura de nuevo afuera.

*

Es demasiada información. Laura se aleja a través del enorme salón, tratando de deshilar las palabras del discurso y la evidencia de sus ojos.

—¿Conclusiones? —pregunta Tanako.

—Es 1969 —dice Laura—. Todo el mundo sabría que ese número de año tiene que estar mal. No hay nada de evidencia, nada, de que alguien haya hecho magia antes de que Suravaram Vidyasagar la descubriera en el 72. Eso no quiere decir que nadie la encontrara antes que él, es sólo que no existen las pruebas. Si alguien de hecho llegó primero, o bien no lo anotó, o no pudo duplicarlo, o… lo mantuvo en secreto. Pero esta gente… Dios mío, en base a lo que acabo de ver, y basándonos en dónde estamos parados ahora mismo (es decir, en el aire) tienen que haber llegado allí décadas antes que nadie. Si no siglos.

Tanako niega con la cabeza:

—No, no. Esa fue mi primera conjetura, pero no.

—Acabo de ver a un concejo de hechiceros cenando en el cielo. Acabo de ver cómo es que la magia debería funcionar. Como funciona en los sueños lúcidos. Piensas en algo y ocurre. Ni siquiera te hace falta mover la mano. Deben de tener un poder ilimitado. Absolutamente ilimitado. ¿Son ellos quienes construyeron el artefacto de la recursión? —Baja la voz y murmura para sí misma—. «La magia es nuestra victoria». No hay palabras mágicas. Sin gestos. Sin equipamiento.

—Llámalo magia profunda. Llámalo magia, o māyā. —El rostro de Tanako es sombrío. La mira fijamente desde el lado opuesto de la habitación, queriendo que ella llegue a su conclusión.

Laura dice:

—¿A cuántas personas podrían alimentar? ¿Si quisieran hacerlo?

—A todas.

—… la magia es la pérdida —adivina Laura—. La única parte que no pudieron silenciar.

—Hasta eso sería mejor que la verdad —dice Tanako.

Exa abre la puerta doble de una patada, tan fuerte que una de las hojas se arranca de las bisagras y sale girando despedida, dejando un rastro de muebles y decoración destruidos.

Tanako le grita a Laura:

—¡Eyección!

Dando un paso bajo el umbral, Exa saca una pistola completamente ordinaria de su chaqueta y dispara a Tanako en el corazón. Tanako cae hacia atrás, y se desvanece antes de tocar el suelo. Exa apunta el arma hacia Laura y vuelve a disparar.

*

¿Y dónde ahora?

La realidad.

La realidad es una abarrotada escalera metálica, totalmente desprovista de luz, andando kilómetros hacia arriba y abajo. Es la ubicación más oscura y menos interesante. Laura llega de pie con normalidad, pero uno de sus pies está sobre un escalón y el otro está en el aire, por lo que cae sobre un pasamanos.

Ha regresado con la armadura de cerámica gris, todo excepto el casco. Pesa mucho más aquí. La oscuridad es espesa como brea. Ella sigue el pasamanos y desciende las escaleras con cautela, a tientas cada escalón. Sus botas repiquetean. Espera que Kazuya la encuentre, como lo hizo antes.

—¿Kazuya? ¿… Nick?

Su voz resuena, y no pareciera dejar de hacer eco.

Tras ocho escalones llega a un rellano. En la total oscuridad, explora cuidadosamente con las manos. Descubre una fría pared de hormigón, más pasamanos y un cuerpo humano enfriándose, envuelto en un húmedo frac. De inmediato se pone de rodillas.

Dulaku surutai jiha, setecientos ene eme.

De la luz roja de su mano derecha salta a la vista que Nick Laughon está muerto.

Oye un suave clac clac viniendo de arriba. Zapatos de vestir elegantes de suela dura sobre escaleras de metal.

Alexander Watson aparece en el siguiente rellano, moviéndose rápidamente, con su arma por delante. Nota que ella no lleva armas, y visiblemente sale de modalidad–tiroteo, manteniendo la pistola dirigida precisamente hacia el ojo derecho de ella, mientras desciende unos pasos más.

—No lo entiendo —le dice Laura—. ¿Por qué esta parte tiene que ser real? Nada más es real. La magia no es real.

Exa dispara. Ella cae.

 

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